Othello y los moriscos: Hacia una nueva lectura de 'Othello', de William Shakespeare


Jesús LÓPEZ-PELÁEZ CASELLAS
Universidad de Jaén (España)

El dramaturgo inglés William Shakespeare (1564-1616) aparentemente escribió su tragedia Othello entre 1602 y 1604, durante un lustro especialmente productivo de su carrera durante el que compuso (además de Othello) Julius Caesar, Hamlet y King Lear. Othello no fue publicada —como todas sus obras de teatro— sino hasta después de su muerte, apareciendo en 1622 en el conocido como ‘First Quarto’ y en 1623 en el ‘First Folio’ junto con otras 35 obras que constituyen en casi su totalidad el canon dramático shakesperiano. Como es bien sabido, la trama de esta obra, como la de la mayoría de las obras de Shakespeare y de muchos de sus contemporáneos, no era ‘original’ en el sentido decimonónico y romántico del término, sino que se trataba de una dramatización de un relato anterior, una novela perteneciente al libro de relatos Gli Hecatommithi del autor italiano del siglo XVI Giraldo Cinthio. Shakespeare adaptó en concreto el relato titulado Il capitano Moro (o Il Moro de Venecia) y si bien mantuvo la trama principal y la mayoría de personajes, incorporó elementos propios (entre otros los nombres de los personajes principales: Othello e Iago, y de algunos secundarios: Roderigo), y en definitiva aportó una estructura dramática que alteró radicalmente el sentido de la obra: de lo que originalmente era en la obra de Cinthio una advertencia ante el supuesto peligro inherente a los matrimonios inter-raciales, pasamos en el texto shakesperiano a la dramatización del conflicto de identidad por excelencia del hombre moderno: aquel que afecta a su cultura, su etnia, y su rol sexual y social.

Antes de entrar en consideraciones más concretas, creo necesario comenzar con una apreciación de naturaleza teórica o metodológica: El trabajo que presento hoy aquí parte de la convicción de que una obra literaria, o dramática, no es una creación autónoma e independiente de cualquier consideración que trascienda lo estético, sino que supone un artefacto cultural (esto es, histórico, económico, social e ideológico) que establece una relación dialéctica con el llamado ‘contexto’: la obra literaria explica y es explicada por el contexto, y viceversa, de modo que la práctica literaria contribuye de forma activa a generar, subvertir y/o consolidar el tejido social en el que se inserta. Estos son los planteamientos generales de las prácticas críticas conocidas como ‘materialismo cultural’ y ‘neo-historicismo’, y junto con consideraciones relativas a la articulación de lo literario, lo histórico y lo ideológico, y apreciaciones de índole semiótica, estructurarán el trabajo que les presento.
                                  
Es en este sentido en el que entiendo que el análisis de Othello que planteo puede aportar no sólo nueva luz sobre uno de los textos dramáticos seminales del periodo pre-moderno europeo (1485-1660) sino que puede ayudarnos a comprender mejor la naturaleza y la entidad de la tragedia morisca en la Europa de William Shakespeare, dentro del marco del papel jugado por el Islam y los musulmanes en el contexto de la construcción de la identidad moderna inglesa.

Es bien conocida, y por ello sólo parece necesario referirla de forma resumida, la cronología de la tragedia de la discriminación, el acoso, la represión y la expulsión final de la minoría morisca de la España de los Austrias. Partiendo de los 67 artículos de las Capitulaciones de Granada, firmadas el 21 de noviembre de 1491 entre los Reyes Católicos y el Rey Boabdil de Granada, y que garantizaban derechos inalienables a la población musulmana (libertad religiosa, lingüística, social y cultural), nos encontramos con una situación de exclusión que condujo en pocos años a la recomendación primero (por parte de Fray Hernando de Talavera), y exigencia después (por parte del Cardenal Cisneros) del abandono del Islam, la lengua árabe y las costumbres musulmanas, además del bautismo y conversión forzosa al catolicismo, bajo pena de multa, encarcelamiento, tortura e incluso muerte. Tras las revueltas relativamente menores de finales del siglo XV y la elaboración de las Pragmáticas de Carlos V, que quedaron en suspenso durante cuarenta años a cambio del pago de 80.000 ducados, Felipe II decide retomar la Pragmática de 1526 y, promulgada el 1 de enero de 1567, instaurar una nueva y última etapa de la difícil existencia de la comunidad morisca caracterizada por abusos de todo tipo. Estos abusos como es bien sabido condujeron irremediablemente a los moriscos granadinos a finales de 1568 al reconocimiento de Abenhumeya como rey y el inicio de la Guerra de las Alpujarras (1568-71).

