Pedro Martínez Montávez
Catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Madrid
No hay que ser un lince para advertir que el singular y excepcional patrimonio del pasado árabe e islámico de España vuelve a ser puesto en solfa. Quiero decir que, desde hace ya unos cuantos años, está sometiéndose de nuevo a revisión la cuestión de Al Andalus, pasada nuevamente por el tamiz con variable acierto, conocimiento de la materia e intención. En realidad, se trata de una discusión ya muy vieja entre hispanos, hasta aburrida, raída, y en muchos aspectos de perversos efectos más o menos duraderos y profundos. Pero es también una cuestión guadiánica, es decir, que desaparece y reaparece. Señal clara de que no hemos acertado todavía a plantearla. Hace décadas que llegó a la que ha sido hasta ahora, a mi entender, su cumbre académica, intelectual e ideológica: la polémica establecida, de forma tan sui generis, entre don Américo Castro y don Claudio Sánchez Albornoz. La verdad es que ahora, lamentablemente, no se alcanzan tales cimas y mucho me temo que no se vuelvan a alcanzar, a la vista del talante y la tónica imperantes en la revisión. Posiblemente también se esté reflejando en esto el enorme desfondamiento que aqueja a nuestra cultura actual.
Lo dicho y escrito resulta ya abundante y variado, tiene su origen en múltiples procedencias, cuenta con muy variados estímulos y motivaciones y está acicateado también por muy distintos propósitos, más o menos confesados o disimulados. Al toque de rebato se vienen sumando con alborozo historiadores, literatos, arabistas, comunicadores, periodistas, políticos, hasta un largo etcétera de profesionales diversamente cualificados. Todo ello es prueba irrefutable de la gran entidad e importancia del tema, de la poderosa atracción que ejerce desde todas las dedicaciones y perspectivas, de su permanencia y actualidad indiscutibles, y de la necesidad imperiosa de volver a plantearlo de la forma más correcta, sincera, valiente y racional posible. No faltan en el panorama los híbridos de muy variada formación y condición, y abundan asimismo las manifestaciones contaminadas, en grado y proporción diferentes, de la incontenible tendencia de neoislamofobia creciente. Hasta ha terciado en la cuestión un ex presidente del Gobierno español, con manifestaciones tan insensatas como pintorescas, que son buena muestra de revisionismo histórico mezquino y cazurro y de la maligna influencia que ejercen las tendenciosas ideologías atávicas subyacentes. De momento, trastos así hay que meterlos en el desván.
El profesor Valdeón Baruque, prestigioso medievalista, acaba de publicar un libro ilustrativamente subtitulado El concepto de España: unidad y diversidad, y más ilustrativamente aún titulado La Reconquista. Viene bien partir de esas nociones de unidad y de diversidad cuando del concepto de España se trate, y no sólo del concepto, sino también del propio término. Pienso que la gran mayoría estaremos de acuerdo en aplicar esas ideas de unidad y de diversidad, taraceándose como conjunto dinámico en la conformación de la entidad e identidad colectivas de España.
Aclaro desde un principio que yo no estoy particularmente preocupado por esta cuestión de las identidades, y sé muy bien que pueden con facilidad derivar en obsesiones enfermizas, cerriles, perversas y hasta asesinas. En especial, cuando se amalgaman servil y toscamente con los nacionalismos. Pero estoy convencido también de que identidades y nacionalismos constituyen dos de las grandes discusiones de nuestro tiempo y que ignorar este hecho, marginarlo, despreciarlo u ocultarlo, acarrea funestas consecuencias. Lo mismo que ocurre cuando se magnifica o se impone. Aclaro también que en este asunto de las identidades colectivas suscribo plenamente la expresión del profesor Álvarez Junco: «El carácter fluido de las identidades colectivas y la estrecha relación de su significado con el contexto en que se usen los términos».
A partir de esa realidad indiscutible de la unidad y diversidad de España me permito, pues, plantear la pregunta que hasta ahora no nos hemos planteado cuando de Al Andalus, la Hispania árabe islámica, se trata, o no la hemos expuesto todavía con la claridad, la precisión y la rotundidad necesarias. Es ésta: ¿forma parte Al Andalus de la posible identidad colectiva española, o no forma parte de ella? Y seguidamente: ¿cuáles son los componentes, los datos, los argumentos que sustentan con plena garantía las respuestas correspondientes a tal pregunta, sean afirmativas o negativas? Insisto en ello: éste es el punto central de la cuestión, el auténtico eje de cualquier debate o polémica sobre el tema, y todo lo que sea seguir ignorándolo, evitándolo, marginándolo, disimulándolo, posponiéndolo, es un error monumental: las furiosas pasiones subterráneas se irán cada vez más gravemente macerando en su furioso alambique. En España nunca se ha planteado, de verdad, ese gran debate nacional con el rigor intelectual e ideológico exigible; nos hemos contentado, como mucho, con apuntes, fintas, descalificaciones, subterfugios, mixtificaciones, exabruptos. Y lo peor no es que estemos a la zaga, es que sigue sin haber nada delante.
