Bernard Vincent
Traducción del francés: José Urbano Priego
La historia a menudo se hace de una acumulación de lecturas distintas de las mismas decisiones, de los mismos procesos, de los mismos acontecimientos. Los estudios moriscos no son naturalmente una excepción y desde el siglo XV los historiadores han intentado de hecho responder a las tres mismas cuestiones aparentemente simples: ¿Quién es el morisco?, ¿por qué y cómo se le expulsó de España?, ¿cuáles eran sus relaciones con los cristianos viejos? Descubriendo sin cesar nuevos documentos —soñando con innumerables publicaciones inéditas en anexos a obras o con nuevas miradas sobre textos de los que se creía conocer todos los secretos—, los historiadores se propusieron interpretaciones que a veces se completan y a veces se contradicen, pero que siempre enriquecen nuestros conocimientos.
Es en la tercera cuestión, la de las relaciones entre viejos y nuevos cristianos a lo largo del siglo XVI, donde querría detenerme en este trabajo, animado a la vez por recientes trabajos y por el examen de yacimientos inéditos. En efecto, si la manera de abordar este tema desde hace una decena de años tomó caminos descartándose la visión tradicional dominante, y por ahí nos hizo progresar, me temo que repetidas veces se haya aventurado en una perspectiva idealizada. Después de haber denunciado la obstinación sobre la diferencia, la excepcionalidad, la particularidad morisca, con relación al comportamiento corriente del cristiano-viejo, se alegan habitualmente las convergencias y semejanzas entre unos y otros. ¿Pero este planteamiento que condena de buen grado los precedentes no conduce a menudo a una visión igualmente simplista?
Acabo de utilizar términos (diferencias, excepcionalidad, particularidad) prestados de un excelente trabajo de Eugenio Ciscar Pallarés sobre la vida cotidiana entre cristianos-viejos y moriscos en Valencia (*1), cuyos análisis comparto en buena parte. De hecho, suscribo íntegramente lo que dice, cuando avanza la idea que:
Los hechos históricos y la necesidad contemporánea de explicarlos o de justificarlos terminan por dejar una impresión sólida y duradera, especialmente en regímenes de carácter más o menos absoluto. Los intereses oficiales, aliados con la oportunidad de ofrecer a un público lector que demanda o que espera en un momento dado, terminan por configurar imágenes, esquemas, visiones […] que adquieren características de veracidad, firmeza dogmática, de argumento evidente que se puede recurrir fácilmente cuando se considere conveniente. Tales formulaciones pesan mucho después, o suscitan confusión, cuando posteriormente los historiadores pretenden acercarse a la verdad histórica, incluso utilizando un criterio equilibrado, independiente y crítico, en tanto en cuanto ellos también están sujetos a los inevitables controles de su época debido a que son los hijos de su tiempo (*2).
Sin embargo creo —contrariamente a Eugenio Ciscar— que estas líneas se aplican tanto a numerosos estudios de la “nueva corriente” como a las que han insistido de manera unívoca en la diferencia.
Algunos rápidos y banales recordatorios historiográficos son aquí necesarios. Es cierto que los especialistas utilizaron mucho tiempo principalmente fuentes oficiales (Consejos Reales, Iglesia…) y crónicas. Estas últimas son esencialmente, en relación a los moriscos granadinos, La Guerra de Granada de Diego Hurtado de Mendoza y la Historia de la rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada de Luis del Mármol Carvajal, donde, por la razón misma del tema, el conflicto más agudo del siglo que enfrentó a viejos y nuevos cristianos entre 1568 y 1570, apenas hay lugar para las semejanzas y las aproximaciones (*3). La visión de dos bloques irreductibles forjada por los adversarios más radicales de una minoría (Bleda, Aznar Cardona, Guadalajara y Javier) prevaleció durante mucho tiempo (*4).
La utilización intensiva de las fuentes inquisitoriales desde los años 1970, por su insistencia en la represión, reforzó aún más una tendencia bien afianzada en las conciencias.
¿Se debe por tanto no aceptar nada de las investigaciones efectuadas grosso modo desde las aportaciones de Fernand Braudel a final de los años 1940 hasta los trabajos de los años 1980? (*5). Braudel, Reglá, Halperin Donghi, Lapeyre, Domínguez Ortiz, Cardaillac, etc. ¿eran tan prisioneros del talante de su época para dejarse conducir hacia interpretaciones erróneas? Volveré de nuevo después sobre este importante aspecto, pero, aparte de toda polémica, destaquemos en primer lugar que se les debe el desvelamiento de la existencia no de uno solo sino de numerosos problemas moriscos procedentes de situaciones muy diversas, lo que constituía una llamada implícita a estudios monográficos aplicados a espacios geográficamente limitados. El primero de éstos, si no me equivoco, fue la investigación de Rafael Benítez Sánchez-Blanco sobre el condado de Casares, publicado en 1982 (*6), después de lo cual somos deudores de la inquietud por la interdisciplinariedad, perfectamente representada por Julio Caro Baroja, gran historiador y antropólogo a la vez (*7). Por último, es excesivo y erróneo considerar que todos estos autores sólo recurrieron a fuentes oficiales (por otra parte, ¿qué se entiende por este adjetivo?). Tulio Halperin Donghi, ya en 1957, publicó una obra que obtiene partido de un abanico muy amplio de documentos examinados en Valencia, Barcelona, Simancas, Madrid... Y conviene recordar que él había considerado la explotación de las actas notariales. Escuchémosle:
La revisión de la muy extensa colección de Protocolos Notariales (no catalogados) nos ha permitido constatar que no se encuentran los libros de los notarios mediante los que los moriscos registraban sus acuerdos (cuyos nombres se conservaron en los registros de deudas entre viejos y nuevos cristianos), y no se los encuentra tampoco en la rica colección de protocolos del Colegio de Corpus Christi, cuyo catálogo pude también consultar (*8).
A pesar de todo, más recientemente, en 1982, Nicolás Cabrillana consagró a los moriscos de la actual provincia de Almería una obra basada solamente sobre documentos notariales, y el de Aranda Doncel sobre los moriscos de Córdoba, tributario también de esta documentación, que se publicó en 1984 (*9). Eso es tanto como decir que no comparto el análisis de Amalia García Pedraza para quien la aplicación del trinomio « reivindicación de la historia local - interdisciplinariedad - utilización de fuentes “alternativas” », solo susceptible de terminar con el estereotipo en vigor, dataría solamente los años 1990 (*10).
Si se quiere progresar en la vía de una mejor comprensión de las relaciones entre cristianos-viejos y moriscos, será necesario, aparte del indispensable enfoque multidisciplinar, dar pruebas de sensatez y prudencia en cualesquiera circunstancias. Debo reconocer mi inquietud cuando leo que durante mucho tiempo los investigadores que se interesaban por la cuestión morisca se dejaron aprisionar por los documentos más accesibles, las famosas fuentes oficiales. La fórmula, debida a la pluma de Francisco Márquez Villanueva, causó estragos (*11). Se pueden ver muchas expresiones en recientes trabajos. Pienso, por ejemplo, en varias contribuciones de Gregorio Colás, historiador de los moriscos aragoneses, que escribió «finalmente, una parte de la historiografía fue víctima de un craso error. Concedió a los papeles “de estado” e inquisitoriales una credibilidad que nunca se habría debido dar», o también «me limitaré a plantear la cuestión si se puede calificar de científica la actitud que se adoptó ante las fuentes que sirvieron para defender la condición islámica de los nuevos bautizados». Estas frases son obviamente excesivas y el mismo Gregorio Colás viene a lamentarlas, puesto que añade inmediatamente «mi observación no es negar tal condición» (*12).