Ciertamente la guerra sólo se inclinó del bando cristiano a partir de abril de 1569, cuando se hizo cargo del ejército de Felipe II su hermanastro Juan de Austria, si bien no fue hasta 1571 que se consumó la derrota total. La consecuencia inmediata fue la dispersión de todos los moriscos granadinos por regiones colindantes, hasta que en las décadas siguientes diversos rumores los presentaron como ‘quintacolumnistas’ o enemigos interiores al servicio del sultán turco, o del rey de Marruecos, de modo que ya para finales del siglo 17 (en torno a 1580) se hablaba abiertamente de la expulsión total, que se ejecutó a partir de 1609. Es muy relevante recordar que comoquiera que los moriscos eran, a efectos teológicos, cristianos, se consideró incorrecto deportarlos a tierras de infieles, de modo que muchos fueron embarcados rumbo a Francia, desde donde la mayoría se dirigió al norte de África, si bien algunos miles se establecieron en Francia (Marsella) e Italia (Livorno), y a lo largo del siglo 16 varios grupos buscaron asilo en Inglaterra. En conjunto, un 4% de la población española (esto es, unos 300.000 moriscos) abandonaron el país, además de los más de 10.000 que murieron durante la guerra de 1568-1571, y algunos pocos miles que fueron autorizados a quedarse por ocupar empleos especialmente necesarios y tras acreditar su cristianismo.

En Europa, tanto la Guerra de las Alpujarras como la expulsión fueron observadas con una mezcla de horror y comprensión. Historiadores como J.N. Hillgarth explican cómo muchos viajeros, algunos de ellos claramente antiespañoles, a pesar de criticar la crueldad de la actuación de las tropas de don Juan de Austria (que efectivamente tuvieron un comportamiento inhumano incluso para los estándares de la época) acaban reconociendo la necesidad de solucionar la situación creada por una minoría, la morisca, que consideraban inasimilable y potencialmente peligrosa. Prueba de lo extendido de esta opinión sólo aparentemente contradictoria son las manifestadas por dos significativos personajes del siglo 17: para el cardenal Richelieu, la expulsión constituyó una de las acciones más bárbaras jamás conocidas, pero para el embajador de Venecia (opinión especialmente relevante en el contexto de este trabajo) la expulsión era lógica y comprensible dado que los moriscos pertenecían a la peor clase de personas.

Evidentemente, la expulsión no puede ser comprendida sin referencia a un contexto que trascienda no ya lo religioso, sino lo político o incluso lo exclusiva y restrictivamente étnico y social. Diversos autores han señalado cómo era un hecho que una mayoría de moriscos eran
criptomusulmanes, y que los bautismos en masa no surtieron ningún efecto. Distintos textos e incluso documentos culturales de todo tipo (costumbres, baladas o fiestas populares) atestiguan cómo se seguían realizando ritos religiosos musulmanes, si bien considerablemente modificados (lo que ocasionaría no pocos problemas en algunos de los países a los que se dirigieron los moriscos por razones de ortodoxia religiosa). En cuanto a la preocupación política por su posible connivencia con potencias extranjeras, también es sabido que además de potenciales alianzas con la Francia de Enrique IV, el rey de Marruecos Ahmad al-Mansur negoció con la reina Isabel de Inglaterra desde 1585 hasta la muerte de ambos, a principios del siglo 17, una empresa militar conjunta en España, para la que contaba con la ayuda de los moriscos españoles, que aseguraba que le ayudarían a reconquistar al-Ándalus.

