José Urbano Priego
No tengo por costumbre replicar a la sarta de publicaciones sectarias y propagandísticas que, especialmente, en los últimos meses van apareciendo en los medios sobre el tema de los moriscos, no obstante hoy haré una excepción. Ya esperaba esa reacción —y así lo dejé escrito en mi blog— tras la iniciativa del Grupo Parlamentario Socialista, presentada por el diputado Sr. Pérez Tapias en noviembre de 2009, instando al Gobierno de España a estrechar los lazos con los descendientes de los moriscos desterrados, y que fue tachada, en el mejor de los casos, de disparate por las vacas sagradas de la derechona caciquil. Esta dignísima propuesta fue acogida por algunos conocidos medios reaccionarios con un tono burlesco y despreciativo, con esa typical guasa tabernaria que algunas plumas prepotentes esgrimen para desdeñar cualquier idea que no comparten.
Algo similar ha ocurrido más recientemente a raíz de la presentación de la candidatura para el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2010 para los descendientes de los Moriscos-Andalusíes, propuesta por diversas organizaciones sensibilizadas con este hecho singular de nuestra historia. Entre los múltiples argumentos en que se basa tal petición, se apuntaba que tal distinción ya fue concedida en 1990 a las Comunidades Sefardíes (“Parte entrañable de la gran familia hispánica, que salieron de la Península Ibérica hace quinientos años con las llaves de sus casas en las manos”, según consta literalmente en la página oficial de la Fundación Príncipe de Asturias), que también sufrieron una represión y expulsión similar en 1492, es decir 117 años antes del destierro forzoso de los moriscos, acaecido en 1609. Hago esta comparación de fechas para restregársela a quienes arguyen, que son muchos, que es de lerdos revisar unos hechos acaecidos hace cuatro siglos.
En este sentido, me ha indignado especialmente el contenido y el tono de un programa de radio dirigido por César Vidal, quien en su edición del pasado 2 de junio leyó una perorata, reproducida como editorial el mismo día por el diario LA RAZÓN, derramando una artificiosa versión sobre los moriscos que era puro veneno para las conciencias que no acostumbran a discernir sobre lo que escuchan por las entrañables ondas de radio o lo que leen en letra impresa. Anecdóticamente, durante la entradilla de presentación del espacio radiofónico se escuchaba un tema musical del converso Yusuf Islam, antes el famoso Cat Stevens.
Si desconociera al autor de estas martingalas, achacaría inocentemente tal despropósito a la simple ignorancia, propiciada por siglos de constantes campañas propagandísticas estatales contra “el moro”. Pero resulta que César Vidal es todo un Doctor en Historia, por lo que ya hablamos de otra cosa, aún sabiendo que un título universitario no inmuniza contra el sectarismo, ni, a veces —no digo que sea el caso—, contra la estulticia.
Comienza su soflama César Vidal relatando las atrocidades cometidas por los moriscos, y moriscas, contra los cristianos viejos y el clero durante la Rebelión de la Alpujarra de 1568. Continúa tachando la naturaleza de los moriscos como de traidores a su patria, por aliarse con piratas turcos y moros, los enemigos de España. Todo ello con profusión de detalles macabros, presentando al colectivo como una vulgar horda de sanguinarios. Prosigue con la mencionada candidatura al Premio Príncipe de Asturias, diciendo que la apoyan “los abajo firmantes habituales”, destacando entre ellos “al comunista José Saramago”, “al tercermundista Sami Naïr”, refiriéndose al catedrático, sociólogo, filósofo y politólogo francés (supongo que lo de tercermundista será por haber nacido en Argelia) o “al pro-islamista Goytisolo”. Sólo con estos calificativos, pronunciados con desdén para vilipendiar, ya me puedo hacer una idea del talante —podría haber puesto otro término, pero he preferido talante— del locutor. Pero, desgraciadamente, esto no era sino el principio de una retahíla de exabruptos propios de una mente aviesa y fanática, que no me apetece enumerar ahora. Resulta más que evidente que al autor del discurso complació tal medida de expolio y expulsión de 1609, y sólo le faltó mofarse del sufrimiento y desarraigo de los desterrados.