Que no se ilusione nadie: yo no voy a dar aquí respuesta a estas preguntas cruciales. No son ni el lugar ni la ocasión. En esta primera suscitación del tema voy a limitarme a proporcionar algunos ejemplos y testimonios que considero sumamente ilustrativos y que me inclinan a pensar que la tónica mayoritaria ha sido precisamente la de excluir a Al Andalus de esa posible identidad española o la de incluirlo tan sólo de manera muy parcial y forzada.
Es posible que no sean ya muchos quienes recuerden los fastos y conmemoraciones que tuvieron lugar durante el año 1992, para festejar el V Centenario del tenido por descubrimiento de América, acontecimiento coincidente, como todo el mundo sabe, con la caída de la Granada nazarí y el final de la llamada Reconquista. Aquellos actos del V Centenario contaron con el máximo patronazgo institucional y respaldo oficial. Traigo a colación sólo una de aquellas numerosas celebraciones: la publicación de sendos volúmenes lujosos, uno dedicado a Al Andalus y otro a Sefarad. Llamé entonces la atención sobre el ilustrativo y desequilibrado título que se puso a cada uno de ellos: el dedicado a Al Andalus era El Islam en España; el dedicado a Sefarad, La España judía. Entonces pregunté, y sigo haciéndolo ahora: tan clamorosa y partidista asimetría, ¿fue sólo consecuencia de una inadvertencia, de un desliz, de un deficiente conocimiento de las posibilidades expresivas de la lengua española? ¿O escondía alguna intención inconfesada y sugería dispares sentimientos y percepciones de los respectivos objetos? No lo sé, nadie se dio por responsable ni me lo aclaró. Pero quedaba evidente. España incluía a Sefarad; el Islam era algo simplemente trasladado, recibido, locativo. ¡Cuántas diferencias explícitas o implícitas pueden existir entre un calificativo y una preposición!
Llegué a pensar que la cosa había pasado, pero no ha sido así. He participado este verano en un curso organizado en Sevilla por la Universidad Internacional de Andalucía y la Fundación Tres Culturas del Mediterráneo, sobre Judaísmo, Cristianismo e Islam. Ha estado ejemplarmente dirigido por el profesor Tamayo-Acosta, al que no tengo por responsable de la nueva manifestación de tendenciosa asimetría que se ha producido. Sobre ella llamé la atención al recibir el proyecto del programa del curso, sin que se tuviera en cuenta mi observación y se corrigiera oportunamente. Dos lecciones del curso se dedicaban al «legado del judaísmo en la cultura española» y otras dos al «legado del cristianismo en la cultura española»; las correspondientes al islam se formulaban con el consabido lema de «el islam en España». ¿Por qué los conceptos de legado, cultura y España se asociaban al tratar del judaísmo y del cristianismo, y por qué no cuando se trataba del islam? ¿Por qué éste seguía siendo algo recibido, trasladado, locativo, simplemente? En esta ocasión no he recibido tampoco ninguna aclaración.
Participé hace unos meses en un interesante coloquio internacional, organizado en Granada por el Legado Andalusí, sobre la figura y la obra de Ibn Jaldún. Se dedicó una jornada a abordar genéricamente el tema de las relaciones entre civilizaciones y las posibilidades de diálogo entre ellas. Una de las intervenciones corrió a cargo de un alto funcionario del Ministerio español de Asuntos Exteriores, que expuso con claridad y precisión la actual visión del tema por parte de la Administración española, refiriéndose, entre otras cosas, a la reciente creación de la Casa Árabe y de la Casa Sefarad. En el turno de coloquio yo le hice las siguientes preguntas: ¿Iba a fundar la Administración española una Casa Al Andalus también?, ¿o quedaba Al Andalus incluido en la Casa Árabe, y por tanto era relacionable en parte con España, pero también en parte quedaba excluido? No obtuve tampoco aclaración alguna. No se me pasó entonces por la cabeza otra pregunta, absolutamente descabellada y transgresora de la estricta realidad, que sería ésta: ¿quedaría Al-Andalus incluido en Sefarad?
No quiero seguir dando ejemplos indicadores, aunque los tengo en buen número y no menos contundentes. Mis dos nietos me plantearon no hace mucho dos cuestiones inquietantes. Mi nieto Sergio no acierta a explicarse por qué, cuando se explica la Historia de España, se habla siempre de «invasión árabe» o «invasión musulmana», y nunca de «invasión romana». Mi nieta Blanca me preguntó: «Abuelo, ¿es qué no hay nada bueno en el Islam?». Quizás estas cosas y otras muchas siguen pasando porque todavía no hemos acertado a poner a Al Andalus en el sitio que le corresponde, dándole el lugar que seguramente tiene en la fluida identidad colectiva de España. Si seguimos cometiendo este tremendo error, no sabremos qué podrá ser del uno y de la otra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario