El morisco «ahidalgado» en las letras del Siglo de Oro

María Soledad Carrasco Urgoiti
(Madrid, 1922—Nueva York, 2007)
Hispanista, Historiadora de la Literatura, profesora en la Universidad de Nueva York

Al compartir con ustedes mis reflexiones sobre el reflejo de la huidiza figura del hidalgo de origen moro en textos españoles de los siglos XVI y XVII, constato que no son muchos los nuevos estudios en torno al morisco como personaje literario que se han producido desde que empecé a ocuparme de esta cuestión hace unos diez años (1). Hay que destacar en el género dramático el capítulo dedicado al morisco en el útil y bien orientado libro panorámico de Thomas Case Lope and Islam (2). También debemos tener en cuenta ciertas aportaciones a la bibliografía cervantina (3), y especialmente las que tratan de obras dramáticas cuya acción se desarrolla en el Imperio Otomano, puesto que algunos de sus personajes, aunque no los protagonistas, son moriscos. Me refiero a los trabajos biográficos de Emilio Sola (4) y al estudio literario de Ottmar Hedgyi Cervantes and the Turks (5), dos investigadores que analizan muy de cerca y con notable empatía el mundo turco. Si pasáramos a los géneros discursivos —sermones, tratados, informes, apologías—, nos encontramos con el libro de Francisco Márquez Villanueva El problema morisco (desde otras laderas) (6) (1991), que incluye un trabajo inédito de gran envergadura sobre el Patriarca de Valencia Juan de Ribera, así como anteriores aportaciones que inciden en la interpretación de la novela morisca y de la obra de Miguel de Luna. Augustin Redondo introduce los pliegos sueltos -romances o relaciones- en el corpus de textos sobre los moriscos (7). Miguel Ángel de Bunes (8) y Bernard Vincent (9) enriquecen el repertorio de escritos coetáneos sobre la guerra de la Alpujarra.
En el terreno de la historiografía relativa a los moriscos, no necesito recalcar aquí la importancia y diversidad de la producción de los últimos diez años, y de la que está en curso, empezando por las Actas de los congresos y coloquios aquí celebrados y los Mélanges Louis Cardaillac (10). Tanto desde el punto de vista de las puntualizaciones como de la síntesis, marcó un jalón fundamental al comenzar la década de los 90 el colectivo Les Morisques et l'Inquisition (11). Recordemos también la incidencia de la problemática relacionada con la vida morisca en otras publicaciones motivadas por el quinto centenario, y las puestas al día de la cuestión que ha suscitado, por parte, entre otros, de los coautores de la ya clásica Historia de los moriscos. Vida y tragedia de una minoría (1978), Antonio Domínguez Ortiz (12) y Bernard Vincent (13). Para reconstruir un ambiente en que pudieron darse casos como los que nos dan a conocer algunos escritores son también valiosas las precisiones que aportan estudios especializados, como las ponencias de Miguel Ángel Ladero Quesada, Ángel Galán Sánchez o José Enrique López de Coca, incluidas en un volumen conmemorativo de la conquista de Málaga (14).
Ha aparecido el importante libro de Míkel de Epalza, Los moriscos antes y después de la expulsión (15), y Mercedes García Arenal (16) pone sobre el tapete nuevas perspectivas en la historiografía del tema. De la cultura y escritura de los moriscos se puede saber mucho más de lo que se sabía, gracias a investigaciones sobre textos descubiertos recientemente como los Relatos píos y profanos del manuscrito de Urrea del Jalón (17) y nuevos análisis, entre los que hay que valorar, junto a la labor realizada en las universidades españolas, la aportada desde Puerto Rico por Luce López Baralt y su escuela (18). Destaca en ella el trabajo editorial y crítico en torno a un tratado erótico escrito por un morisco de Túnez (19). En aquel enclave cultural surgió asimismo el devoto poema islámico, compuesto en octavas reales con alguna muestra de otras formas estróficas castellanas, que edita y estudia Luis Bernabé Pons (20). Hay que celebrar que en torno a localidades de las tierras y ciudades que habitaron moriscos se esté produciendo una actividad historiográfíca que nos permite un acercamiento a sus condiciones de vida (21). Se dispone de buenos instrumentos bibliográficos como los publicados por Bernabé Pons (22), los boletines que emite periódicamente la Universidad de Oviedo (Aljamía), los Cuadernos de la Biblioteca Islámica Félix Pareja, y artículos que informan sobre el trabajo realizado por determinados grupos de investigadores (23).
Creo que podemos alimentar la esperanza de que esta mayor aproximación a la sociedad morisca en sus capas culturalmente más desarrolladas, y a los procesos de asimilación cultural, donde llegaron a producirse, permitirá estudiar la participación en la creación literaria y artística española de personas conscientes de un abolengo —y sobre todo de un patrimonio cultural— mixto. Sabemos que actividades como la medicina, la astrología, las artes de la construcción, la ejecución de la música, la práctica y teoría de las artes menores, eran ocupaciones ejercidas frecuentemente, aunque no de modo exclusivo, por moriscos. Se tiene noticia de que algunos escribieron libros y poemas, pero esa certeza sólo existe cuando la propia naturaleza de lo escrito indica la pertenencia del autor a la minoría morisca. Es el caso de Miguel de Luna, del famoso morisco de Túnez, y de los autores de lamentaciones, profecías, textos polémicos o peticiones de ayuda al imperio turco. Lo que no sabemos es cuántas veces éstos y otros moriscos, que compartían con los demás españoles lengua, conocimientos y en parte hábitos y mentalidad, no se sentaron a escribir una novela pastoril, un libro de caballerías, poemas líricos, relaciones de sucesos. Que no lo firmasen con los nombres y apellidos que los hubieran identificado como nuevos convertidos es cosa que no puede extrañarnos. La 'disimulación' era necesaria e incluso estaba autorizada por los dirigentes religiosos de los cripto-musulmanes.
Aun más natural parece que quienes no lo eran, sino que profesaban la fe católica o sentían la misma indiferencia religiosa que da a conocer Cervantes mediante la actuación del morisco Ricote, evitaran por todos los medios que se conociera un abolengo que entrañaba serios inconvenientes y riesgos. Por ello es tan dificultoso identificar a las personas que vivían en una zona cultural fronteriza y atravesaban, con sus familias, un proceso de transformación (24). Los esperara el destierro o la ocultación de su origen, como complemento de una asimilación más o menos avanzada, la población de origen moro del siglo XVI no podía vivir sino en perpetua zozobra. Nadie podría dudar de que la suya fue una edad conflictiva, en el sentido que la definió Américo Castro, inaugurando esta era de replanteamientos, que invita a autores de creación, como Juan Goytisolo (25), a participar en la tarea historiográfica, y la nueva visión de ciertas biografías inspira la recreación literaria de facetas antes desconocidas del entorno cristiano-mudéjar (26). Los jóvenes estudiosos llegarán seguramente a recuperar para la historia la experiencia de muchas de esas vidas escindidas; por de pronto tenemos algunos nuevos ecos tan elocuentes como las biografías de renegados que nos han dado a conocer los Bennassar (27). Y surgen nuevas vías de asedio, como la que aporta el análisis de los testamentos (28).
