Luce López-Baralt/Universidad de Puerto Rico
Escribiendo desde las ínsulas extrañas: Reflexiones de una hispano-arabista puertorriqueña.
Luce López-Baralt |
El célebre Orientalismo de Edward Said deja como herencia una ardua tarea a los orientalistas de lengua española: repensar nuestra condición de estudiosos frente al corpus de trabajo que hemos elegido. Y lo digo porque Said deja fuera de su estudio justamente el orientalismo más conflictivo y más problemático de Europa: el orientalismo español.
Me confesó personalmente, con un candor que le agradecí mucho, que no abordó los estudios orientalistas en España por el abismal desconocimiento que tenía del tema, que prefirió, por prurito intelectual, dejar intocado. Alguna explicación tiene la dramática laguna del maestro, que tanto he echado en falta en su libro; y es fundamentalmente una disciplina tardía en el contexto del orientalismo europeo, que dio figuras de nota ya desde el siglo XVIII (Recordemos que Napoleón se sirvió de orientalistas franceses en su proceso de colonización de Egipto).
Ha sido en épocas relativamente recientes —a partir del siglo XIX— que España ha producido estudiosos como Eduardo Saavedra y Julián Rivera. Y, sobre todo, figuras de la talla internacional de un Miguel Asín Palacios. No nos debe asombrar demasiado este florecimiento tardío del arabismo español: es entendible que resulte extraño, acaso incómodo e incluso conflictivo, estudiar como una cultura extranjera, una cultura que se encuentra injertada en la propia historia nacional.
Aunque no es este el lugar de entrar en la célebre polémica Américo Castro-Sánchez Albornoz, es fuerza admitir que un español no puede abrir las páginas de una historia de su país sin encontrarse de frente, para bien o para mal, con la presencia árabe. Presencia abrumadora por cierto, incluso, para algunos, ominosa.
La más rápida revisión de la obra de Asín Palacios pone en seguida de relieve la incomodidad que debió sentir el insigne maestro en carne viva cuando se decide a abordar el estudio de la espiritualidad de los musulmanes; sus inmemoriales enemigos de la fe. Para colmo, se estaba topando el estudioso con una espiritualidad inesperadamente compleja y exquisita, que venía a contradecir la visión caricaturesca del musulmán salvaje y a medio civilizar que no pudo haber legado nada de valor a sus antiguos compatriotas peninsulares.
Sacerdote católico, parecería que Asín se sintió precisado a “prestigiar” de alguna manera su espinoso campo de estudio, proponiéndole un origen y unas influencias cristianas que lo capacitaran mejor como campo digno de reflexión erudita. Todo ello, a despecho de que los textos estudiados por Asín daban prueba flagrante de que la literatura extática sufí no sólo era de una sofisticación verdaderamente asombrosa, sino que precedía por muchos siglos a la gran literatura mística del Siglo de Oro, con la que parecía guardar relaciones estrechas. (Sospechosamente estrechas).
De ahí el título y el enfoque que Asín decide dar a algunos de sus libros: El Islam cristianizado, Algazel y su sentido cristiano (enfatizamos cristianizado y cristiano). Es tan tarde como en sus Sâdilîes y alumbrados; póstumo, que el maestro se anima a privilegiar el caso inverso, que hoy parece obvio a cualquier estudioso de la materia: la influencia islámica sobre algunos de los místicos españoles más preclaros. Nada menos que San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, junto a los heterodoxos alumbrados, exhiben una perturbadora cercanía a la espiritualidad de “tariqas” sufíes como la de los sâdilîes hispano-africanos. Era el estudio más valiente del maestro, pero tardó varias décadas en editarse en forma de libro. Y la edición hubo de hacerse desde este lado del Atlántico desde el que redacto estas páginas.
El diálogo que ha sostenido la literatura española con su contrapartida árabe todavía se encuentra en proceso de estudio. Dada la importancia de las huellas del Islam —la frase es de Asín y hoy la he hecho mía— en la literatura peninsular, es asombroso que aún no las hayamos reconocido del todo.