Si bien todas estas razones (religiosas, geopolíticas, sociales y culturales etc.) contribuyeron a generar un clima de abierta hostilidad hacia los moriscos por parte de los cristianos españoles, es razonable pensar que no habría sido suficiente para desencadenar la expulsión dado el importante papel que estos, los moriscos, jugaban en la sociedad española de la época, gracias a su ética del trabajo, su laboriosidad y su notoria sobriedad en la comida y la bebida (su extremada higiene, por el contrario, era mirada con suspicacia por los cristianos). ‘Quien tiene moro tiene oro’, era la frase acuñada por los terratenientes cristianos, muy poco dispuestos a prescindir de esta eficiente y barata mano de obra. Así pues, la razón que explica la deriva de los acontecimientos es de naturaleza ideológica, y tiene que ver con la creciente percepción de la necesidad de articular un estado moderno en torno a ideas aglutinadoras, básicamente las de religión, etnia y lengua, que permitieran cerrar simbólicamente España de la misma manera que se estaban cerrando otros proto-estados modernos europeos.

Ciertamente y como hemos sugerido, las relaciones de la Inglaterra isabelina con el Islam son mucho más estrechas de lo que se ha querido reconocer hasta ahora: tanto con el rey Abu Marwan Abd al-Malik (1576-78) como con su sucesor (y último monarca Saadi) Ahmad I al- Mansur (1578-1603), Inglaterra firmó tratados, estableció sólidos vínculos comerciales (se crearon la East Levant Company y la Barbary Company) e incluso confraternizó en el ámbito religioso, como fieles que eran ambos de credos monoteístas ya que, a diferencia de los católicos, protestantes y musulmanes repudiaban las imágenes. Las relaciones de los ingleses con los musulmanes —ya sean otomanos o norteafricanos— eran pues frecuentes, y comprendían una triple perspectiva: como amenaza política y militar, como socios comerciales, y como ‘Otros’ exóticos y excéntricos en virtud de su ‘raza’, costumbres y religión (tal y como reproducen varias obras de teatro de autores de los siglos 16 y 17. Mucho de esto hay en las crónicas de la embajada que en 1600 recibió la reina Isabel procedente de Marruecos, la cual, liderada por Muley Hamet, se estableció en Londres durante cinco meses y, entre otros asuntos comerciales y políticos, propuso la invasión conjunta de las colonias españolas en el Nuevo Mundo (que ambicionaba Inglaterra), y del antiguo Al-Ándalus (al que aspiraba Marruecos). Lo más interesante para nuestra discusión aquí es que para estas invasiones el embajador marroquí aseguraba contar con ayuda de los moriscos descontentos de Granada y Valencia. Finalmente no se llegó a ningún acuerdo concreto, pero tras abandonar Londres la embajada marroquí en 1601, la reina Isabel decidió, inmediatamente, firmar un decreto de expulsión de “negars and Black-moores”. Quiénes eran estos expulsados, sobre los que volveré más adelante, ha sido motivo de controversia, pero se ha sugerido que se trataba de moriscos españoles perseguidos por la Inquisición. Con toda probabilidad, la oferta de los marroquíes convenció a los ingleses del peligro potencial que constituían todas aquellas minorías descontentas que, por razón de su origen, ocupaban los límites de la sociedad. La muerte de ambos monarcas, la reina inglesa y el rey de Marruecos, poco después de este episodio (el de Marruecos en la batalla de Alcázarquivir o de los Tres Reyes) dejó estas conversaciones en meros proyectos. No obstante hubo un nuevo intento de implicar a Inglaterra en los conflictos de la España de los Austrias con los moriscos. Entre 1602 y 1604, precisamente los años durante los que presumiblemente se compuso Othello, el espía francés Saint Etienne intentó convencer a Inglaterra de la oportunidad de socorrer a los moriscos valencianos enfrentados a Felipe III. A pesar de que el ministro inglés Sir Robert Cecil veía con buenos ojos esta posibilidad, el nuevo rey inglés, Jacobo I, estaba promoviendo una política de acercamiento a España que se consolidaría en el Tratado de Londres de 1604, y rechazó la idea. No obstante, la propuesta vino en el marco del activo papel que Inglaterra jugaba como asilo político de moriscos procedentes de España, que eran relativamente bien conocidos en Inglaterra a principios de este siglo 17.
                                   