Otro paso sería averiguar en qué medida las escisiones de mentalidad pudieron resultar en una reinvención de formas expresivas. Luce López Baralt (29) ha trabajado en este sentido sobre literatura religiosa. Dentro de los géneros de ficción, modalidades comparables a lo que sería en tiempos posteriores la novela histórica surgen vinculadas a ciertas franjas de convivencia que se produjeron durante el siglo XVI, bien en el antiguo reino nazarí o en otras zonas con alto porcentaje de población morisca. Y esta narrativa que interpreta las huellas del pasado con simpatía hacia su componente andalusí, lo hace de dos maneras tan diferenciadas como la que representa laVerdadera historia del rey don Rodrigo (1592-1600) del ya mencionado Miguel de Luna (30), y el subgénero de la novela morisca (31). Es posible que algo semejante haya ocurrido en la evolución del romance fronterizo, que desemboca en el morisco.
En cambio, produce asombro que en las academias poéticas granadinas, que se reunían en el Generalife en torno a la aristocrática familia de los Granada Venegas, relacionada por su ascendencia con la Casa Real nazarí y emparentada por otro lado con la familia de los Mendoza, sólo aparezca como cristiano nuevo el erudito de origen africano Juan Latino (32). Los intérpretes Luna y Castillo (33), que actuaban disimuladamente como moriscos, bien componiendo historias con alto componente fictivo o inventando falsas documentaciones y antigüedades para mostrar que Granada fue cristiana en un mítico pasado, no debían acceder a esos círculos selectísimos en donde se cultivaban modalidades poemáticas desvinculadas de las presiones del día a día. Allí se matizan fábulas mitológicas y se cantarán paraísos cerrados, evocadores de una paganidad de estirpe greco-latina, aunque quepan leves toques de exotismo. No son, al menos de modo manifiesto, representativos de una cultura veteada de arabismo. Pero tampoco excluyen la supervivencia de una afinidad, que se manifieste, por ejemplo, en cierto tono poético, o en la identificación con el entorno de arte y paisaje (34), de modo que se establezca un vínculo apenas perceptible entre miembros de varias generaciones de un ámbito social transformado en su lengua, religión y cultura (35). Pienso en los estilos que cultivan lo suntuario, valoran lo sensorial y vuelcan en el detalle la capacidad creativa. En cualquier caso, la vida de la burguesía granadina, además de sufrir las presiones inquisitoriales y la angustia que generaban los pleitos de hidalguía, estaba condicionada por las tensiones inherentes a un proceso de asimilación que no llevaba el mismo ritmo en todas las familias ni aun los individuos que las formaban.
El cultivo de la poesía, en el reducto íntimo de una pequeña y bien dotada corte literaria, debió ser la actividad creadora en que se volcó el ingenio de personas que tenían las alas cortadas para emprender otros vuelos. En ese aspecto la situación se asemeja a la de muchos miembros de la clase de los conversos, aunque los condicionantes sociales fuesen dispares. Pero si tratamos de reconstruir la élite de Granada en la segunda mitad del siglo XVI o en el XVII, nos vamos a sentir todavía incapaces de discernir entre los descendientes de los conquistadores y la parcela de la burguesía nazarí que permanece, aunque mermada tras el destierro a Castilla de 1572 y oficialmente extinta tras la expulsión de los moriscos. Entreverada en la sociedad de los nuevos tiempos, debió perder gradualmente sus señas de identidad (36). No en vano un historiador de nuestros días califica con el título de Christianópolis la Granada inmersa en el proceso de labrarse un pasado excelso, que resultase compatible con los criterios de valoración vigentes (37).
Cuando en las últimas décadas del siglo XVI se crea el estilo del romance morisco nuevo, ¡qué bien armoniza la evocación mitológica con la estampa multicolor morisca y la gama emotiva que se ha decantado en la poesía renacentista! Puede objetarse que esta fusión no surgió en Granada, sino en la corte, pero examinando su origen con lupa surgen eslabones que nos llevan a coleccionistas y refundidores de romances, así como a sus impresores, cuyas conexiones con la sociedad morisca valdría la pena explorar. Uno de los casos más sugerentes es el de Pedro de Padilla, miembro reconocido de la tertulia literaria a que he aludido, hombre de letras respetado y amigo de Cervantes. De él se puede afirmar que juega un papel importante, tanto en el desarrollo del romance morisco nuevo como en la configuración de esa estilizada Granada mora, que se convertiría, por mediación de Ginés Pérez de Hita y de los viajeros, en símbolo universal del ocaso deslumbrante de una civilización.
Los datos biográficos conocidos sugieren que este ingenio, llamado en un manuscrito con obra suya Pedro Hernández de Padilla, pertenecía al sector de la burguesía del antiguo reino de Granada que afirmaba su derecho a la hidalguía. Según una propuesta que formulé hace unos años (38), a él alude el mote Lagarto Hernández que aplica un romance morisco satírico a un poeta que describe fiestas en la Alhambra. Ahora surge el dato, en un estudio onomástico de los moriscos asentados en Marruecos, de que en 1560 -cuando el poeta, que se educó en Granada, entraba en la adolescencia- se pasó a África un Lorenzo Hernández, que por cierto no era un morisco pobre, pues estaba «relacionado con los bienes» de una ilustre familia (39). Por otra parte, un Lorenzo Fernández de Padilla recibió mercedes de los Reyes Católicos durante la guerra de conquista (40). ¿Nos hallamos ante una aproximación casual de nombres, mote y apellido?, ¿o es éste un eslabón que vincula los círculos de ingenios de la segunda mitad del siglo XVI con la evanescente burguesía nazarí? La confirmación de esta conjetura, o de otras similares, sería un estímulo para ahondar en ese fenómeno, siempre vivo, de la integración profunda, que en la mentalidad de un individuo puede producirse, cuando en su formación entraron en juego patrimonios culturales, quizás no tanto incompatibles como adscritos a comunidades en conflicto.