Estamos en el proceso de en tender, y —lo que es aún más sorprendente— de descubrir este antiguo legado cultural, que se encuentra vigente hoy en más de un sentido. España fue el único país europeo que fue simultáneamente occidental y oriental en los primeros siglos de su formación como pueblo; y es imposible imaginar que esta peculiar situación histórica no tuviera consecuencias importantes.
Echemos un vistazo rápido a la honda imbricación entre estas dos culturas tal como se evidencian en algunos de los textos literarios más importantes de la Península. Salta a la vista, en primer lugar, la suprema ironía del hecho de que la primitiva lírica española aparece como cota de extensos poemas cultos en árabe y en hebreo. Estas jarchas mozárabes de los siglos X y XI, que sirven de apéndice poético a las moaxajas, exigen un lector bilingüe —mejor, trilingüe y aún así, su dificultad es considerable, ya que el mozárabe se encuentra en caracteres árabes o hebreos sin vocalizar. Incluso hay estudiosos como Richard Hitchcock que sospechan que la lengua de estas jarchas podría ser árabe vulgar en vez de mozárabe, y, aunque el tema es motivo de una polémica encendidísima en estos mismos momentos, cabe concluir lo increíble: Aún no estamos totalmente seguros del idioma en que se cantó la primera poesía española. Aún más: admito que nunca me he repuesto de la sorpresa de que, para ser un hispanista experto en el campo del medioevo español, habría que ser además, un buen orientalista. Ni más ni menos: de lo contrario, no podríamos si quiera comenzar a leer los textos que serian motivo de nuestro estudio como medievalistas.
Escuchemos lo que canta una de esas muchachas de hacia el siglo X, como las describía, emocionado ante el descubrimiento de las jarchas que aún era reciente, el maestro Dámaso Alonso:
Pero, ¿qué canta nuestra doncella?
Non t’amarey allâ kon ash sharti
an taÿma jal jâlî ma’a qurti
Es decir:
“No te amaré sino con la condición
de que juntes mi ajorca [del tobillo] con mis pendientes”.
La desenvuelta joven situándose en las mismas antípodas de la castísima Jimena del Cantar de Mío Cid, pide lo impensable: que su rendido galán le haga el amor. Y pasa a describir con un desenfado gozoso, y sirviéndose de una ingeniosa imaginería a base de joyas, el esfuerzo físico que formará en el momento de la cópula sexual, en que quedarán unidos sus pendientes con la ajorca de su tobillo.
Si estos versos constituyen uno de los primeros ejemplos de la lírica hispánica, estamos verdaderamente ante una poesía europea bastante extraña, y muchos menos “casta” de lo que quiso Ramón Menéndez Pidal. Urge revisar el “wishful thinking” del admirado maestro; ya que queda desmentido una y otra vez, a la luz de la documentación que vamos descubriendo de estos antiguos poemas. Y no debe extrañar al lector que los orígenes árabes de esta jarcha tan soleadamente sensual sean palmarios: he podido documentar los mismos versos en los tratados eróticos de ‘Alí al-Bagdadî y Nefzâwî.
Resulta una vez más irónico el hecho de que el poema épico español por excelencia, el Poema de Mío Cid, llame al héroe con un nombre árabe – Mio Cid –, es decir, “mi señor”. Sí leemos con cuidado las primeras páginas del venerable poema, advertimos que nuestro guerrero cristiano paradigmático va a batalla con un ejército mixto de cristianos y de moros. Insólito pero cierto; y además, históricamente viable. El dato, inesperado cuando lo leemos desde nuestras coordenadas históricas modernas, lo suele pasar por alto el lector de hoy, pero es de veras elocuente. El Cid llega a más: incluso combate contra cristianos en defensa de sus aliados musulmanes como Almutamid de Sevilla, el rey taifa que fue también un extraordinario poeta. Salta a la vista que la línea divisoria entre las lealtades políticas y religiosas se muestra borrosa en la epopeya castellana.