No hace falta saber mucho de Historia para observar que el fenómeno morisco arranca mucho antes de la Rebelión de la Alpujarra de 1568. Fue en 1502 cuando la católica Isabel I de Castilla firmó la famosa Pragmática por la que abolió de un plumazo la creencia islámica en los territorios hispánicos. Esta ley violó sin escrúpulos los acuerdos firmados —por escrito— con Boabdil, que garantizaban los derechos civiles de los musulmanes tras la entrega de Granada, y obligaba a éstos a cristianizarse o al destierro con lo puesto. Es decir, que el fenómeno morisco comenzó con un grave incumplimiento institucional de lo firmado entre tres reyes, lo que no aportaba demasiadas garantías para la posterior relación entre cientos de miles de ciudadanos españoles con sus soberanos formales. El atropello sistemático contra este colectivo que prosiguió hasta su definitiva expulsión en 1609 es de sobras conocido. Si tras las masacres que padecieron, auspiciadas por el propio Estado en nefasto contubernio con la Iglesia, si después de estas humillaciones sistemáticas, insisto, un colectivo no es capaz de sublevarse es que no tiene sangre en las venas. Cuando a un pueblo se le demoniza con argucias, se pisotea sus derechos básicos, se le masacra, se le humilla… ¿No es natural que explote? ¿No es natural que busque alianzas externas que suavicen su tormento? Tenemos un triste ejemplo en estos días en el pueblo palestino de Gaza. Quiero decir con esto, doctor César Vidal, que cuando llegamos a la Rebelión de la Alpujarra de 1568 ya habían sucedido demasiadas cosas difícilmente olvidables, y que no ponían precisamente en buen lugar a los artífices de aquella inhumana represión.
Es preciso señalar también que aquella sublevación popular, llevada a cabo por grupúsculos de civiles (la mayoría campesinos, artesanos, comerciantes, etc.), deslavazados, desarmados o armados con aceros de fabricación casera u hondas de cabrero —véase Intifada— fue cruelmente sofocada por los Tercios del mayor ejército profesional de la época en todo el mundo. Los desmanes de la soldadesca también son conocidos. También la vil ejecución de miles de ancianos, mujeres y niños, para mayor gloria de sus artífices.
Y volviendo a la génesis del conflicto, tampoco hay que saber mucha Historia para conocer, pese a quien pese, que los ocho siglos de presencia islámica en la Península Ibérica conocieron un esplendor que pocas civilizaciones pueden ostentar. No es preciso recurrir a las tesis de Ignacio Olagüe, ni siquiera a Américo Castro (ambos tan vilipendiados por las cruzadas pelayistas) para saber que el antiguo Al-Ándalus no era un espacio sólo de árabes y bereberes, que los había aunque en un número irrelevante. Era el territorio de unos ciudadanos hispánicos, los lugareños, que se fueron islamizando voluntaria y gradualmente al tener conocimiento de un sistema vital mucho más justo y refinado que el que existía en nuestra tierra, y en toda Europa, en esa época. ¿De qué reconquista hablan si no hubo conquista previa? Aquéllos fueron siglos de constantes flujos migratorios entre Europa, la Península Ibérica y África, en ambos sentidos. Lo que ocurrió fue la llegada a nuestra tierra —igual que llegó a China— de un modelo nuevo, el Islam, con el atractivo vigor de los sistemas revolucionarios emergentes, que sedujo a la población autóctona de nuestra península, en contraposición a la barbarie que ofrecía el viejo modelo católico, seriamente pervertido y desviado ya de las enseñanzas primigenias del profeta Jesús (la Paz sea con él).
El sistema sectario y excluyente que acabaron imponiendo por la fuerza los Reyes Católicos no consistió en el restablecimiento de una identidad “española” arrebatada en los últimos ocho siglos, sino en un diseño identitario de nuevo cuño. Este sistema se basó en el odio hacia el Islam porque necesitaba de un enemigo para auto-afianzarse (esto me suena a algo que está ocurriendo en pleno siglo XXI), y no tuvo ningún respeto ante quien significara una diferencia. Que se le pregunte al binomio Iglesia-Estado acerca de su papel con la inefable Santa Inquisición. Lo que se llamó España a partir de los Reyes Católicos ya existía desde mucho antes, con diferente régimen jurídico y organizativo, y su amalgama racial y cultural fue precisamente uno de los rasgos que propició que brillara con tanta intensidad bajo la catarsis islámica.