Aunque no aspiramos a cubrir la diversidad de tratamientos de que fue objeto la España musulmana en las letras del Siglo de Oro, conviene recordar que fraguaron dos prototipos: el del noble caballero moro, epítome de caballerosidad y de gentileza, y el del aldeano morisco, que se presenta muchas veces como un colectivo. La comedia, en cambio, ofrece en el papel de criado del galán, el estereotipo cómico del morillo, que es una caricatura del morisco y se caracteriza por su habla. No podemos demorarnos más tiempo con estos divertidos personajes, que por cierto, también suelen aparecer en piececitas cómicas, como bailes y entremeses (41).
Otra faceta de la comunidad de los nuevos convertidos presente en la comedia —y estudiada en el citado libro de Thomas Case— es la figura del monfí o bandolero morisco, que se funde a veces con la del corsario. Entre estos personajes hay malhechores siniestros, como el protagonista de El Hamete de Toledo de Lope de Vega, y también bandidos generosos, que anticipan figuras del romanticismo, como el negro Cañerí, enamorado de la joven noble castellana que le ha sido vendida. Esto ocurre en las dos piezas tituladas La niña de Gómez Arias, cuyos respectivos autores son Luis Vélez de Guevara y Pedro Calderón de la Barca. En la pieza de este último, las escenas en que interviene el bandido tienen un tono de melodrama o de ópera, debido tanto a la situación límite que vive la heroína como al lirismo de las palabras con que la corteja el bandido moro. El tratamiento de tales personajes se relaciona más de cerca con la inseguridad que se perpetuaba en las sierras granadinas después de la insurrección morisca, que con el entorno fronterizo del siglo XV en que se ubica la acción. Curiosamente la situación de la víctima, que es literalmente esclavizada y pasa a ser propiedad de un hombre de otra fe, recuerda el triste destino que cupo en suerte a muchas moriscas y a alguna cristiana que habitaban en los pueblos donde se desarrolló la lucha.
Recapitulando, la variante morisca del gracioso, y la figura menos frecuente del bandolero o corsario, acompañan la del moro cortés en su versión dramática. ¿Qué otros estereotipos de musulmanes vamos a encontrar al repasar distintos repertorios? Quizás pudiera hablarse de una tipificada hechicera morisca, dada la frecuencia de sus generalmente fugaces apariciones, aunque la misma diversidad de esas mujeres que practican la brujería o son acusadas de hacerlo, y su escasa diferenciación de otros personajes similares que no llevan la etiqueta de moriscas, dificulta su clasificación como categoría literaria. Por otra parte, a través de ellas nos acercamos a ese derrumbamiento social de sectores moriscos que no vivían en comunidades compactas y que poseían bienes y saberes. Al perder los primeros, los segundos se explotan en la clandestinidad, al margen de la práctica de profesiones, como la medicina, basadas en el conocimiento y la técnica. Como bien sintetiza Domínguez Ortiz, «fue la morisca una minoría decapitada de su clase dirigente por las adversas circunstancias, y ellas fueron las que la relegaron a oficios bajos y mal pagados» (42).
Todos conocemos el caso del curandero Román Ramírez y en otro tipo de actividad los de Alonso del Castillo y Miguel de Luna. En cuanto a las mujeres, para terminar con este apartado, recordemos a la esclava que fue consejera de Doña María de Padilla. La esposa, instigadora y posteriormente defensora de uno de los tres comuneros castellanos que se sublevaron contra el joven Emperador Carlos V, en defensa de las prerrogativas tradicionales de las Cortes y la nobleza de Castilla, era una Mendoza y seguía en sus actuaciones los consejos de una esclava morisca, que procedía de Granada y practicaba la brujería. Al menos eso propalan rumores de que se hacen eco nada menos que Fray Antonio de Guevara y Fray Prudencio de Sandoval (43).
En cuanto a la literatura, es notable la diversidad que podemos encontrar entre unas y otras mujeres marginadas, con visos de hechiceras. Por excepción, recae el papel de engañada en la vieja y devota hilandera criptomusulmana de La pícara Justina (1605), que practica la disimulación religiosa, pero no impide que la maliciosa protagonista haga trampas y acabe heredándola, todo lo cual va en detrimento de los derechos de los cardadores moriscos con quienes trata (44).
Si penetramos en el mundo creado por Cervantes, fijándonos en las Novelas ejemplares (1612), debemos recordar que la locura del Licenciado Vidriera fue causada por una fruta, preparada para que hiciera efecto como filtro de amor, por una morisca que en pleno ambiente universitario salmantino, se dedicaba profesionalmente a tales menesteres. Sin embargo, cuando se trata de retratar a una grotesca y repugnante bruja de pueblo —me refiero a la madre de los perros del «Coloquio»—, Cervantes no la hace morisca. Y eso que hablamos de un texto donde se vierten, posiblemente con intención irónica, los tópicos anti-moriscos más difundidos.
La galería de hechiceras cervantinas comprende también la mujer sensual, entrada en años, que es la Cenotia del Persiles (1618). El autor nos muestra como fracasan las artes mágicas, la pericia en la intriga y la refinada mundanidad de esta ambiciosa, cuando se propone la seducción de un hombre joven. Antes de contar su historia y quitarse la vida, este personaje femenino maligno y de alta categoría social, que cabría en un relato caballeresco, revela que es una mujer morisca. Esto ocurre en una fase de la peripecia que marca la transición hacia escenarios y también conflictos más próximos y familiares al autor y sus lectores que la fantástica geografía nórdica de la primera parte de la obra.
El acercamiento a la realidad culminará con el episodio de corsarios y moriscos en que juega un papel capital un personaje que es la anti-Cenotia por excelencia. Me refiero a la morisca cristiana Rafala, en quien se repite, sin que en este caso entre en juego el amor humano, la heroicidad de la figura idealizada que había emergido en la Segunda Parte del Quijote (1615) con la historia de Ana Félix, la hija del tendero morisco Ricote, amigo y vecino de Sancho Panza. La virtud y la adhesión a la fe católica, en medio del peligro, que caracteriza a ambas mujeres cobra en los dos casos fuerza de argumento, si consideramos que la apología de la expulsión se apoyaba en lograr la conversión sincera de los criptomusulmanes (45).