De manera muy significativa, entre 1596 y 1601, mientras en España se discute cada vez más abiertamente la posibilidad de expulsar a cientos de miles de moriscos, la reina Isabel de Inglaterra redacta una serie de tres cartas-edicto que, dirigidas al alcalde de Londres, ordenan la deportación de varias decenas de personas de origen africano que se encontraban, en situación algo confusa, en Inglaterra. Como he indicado más arriba, no está claro quiénes son estos ‘blackamoores’: para algunos autores se trataría de varios de estos moriscos españoles, que la reina decidió expulsar por diversos motivos; para otros, serían esclavos subsaharianos capturados en las colonias españolas y trasladados a Inglaterra para ser intercambiados por prisioneros ingleses. En cualquier caso, estas órdenes, dirigidas contra personas que no representaban en apariencia peligro alguno hacia Inglaterra, han sido tradicionalmente interpretadas como prueba de la deriva racista (o racialista) hacia la que se dirigía la Inglaterra proto-colonial, y que se vería confirmada más adelante a través de la intensa actividad de Inglaterra en la esclavitud de millones de personas. No obstante, autores como Emily Bartels han señalado que la redacción de estos edictos, o su significado, no puede explicarse exclusivamente en términos de códigos raciales. A pesar de las distintas razones que la reina incorpora: a saber, excesivo número de “blackamoores” en Inglaterra, perjuicio para los ingleses más desfavorecidos por los recursos consumidos por estos, y conveniencia de que los empleos ocupados por estos extranjeros fueran ocupados por los propios ingleses, lo cierto es que las razones de la reina parecen ser otras. Curiosamente, la reina se muestra más firme y decidida a la hora de la deportación en la última carta, precisamente a raíz de la entrevista con el embajador de Marruecos, el cual sugirió como vimos la posibilidad de utilizar la desafección de los moriscos contra el rey de España. A esta preocupación por tener al enemigo infiel en casa, la reina incorpora en sus escritos una reflexión identitaria. Ya no se trata —como se desprende de la última carta— de una conveniencia económica o social, sino de una cuestión simbólica: los deportados son una “clase de gente… que debería ser inmediatamente expulsada de los dominios de Su Majestad” (“a kinde of people … that should be with all speed avoided and discharged out of Her Majesty’s dominions”). Las razones de la deportación, como las de la expulsión de los moriscos españoles, ya no son de orden práctico y contingente, sino ideológicas y absolutas, no económicas, sino raciales.

Como ya hemos visto, la tragedia shakesperiana Othello fue elaborada a partir de un relato del discípulo de Bocaccio Giraldi Cinthio. La obra, bien conocida, cuenta la peripecia de un capitán del ejército veneciano, Othello, que siendo de incierto origen no cristiano, y descrito ambiguamente como ‘Moro’ y ‘Negro’, se casa con una joven aristócrata veneciana, Desdemona, justo ante el peligro de un ataque turco a la isla veneciana de Chipre. Trasladada la acción a Chipre, donde Othello es enviado por el Senado veneciano con la misión de protegerla de los turcos, el malvado oficial Iago, auxiliado por el torpe y malvado Roderigo, juega con los prejuicios que tanto Venecia como el propio Othello tienen sobre las mujeres y los musulmanes (lujuria, animalidad, inconstancia) hasta acabar convenciendo a Othello, que le tiene gran afecto y confianza, de que su esposa le ha sido infiel con su lugarteniente Cassio, lo cual es completamente falso. Horrorizado por el deshonor y la decepción que le produce esta falsa información, Othello asesina a Desdemona como castigo por su supuesto adulterio, para suicidarse de forma inmediata al darse cuenta de su error.

Para empezar, diversos autores han señalado el notable parecido entre Othello y el viajero granadino y morisco conocido como Leo ‘el Africano’. De hecho, se ha postulado que la obra de Leo Cosmographia dell Africa, de 1550, era conocida en Inglaterra a través de la traducción de John Pory Description of Africa (también conocida como A Geographical Historie of Africa). La obra fue publicada en 1550 en Italia por Ramusio, y vertida al inglés en 1600 por John Pory. Si bien no se puede tener constancia de que Shakespeare la hubiera leído entera, sí se tiene la certeza de que tanto él, como otros dramaturgos isabelinos (John Webster y Ben Jonson, entre otros) habían oído hablar de ella y la conocían al menos en parte. La posibilidad de que la obra de Leo sea un subtexto de Othello no se reduce a la información que proporciona sobre los distintos tipos de Moors, sino que las similitudes entre el personaje histórico conocido en la Inglaterra del 16 y el 17 como John Leo Africanus y Othello son grandes: ambos son de origen elevado, se educaron entre aristócratas y cortesanos, tuvieron una vida itinerante como viajeros por el Mediterráneo, sur de Europa y África, y fueron hechos prisioneros y se convirtieron al cristianismo, además de ocupar cargos de influencia en el mundo occidental y, por supuesto, ser más o menos vagamente asociados a lo árabe o no-cristiano. Difieren, en cambio, en que mientras que Leo es un intelectual, Othello es un hombre de acción, un guerrero, y ciertamente el héroe trágico shakesperiano fue incapaz de integrarse en Europa de la forma que lo hizo el histórico al-Fasi.