Pocos críticos niegan hoy los elementos arabizantes del Libro de buen amor, un texto desconcertante en el que el autor tiene a bien celebrar simultáneamente el “loco amor” y el “buen amor”, en una asombrosa unión de erotismo y espiritualidad que parece más afín a expertos árabes en la materia como lbn Hazm de Córdoba, que a autores europeos como aquellos —Ovidio Nasón y Pamphilo— que reclama el travieso Arcipreste de Hita como paradigmas literarios. Pero ello no nos debe extrañar demasiado. Juan Ruiz rima en un árabe dialectal impecable: concibe el ideal estético femenino en términos de una típica fémina árabe.
Cómo señaló Dámaso Alonso, “esta bella es anchieta de caderas, tiene los dientes apartadiellos; las encías bermejas y los labios delgados”. El revés exacto pues de la europeizante Melibea, con sus cabellos dorados, sus labios “grosezuelos” y sus ojos verdes. La crítica ha pasado por alto cómo eran los grandes ojos orientales de la bella de Juan Ruiz: el poeta nos los describe como “reluzientes”. Estetas árabes como Nefzâwî también exigían estos mismos ojos “reluzientes”, es decir, muy negros, de manera que contrastaran con el blanco del ojo. Este contraste luminoso es precisamente lo que traduce el término árabe “hur”, de donde viene la españolización de hurí. Conmueve pensar que el ideal estético del Arcipreste se acercaba nada menos que al de una hurí del Paraíso coránico. No se mostraba muy europeo el bueno de Juan Ruiz en sus preferencias estéticas…
Estamos recién comenzando a calibrar la profunda huella que el misticismo español tiene contraído con el musulmán. San Juan de la Cruz ha aterrado a los estudiosos occidentales, así lo admiten, literalmente, Marcelino Menéndez Pelayo y Dámaso Alonso, entre tantísimos otros que han temido acercarse a una poesía que les sonaba excesivamente “extranjerizante”. Pero San Juan la defiende con una apasiona da lucidez: la experiencia mística trasciende totalmente el lenguaje y queda mejor expresada en aquellos versos visionarios que el poeta observó parecían “dislates”. El santo se encuentra curiosamente cerca del concepto sufí de los Xatt, que traduce exactamente de la misma manera. El Reformador parecería estar familiarizado con la imagen asociada a la palabra árabe xatt que significa “costa, ribera, playa”, y que hace alusión a todo lo que rebosa su cauce normal. Al hacer la desasosegante defensa de su estética del delirio en el prólogo al Cántico, San Juan maneja sus “dislates” de la misma manera: los extáticos quedan, literalmente, afásicos y con “figuras, comparaciones y semejanzas antes rebosan algo de lo que sienten y de la abundancia del espíritu vienen secretos y misterios [que] parecen dislates…”. El término, y sobre todo la poesía delirante que defiende son totalmente desconocidos en el misticismo europeo.
Y, sin embargo, resulta la regla en la escuela poética mística de los contemplativos del Islam como lbn-al-’Arabî e Ibn al-Fárid. Al igual que ellos, San Juan se ve precisado a comentar sus poemas alucinados en una prosa que resulta tan enigmática, como la poesía que pretende dilucidar.
Asín Palacios trazó, como se sabe, el célebre símbolo de la noche oscura del alma a lbn ‘Abbâd de Ronda. He tenido la fortuna de documentar en la literatura mística islámica numerosos símbolos adicionales: el vino de la embriaguez mística, la fuente interior que refleja los ojos del Amado en el éxtasis transformante (en árabe ‘ayn significa simultáneamente “ojo”, ”fuente”, e “identidad” y San Juan, de alguna manera. parecería participar del secreto semántico al fraguar el símil de la cristalina fuente del Cántico); del gusano de seda del alma en vuelo, el pájaro solitario que tiene todos los colores y a la vez no tiene determinado color, porque está desasistido de lo criado, las azucenas del dejamiento, entre muchos otros casos… Asín documentó el símil de los siete castillos concéntricos del alma de Santa Teresa de Jesús en los anónimos Nawâdar; pero el texto pertenecía al siglo XVI, y podía ser contemporáneo o posterior a la santa.