Completaremos nuestra galería de mujeres duchas en encantamientos con un personaje de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, uno de los primeros escritores que rompió el molde de la autobiografía picaresca y no sólo por dar un protagonista femenino a su obraLa hija de la Celestina (1612) —que también publicó con el título La ingeniosa Elena (46) (1614)—. La Celestina de que aquí se trata es una morisca. Su hija, la pícara Elena, esboza, con humor macabro, un comienzo de vida que parece arrancado a la experiencia de muchas familias en los años siguientes a la guerra de la Alpujarra, y proyecta una imagen tópica de inevitable duplicidad. Cuenta que su madre, que era de Granada, fue vendida como esclava y llevaba herrado el rostro. Sus padres habían sido ajusticiados en Toledo. Ella respondía a los nombres de María y de Zara y cumplía nominalmente con la iglesia. La esclavilla ejerce en las riberas del Manzanares el humilde oficio de lavandera, divirtiéndose de lo lindo con los lacayos, picaruelos y esclavos que por allí merodean, sobre todo con los que son originarios de Túnez, Argel y Orán, donde ella tiene parientes. Es curioso que un personaje literario que es una mujer morisca, privada como otras de carne y hueso de un status social respetable, encarne en el propio Madrid un incipiente tipo popular urbano.
Hasta aquí el autor ha recreado un destino del que generalmente hablan los documentos y no la literatura, pero después de su matrimonio y emancipación, concedido en premio a un servicio bien cumplido, se impondrá sobre la imagen de la lavandera el esquema de un deshumanizado estereotipo de Celestina. Dentro del entorno social morisco caricaturizado que presenta Salas, no carece de cierta coherencia la evolución de la avispada esclava, quien tendrá a gala su nuevo oficio, ya que, según la tesis de Márquez Villanueva expuesta en Origen y sociología del tema celestinesco (47), el tipo social y literario de la tercera, incluido el caso extraordinario de la figura creada en la tragicomedia de Fernando de Rojas, hunde sus raíces en la sociedad medieval musulmana y la tradición de la literatura del 'adab'.
Dejando la figura estereotipada de la hechicera morisca, vamos a fijarnos en varios casos individuales de moriscos en quienes la asimilación, real o fingida, había alcanzado el grado que les permitía pasar inadvertidos entre cristianos viejos, siempre y cuando no pretendiesen distinciones que pusieran en marcha una investigación sobre su linaje. Comenzaremos con el último libro de Ginés Pérez de Hita, autor de la obra más representativa de la maurofilia literaria. En este caso no noveliza en torno a moros nazaríes, vistos por un prisma de estilización caballeresca, sino que refiere los hechos reales de la rebelión de los moriscos de 1568. Aunque publicada en 1619, después de fracasar en 1610 un proyecto de edición, la Segunda parte de las guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita, fue concluida en 1598. Se trata de una historia, o más bien de un libro de memorias, sobre la guerra de la Alpujarra (48), en que se destacan algunos episodios por la elaboración literaria de que son objeto.
Lo que singulariza el caso de que tratamos es el modo como se actualiza ante la conciencia del lector el momento más significativo en la vida de un personaje, cuyo destino trágico emana de las realidades vividas por el sujeto colectivo del libro. El episodio recoge un motivo fúnebre que se repite en varias ocasiones: el hallazgo del cadáver de una mujer -cristiana en algún caso, mora en otros varios- que aparece muerta después de la refriega, lo que provoca manifestaciones colectivas de dolor y da lugar a que crezca, en siniestra escalada, el deseo de venganza. El caso singular que el autor noveliza —y tras él llevará a las tablas Calderón en su comedia trágica Amar después de la muerte o el Tuzaní de la Alpujarra— tiene como protagonista a uno de esos moriscos que no se distinguían en el habla ni en el aspecto de los demás españoles y que en este caso llegó a actuar como espía. Tras el saco de Galera, ordenado por D. Juan de Austria, el joven se introduce en el pueblo asolado para buscar a la doncella que corteja, y la encuentra entre las víctimas. A partir de ese momento el morisco ha entrado en la órbita caballeresca del moro sentimental. Para aproximar el episodio a las ficciones de la novela morisca no falta la precisión del detalle lujoso de una camisa bordada y unas joyas, que juegan un papel en el desarrollo de la venganza, llevada a cabo cuando el joven identifica y mata al soldado que dio muerte a su amada. Esta conducta le eleva a los ojos de los generales españoles, que lo acogen en sus filas. El morisco ahidalgado actuó como hidalgo y parece haberse incorporado a la sociedad de la España de los Austrias, pero el autor nos desengaña. La asimilación plena no se ha producido, pues cuando muere su principal valedor se retira a vivir entre sus antiguos vecinos, desterrados en la Mancha.
Las obras que nos falta comentar se escribieron después de la expulsión de los moriscos, aunque remitan a un periodo algo anterior. Trataremos en primer lugar de la apócrifa continuación de la Primera Parte del Quijote. Se publicó bajo el título Segundo tomo del ingenioso hidalgo D. Quijote de la Mancha que contiene su tercera salida (1614) y atribuido a Alonso Fernández de Avellaneda, nombre que se supone fingido. Allí aparecen un don Quijote y un Sancho Panza despojados de toda sutileza y reducidos a sujetos burdamente cómicos. En cuanto al que será el instigador de muchas de sus actuaciones, don Álvaro Tarfe, se presenta, causando cierta sensación, en la plaza del pueblo de Argamasilla acompañado de «quatro hombres principales a cavallo, con sus criados y pajes y doze lacayos que trahían doze cavallos de diestro ricamente enjaezados» (49). El cura distribuye a los huéspedes, y envía al principal a casa de don Quijote. Allí el granadino se maravilla de lo que oye. Él se identifica como don Álvaro Tarfe, descendiente del antiguo linaje de los moros Tarfes, que fueron ilustres en la misma capital mora de los Abencerrajes y Zegríes, y explica que se dirige a Zaragoza para participar en unas justas. A partir de ahí explota sistemáticamente la locura de don Quijote para su propia diversión y lucimiento como organizador de festejos.
Desde el momento en que tenemos en cuenta el valor referencial del personaje, sospechamos que el autor incluye en su burla a quienes, aun conservando la destreza para el ejercicio caballeresco han perdido muchos privilegios anejos a su condición de nobles, y por lo mismo se aferran a esos juegos aristocráticos, heredados de un pasado que fue para su linaje más favorable que el presente. Al fin y al cabo, al correr una lanza o alancear un toro, el caballero morisco, ante quien tantas puertas se cierran, puede sentirse identificado con el moro del pasado.
Cervantes probablemente conoció el libro de Avellaneda cuando estaba avanzada la redacción de su Segunda parte del ingenioso cavallero Don Quixote de la Mancha (1615). Decidió darle respuesta, desde las mismas páginas del libro que estaba acabando, y lo hizo de varias maneras. Una de ellas fue acoger al hidalgo granadino inventado por su censor, dotándole de una calidad humana superior y haciendo que constate y certifique la enorme distancia que media entre los auténticos caballero y escudero que ahora conoce y los personajes que usurparon su nombre y sus atributos en la obra apócrifa.