La fórmula de Francisco Márquez es injusta, porque da a entender que una nutrida cohorte de historiadores se privó de todo sentido crítico; es peligrosa, porque pretende convencer de que hay buenas y malas fuentes; es engañosa, porque conduce a establecer una jerarquía de los tipos de documentos. Animados por esta prescripción, diversos trabajos recientes vienen a presentar el registro de los notarios como la panacea. Ahí residiría la vida real, la verdadera relación entre viejos y nuevos cristianos.
Sólo la pereza de la mayoría, repelida pensando en la amplitud de la tarea, habría retrasado la revolución histórica. Creo que realmente la etapa actual no se inscribe de ninguna manera en la ruptura con los enfoques anteriores, a condición por supuesto de asumir de manera serena la herencia, toda la herencia, y de continuar consultando todas las fuentes, sin exclusiva alguna. Si es cierto que, como destaca Gregorio Colás, “ni el Santo Oficio ni el Consejo de Estado ni sus voceros tienen el monopolio de la verdad, ni agotan la realidad”, se impone un comentario idéntico con respecto a cualquier otra fuente, señorial, municipal o notarial (*13). No hay malas fuentes, sino prejuicios y lecturas aproximativas.
Detengámonos en las fuentes notariales, presentadas como el elemento central de la revolución metodológica. Su examen aportaría la confirmación de las declaraciones de Francisco Márquez Villanueva, según las cuales cristianos-viejos y moriscos vivían en tan buena complicidad que habrían roto la ambición y la ceguera de una “archi-minoría” de individuos (*14). Los protocolos notariales no son, como se cree demasiado a menudo, una fuente perfecta, una fuente objetiva. Fascinan porque, en algunas decenas de folios, se juntan escrituras de venta (y en consecuencia también de compra) de casas, tierras, animales, esclavos, actos de préstamo de dinero, dotes, testamentos, inventarios de bienes, escrituras de perdón, contratos de aprendizaje, etc. Cada notario, que tiene en principio una clientela geográficamente bien delimitada, es la vida entera de una parroquia o dos, urbana o rural, tanto más en cuanto que nos ofrece lo mismo personas de medios limitados, al menos en España, como pudientes. Sin embargo, los documentos tienen características que deberían mantener al historiador en alerta. Éstos, que son la expresión sistemática de la concordia, dan una imagen pacífica de la sociedad, aséptica e incluso sesgada. El acta notarial no es más que un momento muy particular de un proceso que escapa completamente al lector.
¿Qué sabemos nosotros de una transacción que conduce a la venta de un asno o un caballo? Ésta pudo ser breve o larga, pacífica o tempestuosa, no sabemos nada de ello. Y no conocemos más acerca de las condiciones y las consecuencias psicológicas y materiales que implicó para los contratantes. ¿Cuál fue la naturaleza, cuál fue la duración, cuál fue el contenido de las negociaciones que precedieron a la transacción? ¿Las dos partes estuvieron satisfechas por igual, o el acuerdo suscitó amargura y rencor en una de ellas? ¿Qué posibles debilidades (dificultades financieras, actuaciones judiciales, etc.) detectó o sospechó el comprador en el otro contratante? ¿Qué defecto no anunciado descubrió el comprador posteriormente en el animal? ¿Y por qué, finalmente, los contratantes recurrieron al notario, cuando tantas operaciones del mismo tipo tenían lugar de mutuo acuerdo sin testigo? Resumiendo, si bien las fuentes notariales traducen bastante bien la intensidad de las relaciones entre cristianos-viejos y moriscos, son poco reveladoras en cuanto a su calidad.
En estas condiciones el historiador puede hacer decir a una serie de protocolos notariales casi lo que él quiera. Él es hoy, como ayer, hijo de su tiempo. ¿No es significativo que Nicolás Cabrillana, Juan Aranda Doncel, Serafín Tapia y Santiago La Parra (con sus dos importantes últimos libros, respectivamente sobre los moriscos de Ávila y los del ducado de Gandía) hayan hecho hincapié en las diferencias entre comunidades, y que recientemente Eugenio Ciscar Pallarés (con muchos matices, es cierto), Gregorio Colás, Javier Castillo y sobre todo Amalia García Pedraza hayan visto muchas convergencias (*15)?. Desde este punto de vista, el trabajo de Eugenio Ciscar es apasionante, ya que el lector dispone de todos los elementos para juzgar su interpretación. Por añadidura, sus reflexiones preliminares, comenzando por el subtítulo Cristianos y moriscos. De la diversidad antitética a una semejanza moderada (*16), son el resultado de un acercamiento mesurado. Sin embargo, es una observación que no comparto y que me parece influenciada por la moda actual. Eugenio Ciscar escribe que los «protocolos notariales, las delimitaciones de la propiedad de la tierra, son fuentes en principio más espontáneas y menos “interesadas” que las fuentes oficiales, aunque no estén al abrigo del desvío y que tengan por lo tanto necesidad de someterse a la criba de la crítica» (*17). Estoy convencido de que, detrás de estos documentos, existen unos intereses tan vivos como por las fuentes “oficiales”, y que la espontaneidad es un señuelo.
Eugenio Ciscar analiza el ejemplo extremadamente interesante del Valldigna dónde, en torno a la abadía cisterciense que era su señor, viven de 2.500 a 3.000 habitantes, de los cuales el 80% aproximadamente son moriscos. Destaca en primer lugar las semejanzas entre las dos comunidades, comenzando por un nivel económico homogéneo. Las casas son casi todas idénticas y los elementos diferenciadores se asocian solamente a la riqueza de los inquilinos moriscos o cristianos-viejos. Examina a continuación los aspectos de la vida material, social y cultural. Los puntos de convergencia eran numerosos, él llega a la siguiente conclusión:
En el fondo, lo que la documentación certifica es perfectamente razonable y lógico: a falta de fuertes intereses opuestos, de segregacionismos racistas o radicalizaciones revolucionarias, las gentes que viven cerca los unos de los otros, incluso manteniendo su propia identidad y origen, tienden a comunicarse entre ellos, intercambiar mercancías, conocimientos, a hacerse entender por la palabra, a imitar mutuamente usos y costumbres, a luchar juntos por la defensa de sus derechos o la resolución de sus problemas comunes […], a ser cada día, en resumen, menos diferentes (*18).
Al leer estas líneas, yo me pregunto si no se podría dar al lector una versión claramente distinta, pues la parte de la retórica es aquí esencial. Por supuesto, los campesinos cristianos-viejos y moriscos del señorío conocen unas condiciones muy cercanas, y en particular se someten a lo que yo he llamado en otra parte “la tiranía del entorno”. Las formas culturales y el material utilizado, comunes a todos, ponen de manifiesto que uno debe adaptarse a este medio, si quiere evitar el fracaso, el hambre o la emigración. ¿Pero, más allá, qué ocurre? De paso, Eugenio Ciscar tiene en cuenta la existencia de diferencias en cuanto a las maneras de sentarse y de vestirse, a la decoración de la casa, a la presencia o ausencia de joyas, a la posesión de ciertas armas o animales (cabras para los moriscos, cerdos para los cristianos-viejos). Además, destaca que los matrimonios mixtos siguieron siendo rarísimos hasta la expulsión de 1609, los muertos son enterrados por los moriscos en dirección a La Meca, etc. ¿Se debe considerar que el conjunto de estas prácticas divergentes es poco significativo? Ahí radica todo el debate.