Una vez más, tuvimos la fortuna de encontrar evidencia documental al efecto, los “Maqamât al-qûlûb” o Moradas de los corazones de Abú-l-Hasan al-Nûri que es un tratado místico que retrotrae el símbolo de los castillos al siglo IX. Debemos estar pues ante la presencia de una imagen recurrente en el misticismo musulmán; de seguro, buena parte de la extrema “originalidad” de los místicos españoles se debe a la influencia del sufismo; y al desconocer estas coordenadas literarias islámicas, nos parece entonces absolutamente novedosa su aparición subrepticia en las letras españolas. Algún día estaremos más inclinados a pensar que se trata más que de una invención “ex nibilo” por parte de los espirituales del Siglo de Oro, que una adaptación genial (acaso, o consciente) de antiguos modelos orientales.
Los paralelos son tantos y tan minuciosos que de verdad desafían la tentación de explicarlos a base de una simple coincidencia. Resulta irónico, una vez más, el que Cervantes adjudicara la escritura de su Quijote a Cide Hamete Bengelí un autor árabe. Cervantes parecería estar implicando que los mejores impulsos creativos de su alma son, de alguna manera oculta, árabes. Mucho que temió, por cierto, Don Quijote aquella imaginación excesiva, y aún aquella peligrosa sensualidad de este supuesto autor que había imaginado su historia. Le resultaba terriblemente preocupante eso de deberle la propia existencia nada menos que a un musulmán. Cervantes, sin embargo, parecería reír por lo bajo y afirmar con ironía solapada; Cíde Hamete, “c’est moi”.
La broma es espléndida, porque también tiene claros sobretonos políticos; poseer —y aún más escribir o traducir— un texto árabe era un crimen político en la España del siglo XVII. Cervantes nos está diciendo de manera ubicua, que el Quijote era no sólo un libro oriental sino un libro prohibido, que podría dar pie a un proceso inquisitorial. Todavía no hemos pensado en sus propios términos las implicaciones profundas e inquietantes del hecho de que Cervantes usara una máscara literaria árabe.
Es necesario ser un experto en el alifato árabe para poder descifrar la literatura aljamiado-morisca, escrita en castellano, pero transliterada en caracteres árabes. Esta literatura del Siglo de Oro, rigurosamente clandestina e inédita en su mayor parte, nos permite el privilegio de asistir de cerca al proceso de extinción de los últimos musulmanes de España, tal como ellos mismos lo vivieron y lo interpretaron. Al fin el pueblo en litigio tiene la palabra.
El morisco Yûse Banegas llora con el Mancebo de Arévalo la caída de Granada, y nos estremece pensar que es la primera vez que escuchamos un llanto auténtico por la caída del último bastión del Islam. Aquí no hablan ni los archivos inquisitoriales ni los escritores maurófilos oficiales, sino los mismísimos moriscos vencidos:
Hiÿo , yo no lloro lo paxado, puwes a ello no ay rretornada pero lloro lo ke tu berás si ax bida, i atiyendes en esta tyerra, y en esta isla de Eshpaña [...] max aún xerá nuweshtoro addîn [religión] tan menoxkabado ke dirán las ÿentesh ¿a dónde se fuwé nuwextroro peregonar? ¿ke Se hizo el addîn [religión] de nuwestroros pasâdos?. I todo Será kurudeza i amargura para kiyen abrá xentido. Bien te parezerá ke lo digo komo apasiyonado, pleg(we) a xu bonddd [de Dios] ke Sea tan aluwente mi dicho komo lo ex mi deseo, ke yo no kerriya alcanzar tales llorox. [...] Si los padresh aminguan el addîn [religión] ¿kó mo lo enxalsarán los choznosh?. Shi el rrey de la kronkishta [Fernando el Católico] no guwarda fidelidad ¿ké aguwardamosh de Sus Sucesores?