El don Álvaro Tarfe cervantino llega a la venta donde se encuentra con don Quijote, acompañado solamente de tres o cuatro criados (cap. 72). «Púsose el recién venido caballero a lo de verano». A este detalle y su exquisita cortesía se han reducido el lujo y la afición a las galas del personaje de Avellaneda. Tampoco recoge explícitamente Cervantes su condición de cristiano nuevo. Solamente le oímos decir: «Yo, señor, [...] voy a Granada, que es mi patria», a lo que don Quijote replica «¡Y buena patria!» (50). En este lacónico elogio ¿debemos ver una simple frase de cortesía o el eco nostálgico de lecturas que retrataban una sociedad caballeresca? Como tantos detalles de los textos cervantinos esas tres palabras cobran un valor evocativo a la luz de una circunstancia implícita, en este caso las realidades sociales y el matiz irónico que se proyectaban sobre el personaje de Avellaneda. La elegancia del leve trazo con que se dibuja la silueta del viajero ¿no implica una rectificación del abigarrado retrato de un caballero morisco, inquieto y frívolo, que presenta el apócrifo? La mayor parte de los lectores del Quijote ignoran que don Álvaro Tarfe es un cristiano nuevo, a quien afectarían los estatutos de limpieza de sangre. Como en la vida misma, su discreción y silencio le protegen.
Si Cervantes nos muestra un caballero morisco plenamente asimilado, otro escritor de su generación, Vicente Espinel, proyectará un proceso de desnaturalización atribuible a conceptos de honra como importante episodio de la Vida del escudero Marcos de Obregón (1618), y lo mismo hará Lope de Vega en su breve novela «La desdicha por la honra». En el caso de Espinel, que crea una variante de la autobiografía picaresca, estamos ante un autor en quien algunos críticos ven un cristiano nuevo (51). Sin duda es un ciudadano atípico de la España de los Austrias, que en su aprecio de las ciencias relacionadas con la naturaleza y otros aspectos de su personalidad se adelanta a su tiempo. Pienso que le marcó la contingencia vital de haber crecido y vivido en la encrucijada andaluza del último medio siglo de presencia morisca, y que, le afectasen personalmente o no cuestiones de linaje, algo le dolía lo suficiente para no sincerarse. En otras ocasiones me he referido a la elisión que practica, como también lo hace a mi juicio Mateo Alemán, cuando muestra algunas situaciones en que están involucrados los nuevos convertidos.
Rompe su silencio en el caso a que voy a referirme, y que por cierto no implica lugar ni persona alguna de Andalucía. Durante una escala de navegación, el barco en que viaja Marcos es apresado por un corsario turco, que es de Valencia y habría seguido muy a gusto viviendo en España, si su condición de morisco no le hubiera cerrado todos los caminos. En la relación con su cautivo se muestra inteligente, justo y tolerante. Le confía la educación de sus hijos, aunque adivina que les instruye en la fe católica, lo que a la postre dará lugar a que los jóvenes, años después, repitan en sentido inverso el éxodo paterno. Vuelven a España, donde ambos entran en religión, después de superar una situación dificultosa. Su vocación es sincera, pero ¿qué otro camino que la vida contemplativa habrían podido seguir los hijos del renegado? Al forjar esta situación captó Espinel un rasgo revelador de la coyuntura que le tocó vivir.
La novelita de Lope de Vega «La desdicha por la honra», como todas las reunidas en las Novelas a Marcia Leonarda (1624), sigue un curso narrativo zigzagueante, entre divagaciones e ironías. Su protagonista viene a ser el primer 'último Abencerraje' de la ficción. Para entonces ha forjado el mito, que él resume al escribir que su linaje «trae consigo la desdicha y los merecimientos» (52). Desdicha que en las interpretaciones posteriores a la novela morisca suele incluir ausencia y nostalgia. Los comentarios autoriales y las peripecias secundarias muestran la susceptibilidad en cuestiones de honra que caracteriza a este personaje. Aunque su destino en Sicilia y la protección del Virrey le permitirían sustraerse a la orden de expulsión, que sin embargo afecta irremediablemente a sus padres, no ve más salida que pasarse al enemigo y establecerse en la corte otomana. Sin embargo, no rompe los lazos con su señor y sueña con realizar tan gran hazaña en servicio de España, que borre su traición y la mácula que ha caído sobre su linaje con el destierro, percepción por cierto singular, que no encontraría eco entre cristianos ni musulmanes. En traje turco o como caballero español es ejemplo de gallardía y al fin alcanza una muerte heroica cuando prepara la huida de la Sultana. Lope no parece tomar muy en serio a su protagonista, cuyos pasos se ajustan a relatos de un libro contemporáneo sobre Turquía (53), pero a pesar de su tratamiento irónico, lo irremediable del dilema queda manifiesto. Diez o más años después de la expulsión, en su memoria debían resonar aún angustias, separaciones y desconciertos de los que habría sido testigo o quizás confidente. Y burla, burlando, vierte su perplejidad en su monólogo dialogante, desahogándose contra el código del honor, ley de cuya tiranía cabía protestar impunemente.
Terminamos nuestro recorrido con un personaje femenino, creado por una mujer, que se caracteriza por moverse entre dos planos de la sociedad de su tiempo, como podía suceder con frecuencia a miembros educados y desplazados de la comunidad morisca. Se trata de «La esclava de su amante», primero de los Desengaños amorosos (1647) de María de Zayas. En esta colección las heroínas refieren casos de amores lastimosos y al mismo tiempo forman parte del marco de ficción en que se insertan los relatos. Nuestro personaje juega importante papel en ambos planos. Aparece inicialmente con el rostro herrado y el nombre de Zelima, como esclava mora procedente de Valencia. Se le encarga que sea la primera en tomar la palabra para 'desengañar', que es el término que en el libro reemplaza a 'contar'. Es evidente que la consideran igual a las jóvenes hidalgas en el dominio del castellano y la pericia en componer poesía o tañer instrumentos musicales, lo cual hace inverosímil la identidad que se le atribuye de dama de Argel que fue cautivada, a no ser que pertenezca a una familia de moriscos expulsos. Tal circunstancia sería congruente con el apellido Fajardo, que más tarde dará a conocer cuando revele su identidad de noble dama española, puesto que por un lado es el más ilustre del reino de Murcia, y por otro aparece —como tantos famosos gentilicios andaluces— en las nóminas de moriscos, y por cierto en sus variantes española y árabe —Al-Fahar— (54). El día del sarao, la narradora se presenta engalanada como una Sultana y envuelta en una almalafa (55) —el manto prohibido de las moriscas, que rara vez aparece como prenda usada por las damas moras en la novela o el romancero morisco— y empieza por revelar que se llama doña Isabel Fajardo.