Yo creo que Eugenio Ciscar tiende a minimizar la importancia de cada una de ellas. Habiendo destacado profusamente la identidad de la vestimenta masculina entre los moriscos y cristianos-viejos, dedica a la vestimenta femenina solamente cuatro líneas que merecen citarse: «en este ámbito nuestra información es más reducida, pero parece que las moriscas llevaban una prenda de vestir singular, al menos en ciertas ocasiones: el alquinal (o alquenal), especie de velo que les cubría la cabeza» (*19). He destacado intencionadamente los pasajes destinados a limitar la importancia del porte de esta prenda de vestir, similar a la almalafa de las moriscas granadinas, que, como sus hermanas valencianas, estaban allí muy arraigadas.
El método es el mismo incluso cuando se alude a la fiscalidad: «Moriscos y cristianos se someten a la misma fiscalidad, apenas con pequeñas excepciones» (*20). ¿Pero qué nos indica que la excepción —que era sistemática en otras localidades— era soportada de buena gana?
Demos un último ejemplo en relación con el sistema familiar. Eugenio Ciscar afirma que «en las dos comunidades domina un sistema de familia nuclear», para añadir algunas líneas después «sin embargo, esta situación no se opone a la conciencia de pertenecer a un grupo familiar global, superior, de la misma cepa, unido por vínculos de parentesco y solidaridad, quizá más fuerte entre los moriscos» (*21). Yo creo que el “quizás” es superfluo. Entonces, la generalización del modelo nuclear no es más que un pretexto producido por el examen de las meras enumeraciones, donde, por necesidades fiscales, se sobrevalora la nuclearidad. Tendimos demasiado a tomar lo que es una clasificación administrativa por un fiel reflejo de las relaciones. Se encuentra a veces la indicación —como en la enumeración de Loja de 1561— que personas contabilizadas separadamente residen en realidad bajo el mismo techo (*22). Sería necesario disminuir sensiblemente el número de destellos nucleares de una parte al menos de nuestras evaluaciones y cuestionar la generalización del modelo de este tipo de familia nuclear. Por otra parte, destaqué hace mucho tiempo la fuerza del parentesco dentro de las comunidades moriscas y, a este respecto, no he cambiado de opinión (*23).
Las conclusiones de Eugenio Ciscar tienen lógicamente el mismo contenido que los distintos elementos del análisis: «Entre una casa morisca o cristiana, no se observa, en general, una lista de objetos radicalmente diferentes», escribe, para precisar inmediatamente: «no obstante, hay particularidades y especificidades propias (*24)». Estas frases traducen bien a la vez la necesidad de introducir constantemente matices y la dificultad de la enunciación de una interpretación global. La que finalmente es adoptada por Eugenio Ciscar me parece ir un poco demasiado lejos en el sentido de la simetría y la armonía entre las dos comunidades. Yo concedo aún más importancia a las divergencias, que son por otra parte más numerosas que las indicadas. En efecto, si Eugenio Ciscar ve, en la gestión por cristianos-viejos de los albergues y tabernas del pueblo morisco de Tabernas, una señal probatoria de una coexistencia armónica, conviene recordar que la profesión de posadero estaba prohibida a los moriscos del reino de Granada, y en consecuencia, según toda probabilidad, a los moriscos del reino de Valencia. El posadero, cristiano-viejo, es para los minoritarios un mirón, un chivato, un delator colocado en medio de ellos intencionadamente.
Amalia García Pedraza dirigió un estudio meticuloso de 1.607 testamentos de Granada, de los que más de la mitad (840) son testamentos de moriscos. Es éste un trabajo pionero que abre considerables perspectivas. En efecto, no sospechábamos, antes de su estudio, que sería posible descubrir tantas últimas voluntades de cristiano-nuevos. Y será difícil probablemente encontrar en otra parte un conjunto tan extenso de documentos de la misma naturaleza. La tesis principal que desarrolla puede resumirse de la siguiente manera: la cuestión de conocer si los moriscos eran en conciencia cristianos convencidos o musulmanes que profesan secretamente el Islam no tiene sentido. Ante la presión de la religión cristiana que tenía un papel esencial de control social, los moriscos, o se negaron categóricamente a adoptar los ritos de la fe católica, o los asumieron con el fin de conseguir su integración social, aunque una parte de la sociedad morisca habría intentado por lo menos, y a menudo habría logrado, estos objetivos. Es esta última vía la que interesa —de manera radical y exclusiva— a Amalia García Pedraza. Sus miembros habrían pretendido, nos dice, hacer compatible su ser musulmán con su parecer cristiano. Habrían recurrido así al testamento como una maniobra de supervivencia económica y social, pero, a partir de los años 1540, habrían interiorizado la construcción ideológica de la sociedad cristiana que representaba la práctica. La tesis es ciertamente fuerte; sin embargo no es convincente. En primer lugar, tenemos derecho a preguntarnos sobre el grado de representatividad de los 840 testamentos de moriscos granadinos, en relación al conjunto de la población cristiana-nueva del reino de Granada. Amalia García Pedraza no puede en absoluto responder a la cuestión, debido a la desaparición de muchos protocolos notariales, pero los reunidos, que abarcan cuatro o cinco generaciones, no son más que la expresión de un reducido medio urbano de individuos poseedores de riquezas y deseosos de garantizar la transmisión de su patrimonio. No veo por qué esta preocupación fundamental tenía menos importancia después de 1540 que antes. Mientras que casi un tercio de los 767 cristianos-viejos piden ser enterrados revestidos con ropa de una orden religiosa, uno sólo (una mujer) de los 840 moriscos hace este mismo planteamiento (*25). Constatemos también que ningún morisco desea que su entierro tenga lugar en presencia de religiosos. Del mismo modo, Amalia García Pedraza presta poca atención a la composición de la comitiva fúnebre. Ésta se compone en los cristianos-viejos de miembros del clero secular, de colegas y de un número creciente de pobres, niños y miembros del clero regular, mientras que en la de los moriscos permanece limitada a veces al clero secular y a colegas (*26). ¿No es ello, en estos últimos, el servicio mínimo? Finalmente, el autor intenta probar que la elección mayoritaria por los moriscos del cementerio como lugar de sepultura no es un testimonio de resistencia. Citémosla:
A pesar de los textos oficiales y las advertencias eclesiásticas, los cementerios moriscos de la capital fueron espacios mucho más complejos, que demandan una interpretación mucho menos reductora que la que prevaleció hasta ahora en la historiografía, ya que no fueron observatorios a partir de los cuales los nuevos convertidos infringieron los valores de los vencedores y conservaron su credo islámico (*27).