Uno de los textos más importantes de todo el corpus morisco es el tratado erótico que he llamado el Kâma Sûtra español por falta de otro mejor título. Este desconcertante manual de amores de principios del siglo XVII, escrito por un morisco anónimo expulsado a Túnez en aquel año dramático de 1609, es un verdadero acontecimiento en la historia de la literatura española. El autor describe el coito en todos sus pormenores: el juego previo a la cohabitación, las posiciones sexuales, y el orgasmo simultáneo. Celebra el placer sexual como anticipo de la contemplación misma de Dios. Sus instrucciones eróticas, ajenas a todo sentido de culpabilidad, se encuentran entreveradas de oraciones y de azoras coránicas. El antiguo maestro nos ofrece la lección más insólita de las letras hispánicas: nos enseña a hacer el amor rezando. Nunca lo habíamos oído en lengua española: el sexo nos lleva a Dios. El morisco, cita generosamente numerosas autoridades islámicas que avalan sus novedosas enseñanzas, desde Algazel hasta Ahmad Zarrûq, pero, para nuestra sorpresa, hace desfilar a sus maestros orientales junto a una “autoridad” española absolutamente inesperada: nada menos que Lope de Vega, cuyos sonetos entreveran y aun sirven de broche de oro al Kâma Sûtra español.
Sencillamente, no sabíamos que la literatura del Siglo de Oro fuera capaz de hablar en estos registros. Nos obliga a la humildad pensar que todavía la estamos descubriendo y que aún no hemos terminado de editada.
Los últimos moriscos de España cesaron de ser una realidad histórica vigente hacia el siglo XVIII. Pero hasta nuestros días, la cultura española continúa dialogando con un complejo pasado cultural que debe mucho, como hemos podido comprobar, al Islam.
Hay una pasión muy intima en Manuel Machado (que ya es un poeta del siglo XX) cuando canta:
“yo soy como los hombres que a mi tierra vinieron, soy de la raza mora, vieja amiga del sol, que todo lo ganaron, y todo lo perdieron.
Tengo el alma de nardo del árabe español…”.
Su evolutiva autoafirmación de que posee una larvada identidad morisca —como aquella que nos confesaba Cervantes entre bromas— lo separa indefectiblemente de las “belles lettres” maurófilas europeas y aún norteamericanas, como las de un Washington Irving. Estos autores extranjeros podían manejar el campo de la maurofilia literaria como algo auténticamente exótico. El exotismo de este campo, sin embargo, hace crisis en España: los escritores peninsulares tienen la inquietante impresión de que se están sirviendo de un material literario que no es completamente ajeno a su identidad nacional.
Esta apasionada admisión de poseer una identidad morisca oculta e inconfesada la habrá de repetir Federico García Lorca, quien posaba para la posteridad vestido con atuendo moro. Federico advertía que “… los sepulcros de los Reyes Católicos no han evitado que la media luna salga en los pechos de los más finos hijos de Granada. La lucha sigue viva [...] en la colina roja de la ciudad hay dos palacios, muertos los dos: la Alhambra y el Palacio de Carlos V, que sostienen un duelo a muerte que late en la conciencia del granadino actual”.
Lorca se jactaba, de otra parte, de poseer “duende” (ÿinn en árabe): el concepto enigmático de este nimbo sagrado y mágico que aureolaba no sólo sus versos sino su persona es difícil de traducir a lenguas europeas, pero coincide perfectamente con el término árabe de baraka. No en balde Federico, entusiasmado ante la deslumbrante poesía hispanoárabe que acababa de conocer gracias a las traducciones de Emilio García Gómez, tituló su último libro de poemas Diván del Tamarit. Su moderno “Diwân” venía así a homenajear y a formar escuela —toutes proportienes gardées — con los antiguos poetas de Al-Ándalus, su moderna Andalucía.