La historia que cuenta se inicia con una seducción, como tantas otras, pero en ella se inserta una aventura de cautiverio y un episodio que claramente recuerda la huida y conversión de la Zoraida cervantina. Lo que interesa destacar es la oscilante ubicación social y cultural en que se mueve la heroína, y las ambigüedades que enmascaran su identidad. ¿Por qué doña María coloca en Murcia precisamente a una española noble que se hace pasar por mora, y la vincula a la histórica familia de los Adelantados, señores en el pasado y padrinos de tantos convertidos de moros, a pesar de lo cual uno de sus miembros hubo de dirigir en aquel reino la expulsión? (56) Dentro de la artificiosidad del género de la novela cortesana, pocas cosas se llaman por su nombre, pero abundan los indicios de problemas reales. Me parece que ciertas tonalidades que introduce la autora en torno a este personaje permiten vislumbrar la persistencia de una veta soterrada de cultura fronteriza en la parte de España que estuvo más saturada de mudejarismo.
A lo largo de nuestra exposición hemos encontrado testimonios, tanto más significativos por no responder a una moda literaria, del difícil destino que cupo en suerte a muchos españoles de ascendencia mora. No nos referimos a las comunidades homogéneas que se dejan guiar por sus alfaquíes, sino que se trata de vidas singularizadas. El denominador común de estos personajes es que tienen que plantearse su existencia en medio de la lucha, el camino del destierro o las ocultaciones. Aunque presentan un cuadro de asimilación lograda, no hallan acogida en la urdimbre institucional de la España de los Austrias, que condicionan los estatutos de limpieza de sangre. Su origen puede remontarse a la nobleza nazarí o a la oligarquía mudéjar, y disfrutan en esos casos, temporalmente al menos, de holgura económica, pero también asistimos al total derrumbamiento de una familia. El ocio cortesano ocupa a estos moriscos acomodados y tienen entreabierta la opción de la vida religiosa. Pero lo que más claramente muestra la narrativa del Siglo de Oro es que, al cerrarse los caminos del éxito y los honores, se desencadena el proceso de la expatriación, y esto conlleva en la mayoría de los casos la inserción en el mundo islámico, que podía resultar gozosa para unos y devastadora para otros, según fuese su postura íntima en materia de religión y también de vida doméstica. Las obras comentadas no desarrollan plenamente, pero tampoco silencian, la frecuente evolución en que la ruptura con la sociedad española conduce a abrazar las armas, bien sea en la lucha brutal del bandidaje —caso que recoge el teatro— o en el arriesgado pero próspero comercio del corso. Y tales testimonios, repetimos, no nos llegan por condicionamientos literarios. Se producen en obras de muy diverso formato y estilo; los moriscos que en ellas figuran no responden a un patrón previo, ni tienen en común edad ni calidad. Se han introducido como de puntillas, porque ahí estaban en el entorno del autor, y pesando de algún modo sobre su vida y su conciencia.



NOTAS

1.    «Reflejos de la vida de los moriscos en la novela picaresca», en Estudios dedicados al profesor D. Ángel Ferrari Núñez. Madrid, Universidad Complutense, 1984, vol. I, pp. 183-223; y «La cuestión morisca reflejada en la narrativa del Siglo de Oro», en Destierros aragoneses. I Judíos y Moriscos. Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1988, pp. 229-251.
2.    Lope and Islam: Islamic Personages in his 'Comedias' (Newark, Del., Juan de la Cuesta Hispanic Monographs, 1993).
3.    Por ejemplo, René Quérillacq, «Los moriscos de Cervantes», Anales Cervantinos, 30 (1992), 77-98.
4.    Argelia, entre el desierto y el mar (Madrid, Mapfre, 1993), y en colaboración con José F. de la Peña, Cervantes y la Berbería (México, Fondo de Cultura Económica, 1995).
5.    Historical Reality versus Literary Fiction in 'La Gran Sultanaand 'El amante liberal' (Newark, Delaware, Juan de la Cuesta, 1992).
6.    Madrid, Libertarias, 1991.
7.    «L'image du morisque (1570-1620), notamment à travers les pliegos sueltosLes variations d'une altérité», en Les Représentations de l'Autre dans l'espace ibérique et ibéro-américain (París, Sorbonne Nouvelle, 1993), pp. 17-31, y «Moros y moriscos en la literatura española de los años 1550-1580» en Judeoconversos y moriscos en la literatura del Siglo de Oro. Actas del«Grand Séminaire» de Neuchatel de 1994 (Bésançon, Annales Littéraires de l'Université, 1995), pp. 51-83.
8.    «La guerra de Granada vista por los castellanos del siglo XVI a la luz de un manuscrito inédito», Actes du II Symposium International du C.I.E.M., ed. A. Temimi (Tunis, 1984), vol., I, pp. 63-104.
9.    «Les jésuites chroniqueurs, Récits de la guerre des Alpujarras», Chronica Nova, Granada, 22 (1995), 429-466.
10.  Editados por Abdeljelil Temimi (Zaghouan, Fondation Temimi, 1995).
11.  Dirigido por L. Cardaillac (París, Publisud, 1990).
12.  Por ejemplo, el Discurso de Clausura en La incorporación de Granada a la Corona de Castilla. Actas del Symposium conmemorativo del Quinto Centenario (1991), ed. M. A. Ladero Quesada (Granada, Diputación, 1993), pp. 321-327.
13.  «De la Granada mudéjar a la Granada europea», Ibid., pp. 307-319. Cf. también Minorías y marginados en la España del siglo XVI (Granada, Diputación, 1987).
14.  Ladero, «Nóminas de conversos granadinos» (pp. 291-311); Galán, «Poder cristiano y colaboracionismo mudéjar en el reino de Granada (1485-1500)» (pp. 271-289), y López de Coca, «Los moriscos malagueños ¿una minoría armada?» (pp. 329-350), en Estudios sobre Málaga y el Reino de Granada en el V Centenario de la Conquista, ed. por J. E. López de Coca Castañer (Málaga, Diputación, 1987).
15.  Madrid, Mapfre, 1992.
16.  «El problema morisco: Propuestas de discusión», Al-Qantara, 13 (1992), 491-503.
17.  Zaragoza, Fundación Fernando el Católico, 1990. Transcripción de F. Corriente Córdoba, e Introducción de M.ª Jesús Viguera Molins, en que se sintetiza el fenómeno del aljamiado y la historiografía que ha suscitado.
18.  Da cuenta de un aspecto importante María Teresa Narváez, «Conocimientos místicos de los moriscos: puesta al día de una confusión», Actes du VI Symposium International d'Études Morisques sur: État des Études de Moriscologie durant les Trente Dernières Années, ed. Abdeljelil Temimi (Zaghouan, CEROMDI, 1995), pp. 227-238.