Yo creo, por el contrario, que aunque el cementerio fue creado y bendecido por las autoridades —es el argumento de Amalia García Pedraza—, hacerse enterrar allí es a los ojos moriscos la menos mala de las soluciones y la menos distante de su práctica tradicional. Casi dos tercios de estos últimos lo eligen, porque es preferible a la iglesia parroquial a la que accede un extenso tercio. En paralelo, los cristianos-viejos eligen la mitad la iglesia parroquial, y la otra mitad la capilla de un convento. Solamente el 1% de los moriscos se entierran en un convento y un 0,5% de los cristianos-viejos en el cementerio (*28). ¿Tal contraste no tendría algún significado? El testamento no sería para muchos, por lo tanto, un acto indispensable, la mejor de las garantías públicas si quieren transmitir sus bienes en buenas condiciones, sino que implicaba la realización de gestos cuya dudosa espontaneidad queda a menudo por probar. Y cuando pueden, una parte de los moriscos contratantes pretende limitar el alcance tanto simbólico como material de éstos.
Si me retrasé tanto en el comentario de los trabajos citados, y más concretamente los de Eugenio Ciscar y Amalia García Pedraza, es porque sus hipótesis, sus demostraciones, su voluntario tono polémico también a veces, suscitan una infinidad de reflexiones y apelan al debate. Reconozcámoslo, definir, evaluar las relaciones entre dos comunidades diferentes con cinco siglos de distancia, a través de prismas siempre sesgados, es una tarea singularmente difícil. Con todo me parece posible extraer certezas, conocimientos, a partir de los cuales presentar algunas propuestas de trabajo con el fin de delimitar mejor los distintos aspectos de la cuestión que nos ocupa.
Numerosos trabajos, antiguos y recientes, lo destacaron: las relaciones entre viejos y nuevos cristianos fueron incesantes, ricas y variadas. Se admite hoy —Eugenio Ciscar y Javier Castillo recientemente lo recordaron de nuevo — que en realidad no existió ningún gueto. Ningún pueblo de población morisca ignoró la presencia de cristianos-viejos y, a la inversa, los moriscos residieron en medio de cristianos-viejos. Desde el punto de vista profesional, no hubo oficios exclusivamente de cristianos-viejos o exclusivamente de moriscos, aparte, sin embargo, de algunos (comadrona, posadero, encargado de baños, acuñador…) prohibidos a los moriscos. La convivencia en los lugares de trabajo y de residencia fue pues permanente. Y probablemente también en los lugares de ocio, aunque este último ámbito se haya abordado poco. Sabemos que en Motril pescadores moriscos y cristianos-viejos faenaban sobre barcas comunes y se distribuían las capturas (*29). En Vera, al norte de la provincia de Almería, los habitantes cristianos-viejos de la ciudad servían de garantes a los ganaderos moriscos cuyas manadas venían a hibernar en los pastos municipales (*30). En estas condiciones, las transferencias culturales fueron innumerables. Se sabe que los moriscos, sobre todo hombres, comprendían o hablaban el castellano o el catalán, y que cristianos-viejos habían adquirido un conocimiento más o menos profundo del árabe. La almalafa, la gran túnica que permite cubrir todo el cuerpo y ocultar la cara, era muy apreciada por las cristianas-viejas, aunque varias veces se promulgaron cédulas reales o resoluciones municipales prohibiendo su uso (*31). En el reino de Granada no había fiesta sin zambra, la danza morisca por excelencia. Se podría alargar indefinidamente la lista de las cesiones de los unos a los otros en materia de cocina, de hábitat, etc. El mestizaje, en todos los sentidos del término, se practicó.
Estamos seguros también de la diversidad de posturas y situaciones de los moriscos en sus intercambios con los cristianos-viejos. Amalia García Pedraza elabora un retrato elocuente del notario morisco Alonzo Fernández Gabano, ante quien pasaron un 90% de las escrituras de cristianos-nuevos que ella descubrió (*32). Éste era mayordomo de la hermandad del Santo Sacramento de su parroquia granadina, El Salvador, y estaba muy vinculado al sacerdote Alonso Orozco, buen conocedor de la lengua árabe. Este ejemplo se añade a toda una serie de ellos, que se sacaron a la luz desde un artículo pionero de Antonio Domínguez Ortiz, publicado en 1974 (*33). Disponemos hoy de información sólida sobre los Zegri, los Hermez, los Feri, etc., todos ellos notables de Granada. A la inversa, los monfíes Gonzalo el Seniz y El Partal, originarios de pueblos de la Alpujarra, multiplicaron durante muchos años los asaltos contra cristianos-viejos, antes de desempeñar un gran papel en el levantamiento de 1568 que abarcó casi todo el reino de Granada (*34).
Éstas son las dos posiciones extremas, que no excluyen muchas otras intermedias, dependiendo de numerosos factores: intensidad local de la política de aculturación, grado de cohesión de la comunidad morisca, actitud benévola u hostil de los cristiano-viejos, condiciones favorables o no en el trabajo, intereses y estrategias de cada uno, etc. Por ello, el abanico de posibilidades está de sobra abierto, y el investigador puede fácilmente hacer hincapié en el lado negro o en el lado blanco de las relaciones interétnicas (*35), eventualmente hasta el exceso; y yo creo que estamos viviendo, movidos por el celo de lo políticamente correcto, uno de estos excesos.
En efecto, ¿por qué rechazar sistemáticamente lo que nos dicen las fuentes oficiales, además reemplazadas por muchas otras? Por una parte, la aculturación es globalmente lenta a los ojos de las autoridades, por otra parte, el tratamiento discriminatorio en materia de fiscalidad o justicia es tan continuo, y las exacciones de todo tipo tan frecuentes, que la desconfianza, la amargura y el odio triunfan a menudo sobre cualquier otro sentimiento. ¿Por qué, por ejemplo, no conceder crédito a los innumerables textos que, hasta la víspera de la expulsión, nos dicen que una gran mayoría de los moriscos andaluces y valencianos conoce poco y mal las lenguas romances? ¿Por qué no admitir que las múltiples particularidades culturales de los moriscos hacen imaginar a mucho cristianos-viejos que están en presencia de seres rebeldes e inquietantes? Si se tejió una infinidad de relaciones interpersonales a diario entre las dos comunidades, los cristianos-viejos sólo trasladaron una única imagen, negativa, de los cristianos-nuevos, bien analizada por José María Perceval, y basada en una serie de estereotipos a los que se adhiere probablemente, sin gran dificultad, la población mayoritaria (*36).
¿Qué podían pensar los cristianos-viejos de los reinos de Granada y Valencia, o incluso de las Baleares, que tenían una gran familiaridad con el fenómeno del cautiverio en África del Norte, y que veían en sus vecinos moriscos una potencial quinta columna lista para ayudar al enemigo turco o berberisco? Se sabe que Francisco Márquez Villanueva refuta la existencia de una resistencia activa morisca —que él llama el mito de la conspiración (*37)—. Pero aunque éste es un mito —lo que es ya discutible—, lo importante es que los cristianos-viejos hayan creído en masa en su realidad. La imagen del traidor encubierto gravó excesivamente las relaciones intercomunitarias. Y por otra parte, no podemos olvidar que en sucesivas ocasiones las autoridades amenazan con sanciones a los cristianos-viejos que profiriesen injurias o insultos a los moriscos. La repetición de las prescripciones pone de manifiesto una vez más que este tipo de comportamiento era recurrente. Ahí radica un aspecto de la investigación, fundamental para la comprensión de las relaciones, que hasta ahora se descuidó.
¿Qué pensar incluso de los sentimientos de los moriscos en ausencia de fuentes pertinentes? Aquí aún es justo preguntarse sobre las consecuencias del traumatismo que representó la conversión. Varios investigadores hicieron hincapié en las conversiones voluntarias de miembros de la élite, haciendo pensar que el paso de la frontera religiosa se realizaba sin gran dificultad. Aunque esta idea, bastante extendida, es corroborada por el gran número de cristianos que, en cautiverio, por el contrario se pasan al Islam, debo reconocer sentir pena al hacerla mía. Está claro que una serie de notables midieron lo que tenían a ganar o perder antes de convertirse, mientras que otros correligionarios colocados ante el mismo dilema prefirieron tomar el camino del exilio. Pero sería tan absurdo pensar que estos últimos no hayan tenido la menor nostalgia de su país perdido, como creer en la ausencia de pesadumbres en los nuevos convertidos. La principal consecuencia fue que casi todos —¿quizás no los Zegri o los Fustero?— nunca rompieron los vínculos con su comunidad de origen. Lo que menos hubieran querido es que un cristiano-viejo mal intencionado se encargara de recordarles de dónde venían (*38). ¿No es interesante constatar que un 90% de los moriscos que testan se dirijan a Alonzo Fernández Gabano (*39)? ¿Por qué a él mejor que a un cristiano-viejo, si no es porque es morisco, y aunque aculturizado, este notario era menos propenso si cabe que sus colegas a aconsejar o imponer una sepultura en la iglesia parroquial mejor que en el cementerio? Por supuesto esto no es más que una hipótesis, ¿pero puede ser descartada? Conscientes de las coacciones, las discrepancias, las molestias, las exacciones de las que muchos moriscos fueron víctimas, los notables también fueron señalados por los estigmas de sus orígenes. Es, en definitiva, revelador que los de entre ellos “que ganaron la guerra” fueran colocados en la lista de los moriscos autorizados a permanecer en el reino de Granada. Habiendo sido examinados sus casos uno a uno, fueron considerados como súbditos de segunda. ¿No se sintieron profundamente humillados por este tratamiento (*40)? Es hora de hacer entrar al ámbito de la psicología, personal y colectiva, en nuestros estudios.
Necesitamos para este enfoque, como para todos los otros, no descuidar ningún tipo de fuente “oficial” o “no oficial”, civil o eclesiástica, local, regional o “nacional”, poco o muy mediatizada. Así como es necesario trabajar a todas las escalas. La micro-historia no tiene ninguna superioridad sobre la macro-historia y recíprocamente. Una es comparable al zoom del fotógrafo, otra al gran angular. La micro-historia nos permite ver aspectos insospechados de la realidad, por eso es infinitamente valiosa, a condición de no perderse en el detalle insignificante. Por el contrario, la macro-historia ofrece líneas generales y, por ello, las pautas indispensables que sirven de referencia. Es necesario pues variar los focales, locales, micro-regionales, regionales, nacionales, si se quiere al final ver claro. Este principio es la base de toda buena historia social e incluso de un relato breve.
Detengámonos de nuevo en las fuentes, y más concretamente en la fuente notarial, cuyas representaciones pueden ser innumerables y cuya explotación puede reservar infinitas enseñanzas, a condición de abordarlo sin a priori y de multiplicar preguntas y comparaciones. Yo comencé, hace varios años, el examen de unos protocolos de Mójacar, pueblo del Levante de Almería, prácticamente completos desde 1563 (*41). La investigación es especialmente apasionante porque la clientela del notario Andrés de la Cadena, cristiano-viejo, es absolutamente mixta. Entre los clientes del estudio, figuran sobre todo cristianos-viejos que viven en Mójacar y moriscos de Turre, lugar separado por cinco kilómetros del precedente. Los moriscos vienen también de otros pueblos vecinos: Cabrera, Teresa, etc.
Al leer los 200 primeros contratos, se saca la impresión que las relaciones intercomunitarias son estrechas por medio del trabajo. Por ejemplo, el 19 de enero de 1563, el cristiano-viejo Diego García y el morisco Juan Alfahar ponen fin al contrato que al parecer los había vinculado en 1557 y que debía durar hasta 1567. Los dos hombres tienen propiedades vecinas, y García, que era el adquirente, había quitado un olivo y tres higueras de la haza. Compensa al morisco dándole otras dos higueras. El 22 de enero, Juan Martínez, cristiano-viejo de Mójacar, compra una burra a Juan Zarrey, morisco de Turre. El 29 de enero, el pescador de Mójacar Gaspar Martínez salda cuentas con Francisco Abenzaba, morisco habitante de Las Cuevas, pueblo distante a una veintena de kilómetros, que le prestó dinero. El 9 de febrero, Antón de Córdoba de Mójacar vende al morisco Juan Luján de Turre un trozo de tierra de secano. El 18 de febrero, Luis Xativi de Turre compra unas cabras a Antón Gómez, sacerdote de Las Cuevas, etc.
Sin embargo, la gran mayoría de los contratos vincula a los miembros de una misma comunidad. Cuando, el 5 de junio, Alonso Hernández, concejal (regidor) de Mójacar, expide la lista de las sumas que se le deben, solamente se menciona a 17 cristianos-viejos y 4 moriscos. La muestra estudiada es demasiado escasa para que se puedan extraer conclusiones, pero la conjugación de varios factores parece poner de manifiesto que la innegable convivencia se caracteriza mucho por el control, por la soberanía de los cristianos-viejos. Aparece en primer lugar la figura del Marqués del Carpio, que no es en modo alguno señor jurisdiccional de los lugares (lo es de los pueblos cercanos de Sorbas y de Lubrín) pero cuyos bienes, entre otras cosas dos silos de cebada y un molino de aceite instalados en Turre, son localmente importantes. Los mayordomos, representando al marqués, son siempre cristianos-viejos de Mójacar. En tres días, entre el 7 y el 9 de marzo, uno de ellos vende cebada para sembrar a 30 habitantes de Mójacar, pero también a 59 moriscos de Turre y Cabrera. Otros cristianos-viejos ejercen una autoridad sobre los moriscos. Sin contar las circunstancias que obligan a los cristianos-nuevos a depender de la autoridad, la buena voluntad, del saber hacer de sus vecinos de Mójacar.
El notario reside, por supuesto, en Mójacar, pero incluso cuando un hilandero de seda quiera ser admitido en la sociedad por sus semejantes, es en Mójacar donde tiene lugar el examen. En mayo de 1543, una mujer de Turre, María Xauxi, realiza sus pruebas ante Luis Xativi, el inspector (veedor) nombrado por la villa de Mójacar y Hernando de Belmonte, alcalde de Mójacar. Los diezmos pagados por los moriscos de Mójacar, Turre, Cabrera y Teresa se arriendan en 1563 a Francisco de Lara, uno de los notables de Mójacar, y las de Bédar y Serena, otros dos pueblos de la comarca, a Juan García Manzano, otro notable del lugar. Cuando García Xativi se ve confiar la tutela de los bienes de una joven morisca, da poder al procurador Francisco de Lara para ocuparse de ello. Luis Xativi, hijo de Hernando, cuyos bienes fueron confiscados por la Inquisición, se confía a Hernando de Sosa, hombre del marqués del Carpio y solicitante de causa ante la Cancillería de Granada.
Es necesario prestar una atención extrema a la personalidad de los testigos de todos los contratos. Incluso aquí se codean cristianos-viejos y moriscos. Cuando el morisco Francisco Xauxi vende un trozo de viña a otro morisco, Luis Xativi, los cinco testigos son cuatro moriscos y un cristiano-viejo, Diego García. Cuando Gaspar Martínez, un pescador de Mójacar, reconoce deber dinero a Francisco Abenzada, morisco de Las Cuevas, los tres testigos son un morisco y dos cristianos-viejos. Cuando Alonzo Hernández, regidor de Mójacar, compra cebada al mayordomo del Marqués del Carpio, los tres testigos, entre ellos el alguacil de Turre Hernando Luján y su padre Juan, son todos moriscos. Pero este último caso es una excepción. En principio, los moriscos no son nunca testigos de transacciones concernientes sólo a cristianos-viejos. En cambio, es raro, por no decir rarísimo, que un cristiano-viejo no esté presente en un contrato firmado entre moriscos. Y cuando la escritura es “mixta”, por lo común los testigos pertenecen a las dos comunidades con una clara mayoría de cristianos-viejos. Destaquemos además que los testigos moriscos son casi siempre intérpretes al mismo tiempo, cuya competencia es indispensable para el buen desarrollo de la transacción. Se destaca la presencia de 16 de ellos durante los seis primeros meses de 1563, y de un solo cristiano-viejo. Por lo tanto, en la notaría, como para mucho otros actos públicos y privados, parece que los moriscos estén bajo la tutela de los cristianos-viejos, y sobre todo teniendo en cuenta que es el mismo pequeño grupo de habitantes de Mójacar, donde tienen casi siempre responsabilidades (regidor, alcalde…), quienes acaparan la función del testimonio.
Cómo interpretar este haz de datos pertenecientes a un espacio rural reducido a las antípodas económicas y culturales del entorno granadino estudiado por Amalia García Pedraza. Aceptaremos que no hay más aquí que allí de corte radical entre cristianos-viejos y moriscos. Sus condiciones materiales de vida son bastante homogéneas, puesto que unos y otros son a menudo pequeños campesinos. Los intercambios son nutridos y el elevado número de hombres moriscos —alrededor de la mitad de los que viven en Turre, cualificados en aljamía y por tanto capaces de comprender la lengua castellana— lo certifica. Entre esta gente se colocan los miembros de las familias más adineradas, comenzando por los Luján (Luis, Juan, Hernando, García). No hay duda que maestros del molino de granos de Turre desempeñan un papel fundamental como intermediarios, como quizá del lado cristiano-viejo Andrés Salmerón, el único que aparentemente comprende la lengua árabe.
Imaginemos por tanto un momento la situación concreta. Los moriscos, de los que ninguna mujer puede expresarse sin recurso de un intérprete, debían de hablar árabe entre ellos, incluso en su lugar de trabajo, a riesgo de exasperar a los cristianos-viejos a quienes se les escapaba todo el sentido de la conversación. Añadamos aquí las frecuentes incursiones berberiscas sobre la costa cercana, algunos moriscos locales que se sabe se instalaron en el norte de África, y he aquí la sospecha que ronda permanentemente. No es más aventurado creer que los moriscos estaban, individual y colectivamente, mortificados por el sometimiento del que eran objeto.
Entonces, si bien hubo coexistencia innegablemente, debemos preguntarnos sobre sus modalidades. Coexistencia no significa confianza recíproca, lo que existe demasiada tendencia a olvidar. El ejemplo de Mójacar-Turre no tiene por supuesto valor general. Pero el campesino del Levante de Almería no está más alejado del modelo del morisco del reino de Granada que el notable de la ciudad del Darro. Lo importante es acumular monografías que aporten puntos de vista diferentes. A la espera, destacando al mismo tiempo el interés del recurso a la fuente notarial, no olvido los límites. Para corregir su carácter estático, es necesario buscar en otra parte el análisis de un proceso. Desde este punto de vista, son indispensables las fuentes judiciales, esencialmente los pleitos, incluso inquisitoriales. Demos un ejemplo de ello.
En Sevilla, en 1580, había poco más de 6.000 moriscos, lo que debía representar del 6 al 7% de la población total de la ciudad (*42). Casi todos eran granadinos expulsados de su territorio de origen al final de la sublevación de las Alpujarras. Muchos habían llegado en noviembre de 1570. Diez años más tarde parecían relativamente bien integrados en la ciudad de Guadalquivir. Se distribuían principalmente entre tres barrios: Feria, San Bernardo y Triana. Ejercían generalmente pequeños oficios de la artesanía y el comercio, o estaban al servicio de particulares cristianos-viejos, como criados e incluso como esclavos. Eran, por término medio, gentes modestas, cuya situación económica iba mejorando. El número de esclavos, entre ellos, disminuía por medio de la manumisión.
El 9 de junio, un sacerdote de la parroquia de San Lorenzo se presentó ante el Asistente de Sevilla (es decir, del gobernador) para denunciar una conspiración de moriscos, prestos a apoderarse de la ciudad la noche del 28 al 29 de junio, día de San Pedro y San Pablo, a extender el movimiento a toda Andalucía occidental y ganar las montañas del reino de Granada. Una cincuentena de personas fue detenida, las autoridades se interesaron más concretamente por una quincena de entre ellas y sobre todo por el líder, presuntamente Hernando Muley, y su hijo Alonso Enríquez, un adolescente de 17 años, que confesaron bajo tortura. La lectura del nutrido expediente del pleito nos deja perplejos. ¿Qué es lo que ocurrió realmente? Sin duda hubo reuniones entre distintas personas que habían concebido un proyecto confuso e irrealizable, y pronto el rumor de la conspiración se extendió por la ciudad.
Por último, si la realidad profunda del asunto se nos escapa, está claro que la sociedad cristiana-vieja sevillana en su conjunto —y eso es lo que importa— creyó a los moriscos capaces de poner la zona a fuego y sangre. Los testimonios nos dicen que bandas de niños perseguían a los cristianos-nuevos a pedradas, que los cristianos-viejos vigilaban los movimientos de sus vecinos moriscos a través de agujeros en las paredes medianeras, que los familiares sospechaban del jardinero morisco de haber envenenado el pozo, etc. Por doquier se supone a los moriscos la intención de una conspiración internacional, de la cual serían el alma y en la que participarían turcos, berberiscos y portugueses. Los habitantes de Sevilla apenas dudaron para, el 20 de junio, saquear las casas de los moriscos, y que sus moradores fueran molestados por los soldados de las galeras que recalaban en el puerto y por cristianos-viejos de la ciudad. También tuvieron lugar desórdenes en el pueblo de Guillena donde, también allí, el grupo morisco sirvió de chivo expiatorio. Era necesaria una muy firme intervención de las autoridades (el Asistente, el capitán de las galeras) para poner fin a los excesos. Es paradójico constatar que un supuesto proyecto de rebelión morisca se transformara en motín en el que las minorías fueron las víctimas.
El asunto es de lo más interesante desde todos los puntos de vista. Pone de manifiesto que las relaciones entre las dos comunidades eran singularmente complejas. Su intensidad en el estricto sentido del término no nos dice nada de los sentimientos probados con respecto a vecinos que son los otros. ¿Cómo medir lo no dicho? ¿Cómo detectar la frustración, el rencor, la desconfianza, el miedo al que pocos individuos escapan? ¿No es significativo que entre los moriscos detenidos en el verano de 1580 figuraran miembros de las familias Muley o Enríquez Caybona, que Amalia García Pedraza coloca en las filas de los que habían adoptado los modales del perfecto cristiano-viejo y que habían pensado insertarse sin pugna en la sociedad mayoritaria? Su planteamiento no era probablemente tan simple como el que cuenta la historia granadina. Y, en cualquier circunstancia, se les podían recordar los estigmas de sus orígenes.
Estos hombres y estas mujeres han visto casi todas sus esperanzas frustradas. Una situación de crisis como la de Sevilla en 1580 sirve de indicador en cuanto a la verdadera naturaleza de las relaciones. Cristianos-viejos y moriscos pudieron vivir mucho tiempo codo con codo sin conocer un auténtico conflicto, pero la menor tensión descubre los sentimientos. Un acontecimiento inesperado o excepcional nos enseña mucho sobre las relaciones cotidianas, ya que está plagado de indicios. Entre los protagonistas de los incidentes sevillanos figuran antiguos campesinos de Las Alpujarras y antiguos notables de Granada, entre los que no están ausentes algunos Muley y López Caybona.
A partir de los acontecimientos ocurridos en la ciudad de Guadalquivir, podemos intentar reconstituir las trayectorias de unos y otros. En este sentido se abre un trabajo enorme que conectaría las elecciones y los hechos de los protagonistas del levantamiento de los moriscos del reino de Granada de 1568-1570 a su anterior vida cotidiana “ordinaria”. Para llevarlo a cabo, debemos retornar a nuestros queridos archivos y a nuestras queridas bibliotecas. Es necesario, en definitiva, movilizar el mayor número de fuentes posibles, sin exclusiva, y cruzarlas entre ellas. La confrontación, entre otras cosas, de los protocolos notariales y documentos judiciales, y aquí estoy en pleno acuerdo con Eugenio Ciscar, nos promete bonitas cosechas. Una evaluación equilibrada de las relaciones intercomunitarias está en juego. Hago hincapié en el adjetivo “equilibrado”, ya que si bien una oposición radical y permanente entre moriscos y cristianos-viejos no corresponde de ninguna manera a la realidad, una integración a la sociedad cristiana, querida tanto por las minorías como por las mayorías y convertida en imposible por la política de la Monarquía y la Inquisición, me parece indicar a la vez el angelismo y la caricatura. Hace veinticinco años, Antonio Domínguez Ortiz y yo habíamos utilizado en un libro la expresión de “difícil convivencia”. Hoy aún estas dos palabras juntas me parecen dar cuenta del ingente número de situaciones que tuvieron que afrontar las dos comunidades. Y la difícil convivencia se aleja por supuesto de esta armonía a nivel local en la cual querríamos creer. Armonía que no es, me temo, a imagen de la sociedad de las tres religiones de la Edad Media, más que un mito.
Notas
1. Eugenio Ciscar Pallarés, « La vida cotidiana entre cristianos viejos y moriscos en Valencia », Felipe II y el Mediterráneo, Ernesto Belenguer Cebriá (éd.), Madrid, 1999, vol. II, Los grupos sociales, p. 559-591.
2. « Los hechos históricos y la necesidad coetánea de explicarlos o justificarlos terminan dejando huella sólida, y duradera, en particular en regímenes de carácter más o menos absoluto. Los intereses oficiales, unidos a la conveniencia de ofrecer a un público lector aquello que pide o espera en un momento dado, acaban por configurar imágenes, esquemas, visiones […] que adquieren rasgos de veracidad, de firmeza dogmática, de argumento evidente susceptible de recurso fácil cuando se considera oportuno. Tales formulaciones pesan luego como una losa, o propician la confusión, cuando posteriormente los historiadores pretenden aproximarse a la verdad histórica, incluso con criterio equilibrado, independiente y crítico, pero también sujetos a las servidumbres inevitables de ser hijos de su tiempo. », ibid., p. 559 et p. 569.
3. Diego Hurtado de Mendoza, Guerra de Granada hecha por el rey de Espaňa don Felipe II contra los moriscos de aquel reino sus rebeldes, éd. Bernardo Blanco-González, Madrid, 1970 ; Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada, BAE, t. XXI, Madrid, 1946.
4. Jaime Bleda, Crónica de los moros de España (Valencia, 1618), Valencia, 2001 ; Pedro Aznar Cardona, Expulsión justificada de los moriscos espaňoles (Zaragoza, 1612) ; Guadalajara y Javier, Marcos, Memorable expulsión y justísimo destierro de los Moriscos de España (Pamplona, 1613).
5. Fernand Braudel, « Conflits et refus de civilisation : espagnols et morisques au XVIe siècle », Annales ESC, 1947, p. 397-410.
6. Rafael Benítez Sánchez-Blanco, Moriscos y cristianos en el Condado de Casares, Córdoba, 1982.
7. Julio Caro Baroja, Los moriscos del reino de Granada, Madrid, 1957.
8. « La revisión de la muy vasta colección de Protocolos de notarios (no catalogada) permitió comprobar que no se hallaban en ella los libros de los notarios ante los cuales los moriscos registraban sus pactos (cuyos nombres nos han sido conservados en los registros de deudas entre cristianos viejos y nuevos), tampoco se los encuentra en la rica colección de protocolos del Colegio de Corpus Christi, cuyo catálogo pude consultar », en Tulio Halperin Donghi, Un conflicto nacional. Moriscos y cristianos viejos en Valencia, Valencia, 1980, p 13. Este trabajo fue publicado inicialmente en Cuadernos de Historia (Buenos Aires) en 1955 y 1957.
9. Nicolás Cabrillana, Almería morisca, Almería, 1982.
10. « reivindicación de la historia local - interdisciplinaridad - utilización de fuentes “alternativas” », Amalia García Pedraza, Actitudes ante la muerte en la Granada del siglo XVI. Los moriscos que quisieron salvarse, 2 vol., Granada, 2002, p 90.
11. Francisco Márquez Villanueva, El problema morisco (desde otras laderas), Madrid, 1991, p. 6 y p. 168.
12. « finalmente, una parte de la historiografía ha sido víctima de un craso error. Ha otorgado a los papeles “estatales” e inquisitoriales una credibilidad que nunca debió conceder » / « me limitaré a plantear si se puede calificar de científica la actitud que se ha adoptado frente a las fuentes que han servido para defender la condición islámica de los nuevos bautizados » / « mi propósito no es negar tal condición », Gregorio Colás Latorre, « Los moriscos aragoneses : una definición más allá de la religión y la política », Sharq al-Andalus, n° 12, 1995, p. 148 y 150.
