La semana pasada tuve el gusto de asistir, en la Fundación Euroárabe, a la presentación del libro La huella morisca (subtitulado El Al Ándalus que llevamos dentro) por parte de su autor, Antonio Manuel, con la introducción de Pilar Aranda Ramírez, secretaria ejecutiva de la fundación y de Sebastián de la Obra. Estaba prevista la presencia de Manuel Pimentel —alma máter de Almuzara, sello que edita el libro—, pero finalmente no pudo llegar desde Madrid, muy atareado con la misión encomendada por el Gobierno como mediador entre AENA y los sindicatos de controladores aéreos.
Ya tenía noticias de este libro desde hacía algunos meses, aunque aún no había tenido ocasión de conseguirlo. También de su autor, que, a pesar de su juventud, aquilata un extenso currículo como jurista, profesor universitario, escritor, músico y como defensor del andalucismo y otras nobles causas sociales. Fue crucial su intervención en la candidatura propuesta el año pasado para la concesión del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2010 a los descendientes de los moriscos-andalusíes desterrados. En esta batalla, perdida, también sumaron sus esfuerzos, entre otras personalidades, Sebastián de la Obra y el recientemente fallecido Mansur Escudero —a quien nombró con cariño en repetidas ocasiones, cosa que le agradezco de corazón—. Después me enteré de que Antonio Manuel fue el redactor de la Declaración de Chaouen, que promovía la equiparación jurídica de los descendientes de moriscos-andalusíes, como ya tenían los sefardíes, para la adquisición preferente de la nacionalidad española. Sólo por estas dos iniciativas ya contaba Antonio Manuel con mi respeto y simpatía.
Pues bien, tras la ilustrativa introducción de la anfitriona y la conmovedora y vibrante de Sebastián de la Obra, le tocó el turno al autor del libro. De menos a más, como debe ser, comenzó una brillante exposición sobre el tema de su obra. En un tono cercano —no exento de vivas muestras de salero andaluz—, que destilaba sinceridad a raudales, con un verbo espontáneo y riguroso, nos adentró con maestría en el meollo del asunto.
Hizo un maravilloso recorrido por el significado de la memoria, y lo que ésta supone para la conformación de la identidad individual. Nos explicó cómo, en el caso que nos pre-ocupa, el de los sufridos moriscos, los genocidas del aparato católico-castellano diseñaron y ejecutaron un pavoroso plan para exterminar físicamente a un colectivo, habiendo antes extirpado su identidad. Pero no quedaba ahí la cosa. Había que extinguir también su huella, que se dice pronto. ¿Lo consiguieron? Miles de términos lingüísticos castellanos que provienen del árabe dan fe de que aquella civilización no pasó sin pena ni gloria. Esa peculiar manera de asearse que Antonio Manuel había observado en sus mayores —y que yo mismo aprendí de mi padre—, ¿no es una reminiscencia desdibujada por los siglos de la ablución de los musulmanes antes de orar? El cante flamenco, amargo quejido de los rechazados y desahuciados, ¿no proviene del canto desesperado de aquellos moriscos en el largo proceso de su aniquilación? La repostería, los procedimientos en la agricultura, la hospitalidad… Tratar de agazapar ochocientos años de la memoria de un país no es tarea sencilla.
En definitiva, Antonio Manuel nos mostró magistralmente la importancia de esta herencia morisca en nuestra vida cotidiana, en tan múltiples aspectos, que obliga a los hispánicos de hoy a mirar el hecho islámico no como algo ajeno a lo español (andaluz, aragonés, valenciano…), sino como parte esencial de nuestra memoria. Una herencia que resulta especialmente palmaria en los individuos —e individuas, claro— de los territorios de la actual Andalucía. Manque a algunos les pese.
Por cierto, el autor, Antonio Manuel, tiene también sus dos apellidos. Me había extrañado que siempre apareciera sólo su nombre propio, tanto en la portada de un libro, como en una solemne declaración elevada al rey. Lo explicó en su presentación —después me diría que por primera vez en público—, y también tenía relación con la aludida identidad. Los López, Rodríguez o Martín de hogaño probablemente fueran los Abu Kasim, Ibn Abdellah o Al-Mutamid de antaño. Por tanto, algo mutable y que, en muchas ocasiones, degenera en equívoco. Que les pregunten, por ejemplo, a los descendientes de los morisquillos, miles de niños arrebatados del amor de sus padres, desterrados, para ser criados aquí como cristianos.
Para acabar, debo decir que hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto en un evento así, y así lo escuché también de algunos colegas de butaca. En cuanto acabe de leer el libro escribiré —InchaAllah— algunas líneas al respecto. Muchas gracias, Antonio Manuel, amigo.
© José Urbano Priego
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