19.  López-Baralt, Un Kama Sutra español (Madrid, Siruela, 1992), y Un Kama Sutra español, el primer tratado erótico de nuestra lengua (mss. S-2 BRAH Madrid y Palacio 1767) (Madrid, Libertarias, 1995).
20.  El cántico espiritual del morisco hispanotunecino Taybili (Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1988).
21.  Se pueden citar, entre otros: Nicolás Cabrillana, Moriscos y cristianos en Yunquera (Málaga) (Málaga, Arguval, 1994) y Jesús Luque Moreno, Granada en el siglo XVI (Granada, Universidad, 1994). Hay que celebrar la reedición de Luis de la Cueva, Diálogos de las cosas notables de Granada, con Introducción de José Mondéjar (Granada, Universidad, 1993).
22.  Bibliografía de la literatura aljamiado-morisca (Alicante, Universidad, 1992).
23.  Por ejemplo, las contribuciones de M.ª Isabel Pérez de Colosía (Historia Moderna en la Universidad de Málaga), Aliah Schleifer (Universidades de Estados Unidos), y Abdeljelil Temimi (estudios en lengua árabe), en Actes du VI Symposium.
24.  Redactado este trabajo, me ha sido posible consultar L'expulsió del moriscos. Conseqüencies en el món islamic i en el món cristià... desembre de 1990 (Barcelona, Generalitat de Catalunya, 1994). En su colaboración, Álvaro Galmés de Fuentes busca «Los que quedaron» (pp. 173-182), y encuentra sobre todo místicos y ascetas españoles de seguro o probable origen morisco, mientras que Antonio Vespertino Rodríguez, observando «La literatura aljamiado-morisca del exilio» (pp. 183-194), constata que los aficionados a las letras que forman el círculo literario de Túnez, solamente por la religión se diferencian de los ingenios españoles de su tiempo.
25.  Me refiero a su ensayo «Vicisitudes del mudejarismo: Juan Ruiz, Cervantes, Galdós», en sus Crónicas sarracinas (Barcelona, Ruedo Ibérico, 1982), pp. 47-71.
26.  En torno a San Juan de la Cruz se desarrolla, por ejemplo, la narración novelada de José Jiménez Lozano, El mudejarillo(Barcelona, Anthropos, 1992).
27.  Bartolomé y Lucile Bennassar, Les Chrétiens d' Allah: l'histoire extraordinaire des renégats XVI et XVII siècles (París, Perrin, 1989).
28.  Sintetiza los resultados de esta investigación en curso Amalia García Pedraza, «El otro morisco: algunas reflexiones sobre el estudio de la religiosidad morisca a través de las fuentes notariales», Shark al-Andalus, 12 (1995), 223-234, y «El morisco ante la muerte...» en Mélanges Louis Cardaillac, pp. 337-351.
29.  En la tradición arabista de Miguel Asín Palacios, se inserta su libro San Juan de la Cruz y el Islam (Madrid, Hiperión, 1990). Con María Teresa Narváez, María Luisa Lugo, Teresita Morales Anega y otros colaboradores, prosigue también la línea de indagación sobre religiosidad morisca que tanto debe a L. P. Harvey.
30.  Cf. Márquez Villanueva, «La voluntad de leyenda de Miguel de Luna» (1981), ahora en El problema morisco, pp. 43-97.
31.  Cf. Carrasco Urgoiti, «Las cortes señoriales del Aragón mudéjar y El Abencerraje» en Homenaje a Casalduero (Madrid, Gredos, 1972), pp. 115-128, y The Moorish Novel: 'El Abencerraje' and Pérez de Hita (Boston, Twayne, 1976); Francisco López Estrada, Introducción a El Abencerraje (Novela y romancero), 9 ed. (Madrid, Cátedra, 1993); López-Baralt, «Las dos caras de la moneda: El moro en la literatura española renacentista», en Huellas del Islam en la literatura española: De Juan Ruiz a Juan Goytisolo (Madrid, Hiperión, 1985), pp. 149-180, y las reflexiones de Márquez Villanueva en distintas secciones de El problema morisco.
32.  La información reunida en torno a este círculo de ingenios por Francisco Rodríguez Marín, en su biografía del poeta Luis Barahona de Soto, es sometida a revisión crítica por José Lara Garrido, La poesía de Luis Barahona de Soto (Lírica y épica del manierismo)(Málaga, Diputación, 1994).
33.  Véase Darío Cabanelas Rodríguez, El morisco granadino Alonso del Castillo (Granada, Patronato de la Alhambra, 1965). Estos ejemplos de moriscos asimilados y en general la complejidad de la Granada mudéjar, ya emergían en Los moriscos del reino de Granada (1957) de Julio Caro Baroja y en monografías tempranas de Domínguez Ortiz.
34.  Al caracterizar a Barahona de Soto, señala esta condición Lara Garrido, p. 46. En cuanto a Pedro Soto de Rojas, Aurora Egido desarrolla los conceptos de jardín-libro y libro-jardín, en que converge el legado del medio granadino con la tradición clásica y española. Introducción a Soto de Rojas, Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos (Madrid, Cátedra, 1981).
35.  Un historiador granadino opina que «los mejores y más hondos atributos culturales de los expulsos perduran y conquistan al repoblador castellano, indefenso ante la inexorable sugestión de una civilización superior, al menos en aquellos rasgos de cultura material que manifiestan más propiamente la comunión del hombre con su medio». Manuel Barrios Aguilera, «Historia, leyenda y mito en la Alpujarra: de la guerra de los moriscos a la repoblación viejo-cristiana», en Pensar la Alpujarra, ed. por J. A. González Alcantud (Granada, Diputación, 1996), p. 26.
36.  Examina la variable actitud emocional de los granadinos, a partir de la conquista, ante el legado árabe y sus símbolos, José Antonio González Alcantud, «En la frontera imaginaria: fascinación y repulsión de lo musulmán para la Granada real», La extraña seducción. Variaciones sobre el imaginario exótico de Occidente (Granada, Universidad, 1993), pp. 85-130.
37.  José Luis Orozco Pardo, Christianópolis: urbanismo y contrarreforma en la Granada del 600 (Granada, Universidad, 1985).
38.  «Vituperio y parodia del romance morisco en el romancero nuevo» Culturas Populares: Diferencias, Divergencias, Conflictos [Coloquio: Casa de Velázquez. 1983] (Madrid, Casa de Velázquez / Universidad Complutense, 1986), pp. 115-138.