Numerosos historiadores actuales coinciden en que el execrable genocidio cometido por el Estado español contra los moriscos en 1609 fue una decisión arbitraria, innecesaria y contraproducente para los intereses de España. Un golpe de efecto del duque de Lerma para tapar sus propias corruptelas con el beneplácito de un rey incapaz para los negocios de Estado, Felipe III. Significó una de las páginas más vergonzosas de nuestra historia porque puso de manifiesto que estábamos gobernados por un aparato estatal que cayó en la indecencia de sacrificar a cientos de miles de sus ciudadanos —tan españoles como usted, César Vidal, o como yo mismo— con tal de perpetuar su rancio modelo racista y sectario, y desviar así la atención de los verdaderos problemas del momento. Después vinieron las campañas propagandísticas costeadas por el Estado de Felipe III y sus sucesores, sirviéndose de escritores, cronistas o poetas afines, para crear opinión (que si turcos, que si piratas…) entre la ciudadanía y para defender lo indefendible.
Como escribió el prestigioso profesor Pedro Martínez Montávez, mientras no sepamos dónde poner Al-Ándalus, los españoles seguiremos bastante perdidos en lo que a nuestra identidad se refiere. Mientras a muchos les siga fastidiando, como mantiene el profesor de la Universidad de Harvard Francisco Márquez Villanueva, que el rey Boabdil es tan español como Isabel de Castilla, viviremos los españoles en una especie de esquizofrenia nada higiénica. Debe recordarse aquí que la dinastía nazarita fue la más longeva de cuantas han reinado en España hasta ahora. En mi modesta opinión, me consta que compartida por algunos intelectuales, el mito de las dos Españas tiene su origen en los Reyes Católicos por su error al manejar la relación con los últimos musulmanes de Al-Ándalus, y no en la manida dialéctica derecha-izquierda. Han pasado cinco siglos, y así seguimos. Muy sintomático.
Por último, quiero defender desde estas líneas el derecho inalienable de libertad de conciencia, desde mi perspectiva de español de pura cepa, siendo musulmán, y el derecho a no ser estigmatizado por el dedo acusador de quienes sólo ven traidores y sospechosos por el mero hecho de inclinar la frente en la dirección de La Meca. Aquellos moriscos defendían lo mismo. Aunque ahora corren tiempos más respetuosos y tolerantes, ¿o no?
حسبنا الله و نعم الوكيل
ResponderEliminarAlah nos basta y mejor protegedor es.
Assalamu aleikum, deseo fervientemente fecilitarle por su artículo.
ResponderEliminarGustavo (Ahmed ) Acevedo
mmm te has preguntado el por que de la fobia popular hacia tu credo???
ResponderEliminarseria bueno ser un poco autocritico de vez en cuando, personalmente mi iglesia no es precisamente la mas puritana pero hemos sido capaces de aceptar y enmendar nuestros errores en post de las buenas relaciones con nuestros iguales y por la la enmienda que por justicia humana se declara
Me imagino que hay mucha gente en expaña que están de acuerdo con César Vidal. Ellos, optaron por guardar silencio, pero él decidió hacer propaganda.
ResponderEliminar_________________
Khaled Elreychico
Me gusta el post, interesante y te permite pensar. Solo una matización: a mi me parece que en esa época España no existe, no se ha formado aun. Existe Castilla, Aragón, Granada, Navarra, etc. pero no España.
ResponderEliminarPor lo tanto ni "las dos Españas" es una creación de esta época, ni Boabdil e Isabel de Castilla eran españoles, uno era granadino y la otra castellana, pero no españoles.
Tienes razón, por supuesto. Es una forma de hablar para entendernos, por la que han optado muchos autores. Hispania, reinos hispánicos, las Españas... son términos más apropiados para aquella época. No obstante, a partir del siglo XVI ya se fue conformando la nueva entidad que hoy llamamos España y cuando empezó a fraguarse el concepto de unidad territorial y conceptual. A mi juicio ahí arranca el proceso de dilucidar la identidad nacional: lo que habíamos sido y lo que pretendíamos ser.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario. Saludos,