Las peculiaridades y aún las dificultades de ejercer este orientalismo como disciplina ajena ha hecho crisis más de una vez entre los arabistas españoles modernos. Me conmovió profundamente la perplejidad de María Ángeles Durán cuando abre el primer ensayo de la colección La mujer en Al-Andalus con una pregunta sobrecogedora y sincerísima: ¿estamos hablando aquí de un “ellas” o de un “nosotras”?.
Esta intuición subliminal de que en el fondo del alma española subyace de alguna manera una identidad morisca la volverá a repetir Juan Goytisolo; que ha dedicado la mayor parte de sus novelas y aún de sus ensayos a explorar la relación de España con su pasado oriental.
Señas de identidad nos presentaba ya de manera palmaria el conflicto de identidad del autor, y este conflicto estalla en la Reivindicación del Conde Don Julián. Aquí Goytisolo recupera la figura del “traidor” Don Julián, quien, según la leyenda, jugó un papel importante en la invasión de la Península por los árabes en 711. Don Julián/Goytisolo llega al extremo de invitar a los árabes a que lleven a cabo una segunda invasión metafórica de su patria: lo que está pidiendo de veras el escritor es que España asuma finalmente su pasado, parcialmente semítico, y enterrado, por ella misma, en lo más hondo del subconsciente nacional. Todas las otras novelas de Goytisolo giran, de una manera o de otra, alrededor de este conflicto de identidad.
Makbara, que significa “cementerio” en árabe, se inspira en la experiencia literaria oral del mercado o halka de Marraquech; mientras que las Virtudes del pájaro solitario, celebra como figura tutelar a un San Juan de la Cruz perfectamente arabizado. Acaso el momento más extremo de la narrativa goytisoliana se da en Juan sin tierra, cuando el autor termina la novela, sin más, en lengua árabe. (El autor, dicho sea de pasada, habla un árabe dialectal —el hassanía— fluido y vive la mitad del año en Marruecos). En su más reciente Cuarentena, que escribe esta vez bajo la égida del Sheyj al- akbar o mayor de los maestros espirituales; Ibn al-’Arabî, el protagonista ficcionalizado, sobrevuela makbaras musulmanes en el interregno de los primeros cuarenta días de la muerte: todavía en el más allá, parecería decimos Goytisolo, ha decidido mantener su personalidad “morisca”. Vemos pues que lo oriental se desliza subrepticiamente —cuando no con violencia— en numerosos textos que conforman la literatura española desde la Edad Medía hasta nuestros días. Una y otra vez, las “belles lettres” peninsulares insisten ominosamente en esa perturbadora cercanía a contextos literarios y humanos árabes: desde la primera lírica española, de un mestizaje cultural flagrante, pasando por las incursiones en terreno islámico del simpatiquísimo Juan Ruiz, que debió chapurrear el árabe dialectal acaso tan bien como el que le escuché una tarde en la plaza de Xemaa’ al-Fná a su tocayo Juan Goytisolo; por la máscara literaria sobrecogedora de Cervantes, que termina por celebrar literariamente aquellos mismos musulmanes que lo mantuvieron preso en Argel por cinco años; por aquellos símbolos místicos de la noche oscura y de los siete castillos concéntricos del alma, que hoy sabemos los estrenaron los sufíes siglos antes de que nuestros santos del Carmelo los hicieran famosos en Occidente; por el atuendo musulmán con el quiso pasar a la historia el poeta español más famoso del siglo XX, García Lorca; hasta el inquietante sobrevuelo de tumbas marroquíes de Juan Goytisolo, que se declara morisco hasta la muerte.
Nada de lo dicho —y nos hemos limitado a espigar unos pocos casos representativos—es casual. No estamos ante la excentricidad de unos españoles sin “ganas” como diría Luis Cernuda, sino ante la punta del témpano de una antigua angustia, de una oculta agonía: la de no poder saber más allá de toda duda cuáles son las coordenadas que conforman “la identidad nacional”.
me encanta othman eres un hacha encontrando opiniones como esta enhorabuena amigo
ResponderEliminarMuchas gracias Carmenchin. Saludos.
ResponderEliminarJosé Urbano Priego [Mohammed Yusuf]