39.  Los Mandari, posiblemente emparentados con Sidi Alí-al-Mandari, alcaide de Tetuán. Guillermo Gozalbes Busto, «Antroponimia morisca en Marruecos», Actes du VI Symposium, pp. 77-115. Véase p. 107.
40.  Dato en el «Catálogo de mercedes reales» (#393 y #416 y #452), publicado por Ladero Quesada, Granada después de la conquista: repobladores y mudéjares (Granada, Diputación, 1988).
41.  Cf. Adrien Roig, «Quand les morisques dansaient», Actes du VI Symposium, pp. 247-262.
42.  Antonio Domínguez Ortiz, El Antiguo Régimen. Los Reyes Católicos y los Austrias (Madrid, Alianza Editorial, 1988), p. 215.
43.  Julio Caro Baroja, Vidas mágicas e Inquisición (Madrid, Taurus, 1967), pp. 50-51.
44.  También es un enigma del libro de Francisco López de Úbeda el emplazamiento del episodio en la morería madrileña. Esclareció el punto Marcel Bataillon, «¿En qué Rioseco estaba la morería de La pícara Justina?», Picaros y picaresca: La pícara Justina(Madrid, Taurus, 1969), pp. 137-150.
45.  Sobre la posición de Cervantes ante la cuestión morisca, véase L. P. Harvey, The Moriscos and 'Don Quixote' (London, King's College, 1974), y Márquez Villanueva, «El morisco Ricote o la hispana razón de estado», en Personajes y temas del «Quijote»(Madrid, Taurus, 1975), pp. 229-335.
46.  Hay edición crítica de La ingeniosa Elena, con introducción y notas de J. Costa Ferrandis (Lleida, Instituto de Estudios Ilerdenses, 1985).
47.  Barcelona, Anthropos, 1993. Teniendo en cuenta la obra de Salas, entre otras, Márquez (p. 173) destaca el «sello moruno» que marca en la estimación popular el tipo celestinesco. La muerte de Zara a manos de unos ladrones deja también traslucir la infidencia de la tragicomedia de Fernando de Rojas.
48.  Véase Carrasco Urgoiti, «Experiencia y tabulación en las Guerras civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita», Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos, 42-43 (1993-1994), 49-72. Se espera una próxima edición de esta obra de Pérez de Hita con estudio preliminar de Joaquín Gil Sanjuan.
49.  Fernández de Avellaneda, Don Quijote de la Mancha, edición de Martín de Riquer, Clásicos Castellanos 174-176 (Madrid, Espasa Calpe, 1972), vol. I, p. 29.
50.  Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, ed. L. A. Murillo (Madrid. Castalia, 1978), vol. II, p. 576.
51.  Cf. Adrián G. Montoro, «"Libertad cristiana": Relectura de Marcos de Obregón», Modern Language Notes, 91 (1976), 213-230. Montoro cree también que bajo ciertas características de Marcos se traslucen, para los lectores coetáneos, rasgos de identidad moriscos, aunque no pone en duda la cristiandad del personaje. Respecto a los enigmas biográficos en torno a Espinel, Márquez Villanueva se pregunta: «¿converso de moros, converso de judíos o las dos cosas a la vez? Lo que sí cabe afirmar con certeza es que su planteamiento disidente responde a la conocida alianza de ambos grupos conversos». «La criptohistoria morisca (los otros conversos)» (1982), incluido en El problema morisco (cita en p. 29).
El trabajo de Montoro, así como otros estudios sobre Espinel, incluidos los míos, se han reunido en Vicente Espinel: Historia y antología de la crítica, ed. por J. Lara Garrido y G. Garrote Bernal (Málaga, Diputación, 1993).
Respecto al episodio de la cautividad, Montoro concede gran importancia a la virtud de la 'paciencia cristiana' de que da prueba Marcos, resistiendo la tentación de renegar en que cayó su amo, precisamente por su orgullosa impaciencia. Considera que la comparación entre ambos es significativa, porque los dos son cristianos de corazón y moriscos de origen.
52.    Lope de Vega, Novelas a Marcia Leonarda, ed. Francisco Rico (Madrid, Alianza Editorial, 1968), p. 85.
53.    Lope se documenta en el Nuevo tratado de Turquía de Octavio Sapiencia, según mostró Marcel Bataillon, «"La desdicha por la honra": génesis y sentido de una novela de Lope» (1947), incluido en Varia lección de clásicos españoles (Madrid, Gredos, 1964), pp.373-418. Pone de relieve la imprecisión con que Lope de Vega reconstruye los acontecimientos ocurridos en la capital turca, López Baralt, «Un olvido de Lope», Journal of Hispanic Philology, 16 (1991), 43-53. En cuanto al nombre Jerónimo de Urrea que da Sapiencia al personaje; -homónimo de un escritor aragonés de la familia del Conde de Aranda, valedor de los moriscos aragoneses a mediados de siglo-, se inclina por considerarlo auténtico Pierre Geneste, Le Capitaine-poète aragonais Jerónimo de Urrea (Paris, Ediciones Hispanoamericanas, 1978), pp. 96-97, nota.
54.    Gozalbes Busto, art. cit., p. 105.
55.    La vestimenta tiene importancia en la novela morisca, pero también contaba mucho en la vida real de los «nuevos convertidos de moros», pues se veía en el atuendo, sobre todo el de las mujeres, un signo de identidad a que se acogían en su rechazo a la asimilación religiosa y cultural. De todas las prendas, es la almalafa la más prohibida por el Santo Oficio, precisamente porque de ella se valían las moriscas para cumplir la prescripción islámica de cubrirse el rostro. Analiza esta situación Louis Cardaillac, «Le vêtement des Morisques», Signes er marques du Convers (Espagne, XVme-XVIme siècles (Aix-en-Provence, Université de Provence, 1993), pp.15-30.
No forma parte la almalafa, aunque sí todas las otras prendas inventariadas, de la indumentaria de las nobles moras en la recreación caballeresca de la corte de Granada que elabora Pérez de Hita. Esta significativa diferencia fue constatada por Juan Martínez Ruiz, «La indumentaria de los moriscos, según Pérez de Hita y los documentos de la Alhambra», Cuadernos de la Alhambra, III (1967), 55-124.
Sobre la novela comentada, véase José Miguel Oltra, «Zelima o el arte narrativo de María de Zayas» en A. Egido y Y. R. Fonquerne, formas breves del relato (Madrid: Casa de Velázquez y Zaragoza: Universidad, 1986), pp. 177-190.
56.    Véase sobre la expulsión y los fallidos intentos de que fueran eximidos ciertos grupos, Juan Bautista Vilar, Los moriscos del Reino de Murcia y Obispado de Orihuela (Murcia, Academia Alfonso X el Sabio, 1992).


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