13. « ni el Santo Tribunal ni el Consejo de Estado ni sus corifeos tienen el monopolio de la verdad, ni agotan la realidad », Gregorio Colás Latorre, ibid., p. 161. En un trabajo más reciente, expresa el deseo siguiente : « la nouvelle histoire morisque devrait dans ses recherches se demander […] si c’est le peuple qui, par ses relations et comportements, définit les lignes séculaires convergentes, alors que le pouvoir trace et impose la divergence, la distanciation, l’annulation, en définitive, de l’autre » (« en la nueva historia morisca debería investigar […] si el pueblo, con sus relaciones y comportamientos define líneas seculares convergentes mientras el poder está trazando e imponiendo la divergencia, el distanciamiento, la anulación, en definitivo, del otro »), « Los moriscos aragoneses : estado de la cuestión y nuevas perspectivas », VII Simposio Internacional de Mudejarismo, Teruel, 1999, p. 260.
14. Ibid., p. 128.
15. Santiago La Parra, Los Borja y los moriscos, Valencia, 1992 ; Juan Aranda Doncel, Los moriscos en tierras de Córdoba, Córdoba, 1984 ; Javier Castillo Fernández, Estructuras sociales, capítulo V de Historia del reino de Granada, t. II, Manuel Barrios Aguilera (ed.), Granada, 2000.
16. « Cristianos y moriscos. De la diversidad antitética a una semejanza matizada ».
17. « protocolos notariales, los cabreves de propiedad de la tierra, son fuentes en principio más espontáneas y menos “interesadas” que las oficiales aunque no por ello inmunes a la desviación y necesitadas de una crítica pormenorizada », Eugenio Ciscar, op. cit., p. 570.
18. « En el fondo, lo que verifica la documentación es perfectamente razonable y lógico : en ausencia de fuertes intereses contrapuestos, de segregacionismos racistas o de radicalizaciones revolucionarias, las gentes que viven próximas, aún en el mantenimiento de su propia identidad u origen, tienden a comunicarse, a intercambiar mercancías, conocimientos, a hacerse entender mediante la palabra, a copiar mutuamente hábitos y costumbres, a luchar conjuntamente en la defensa de sus derechos o para resolver sus problemas comunes […] a ser cada día menos diferentes en suma », F. Márquez Villanueva, op. cit., p. 591. Por mi parte, creo que el corte así definido entre las dos esferas es artificial. Se sacan, a este respecto, muchas conclusiones del libro de Rafael Benítez Sánchez-Blanco Heroicas decisiones, Valencia, 2001.
19. « en este ámbito nuestra información es menor, pero sí que parece que las moriscas usaban una pieza singular, al menos en algunas ocasiones: el alquinal (o alquenal), especie de toca que les cubría la cabeza », ibid., p. 582.
20. « Moriscos y cristianos están sujetos a una misma fiscalidad, salvo una pequeña excepción », ibid., p. 586.
21. « en las dos comunidades impera un sistema de familia nuclear […] no obstante, esa situación no se contradice con la conciencia de pertenecer a un grupo familiar general, superior, troncal, unido por lazos de cierto parentesco y solidaridad, quizá más fuerte entre los moriscos », ibid., p. 584.
22. Archivo General de Simancas (AGS), Expedientes de Hacienda, leg. 117.
23. Ver Bernard Vincent, Minorías y marginados en la España moderna, Granada, 1987.
24. « Entre una casa morisca o cristiana no se observa, en general, una relación de objetos radicalmente diferentes […] No obstante, existen peculiaridades y especificidades propias ! », Eugenio Ciscar, op. cit., p. 579.
25. A. García Pedraza, op. cit., p. 565 sq.
26. Ibid., p. 583.
27. « A pesar de textos oficiales y reproches eclesiásticos, los cementerios moriscos de la capital fueron espacios mucho más complejos que necesitan de una interpretación bastante menos reduccionista de la que hasta ahora ha venido predominando en la historiografía, porque no fueron Atalayas desde las que los conversos, transgredieron los valores de los vencedores y resguardaron su credo islámico », ibid., p. 636.
28. Ibid., p. 626.
29. AGS, Expedientes de Hacienda, legajo 131.
30. Archivo Municipal de Vera, libros 947-849.
31. Bernard Vincent, « Espace public et espace privé dans les villes andalouses (xvie-xviie siècles) », dans D’une ville à l’autre : structures matérielles et organisation de l’espace dans les villes européennes (XIII - XVI), J. Cl. Maire Vigueur (Ed.), Rome, 1989, p. 711-724.
32. A. García Pedraza, op. cit., p. 232-337.
33. Antonio Domínguez Ortiz, « Algunos documentos sobre moriscos granadinos », dans Miscelánea de Estudios dedicados al profesor Antonio Marín Ocete, Granada, 1974, t. I, p. 247-254.
34. Ver, por ejemplo, Enrique Soria Mesa, « De la conquista a la asimilación. La integración de la aristocracia nazarí en la oligarquía granadina », Áreas, 1992, p 49-64 ; Camilo Álvarez de Morales, « Lorenzo el Chapiz y el “negocio general” »,Quturba, 1, 1996, p. 11-38 ; Javier Castillo Fernández, « El sacerdote morisco Francisco de Torrijos, un testigo de excepción en la rebelión de las Alpujarras »,Chronica Nova, 1996, p. 465-492.
35. Ver B. Vincent, « Les élites morisques grenadines », en Homenaje a Agustín Redondo, Madrid, Siglos Dorados, p. 1467-1479.
36. José María de Perceval, Todos son uno, Arquetipos, Xenofobia y racismo en la Monarquía española durante los siglos XVI y XVII, Almería, 1991.
37. F. Márquez Villanueva, op. cit., p. 141 sq.
38. En los pueblos de Abla y Fiñana los Bazán, descendientes del tío de Boabdil, último emir de Granada, están en pleito durante todo el siglo XVII con sus conciudadanos que los consideran como simples plebeyos. Ver José Luis Ruiz Márquez, « Los Bazán de Abla y Fiñana, un linaje de conversos », en Homenaje al Padre Tapia, Almería en la Historia, Almería, 1988, p. 403-416.
39. A. García Pedraza, op. cit., p. 332.
40. Aparte del caso de los Bazán de Abla, citado más arriba, se puede alegar el ejemplo del incidente que enfrentó, en 1545, a Francisco Núñez Muley y al Secretario Hernán García de Valera, que trató al notable morisco de “perro moro”. El pleito lo refleja A. García Pedraza, op. cit., p. 940-948.
41. Archivo Provincial de Mojácar, Protocolos, 1882.
42. Yo propuse un análisis del asunto sevillano en B. Vincent, « Les rumeurs de Séville », en Vivir el siglo de oro. Poder, cultura e historia en la época moderna. Estudios en homenaje al profesor Ángel Rodríguez Sánchez, Salamanca, 2003, p. 165-177.
Original en francés publicado en Cahiers de la Méditerranée, nº 79 - 2009
Profesor en el EHESS de París. Historiador de España e Hispanoamérica en la Época Moderna, gran especialista en los moriscos, ha publicado numerosos artículos y obras, entre los que un libro escrito en colaboración con Antonio Domínguez Ortiz se convirtió en fundamental: Historia de los moriscos. Vida y tragedia de una minoría, Madrid, Biblioteca de la Revista de Occidente, 1978 (reed. Madrid, Alianza Editorial, 1984, 1989). Recientemente ha publicado El río morisco, Universitat de València, Universidad de Granada, Universidad de Zaragoza, 2008 (1ª ed., Valencia, 1980).
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Khaled Rachico