Esto nos da pie para explorar la complejidad de la naturaleza de Othello, una de sus características más notables sin lugar a dudas. Evidentemente, Shakespeare enfatizó la contradicción inherente a un personaje del que se preconiza su ‘honestidad’ y ‘nobleza’ a pesar de proceder de un mundo considerado ‘bárbaro’; que se ha integrado en la sociedad veneciana de la que destaca y se diferencia por su color de piel; que defiende la cultura que previamente combatió; y que, en definitiva y como dice el Dogo al agraviado padre de Desdemona, “is far more fair than black” (‘es más blanco que negro’). Ciertamente Shakespeare había introducido personajes a los que, en la terminología de la época, se podría denominar como Moors, esto es, de origen musulmán. En The Merchant of Venice (1596/98) (II.vii) el príncipe Morocco no solo no es capaz de resolver el enigma que le habría conseguido la mano de Portia, sino que es despreciado por ésta por su aspecto (II.vii.79). En Titus Andronicus (1584/90), Shakespeare construye uno de sus personajes más malvados, Aaron, un Moor que, dramáticamente descendiente de los ‘black men’ de las Morality Plays medievales, representa el Otro por antonomasia: diferente y discriminado, y a la vez (y por eso) capaz de las mayores villanías y maldades. Aaron parece ser dividido en dos en Othello: el noble Othello comparte con él su diferencia étnica, y el veneciano y blanco Iago su maldad.

Othello pues defiende lo que antes combatió en Venecia, la ciudad-estado más cosmopolita del Mediterráneo, destino de perseguidos de todo el mundo conocido: judíos, moriscos, europeos y africanos. Es aquí donde Othello se construye una nueva identidad que, sin sustituir a la anterior (pues su piel atestigua su diferencia), le permite incorporarse al mundo occidental y cristiano. La obra sin embargo deja numerosos rastros de la imposibilidad de que Othello sea aceptado: su rasgos físicos y especialmente el color de su piel; sus propios sentimientos de diferencia e incluso inferioridad (“Haply for I am black”); sus creencias paganas (la historia mágica del pañuelo); y muy especialmente el rechazo activo de todos los personajes de la obra, con la única excepción de Desdemona, que tienen constantemente conciencia de su diferencia. La división de la psique de Othello está especialmente reflejada en el escenario de la obra: Chipre, localización simultáneamente cristiana (veneciana) y musulmana (turca), es en términos semióticos una semiosfera lotmaniana en la que ambas culturas se encuentran y se mezclan sin acabar de fusionarse, tal y como ocurre en la propia personalidad de Othello. Como la propia Chipre, como los moriscos españoles, Othello no acaba de ser europeo ni africano, musulmán ni cristiano, negro ni blanco, y esto le conduce a una evidente destrucción de su identidad: “That’s he that was Othello; here I am” (‘Este es el que era Otelo: aquí estoy yo’, V.ii.290). Evidentemente la dramatización del complejo proceso de construcción (y destrucción) de la identidad está directamente relacionado con la construcción simbólica de Venecia/Inglaterra como estado-nación, esa construcción simbólica que la Reina Isabel pretendía asegurar deportando a los ‘negros’ y ‘moros’ y Felipe III expulsando a los moriscos. Esto, que sin duda queda reflejado en varios episodios de la obra, es claramente dramatizado en el último relato de Othello, en el que da cuenta de cómo el defensor de Venecia debe ahora defenderla ejecutándose a sí mismo:

And say besides, that in Aleppo once,
Where a malignant and a turban'd Turk
Beat a Venetian and traduced the state,
I took by the throat the circumcised dog,
And smote him, thus.
(Stabs himself)
[Othello, act V, scene ii, 349-365]

Y contad también que en una ocasión en Aleppo,
Donde un malvado Turco envuelto en turbante
Golpeó a un veneciano e insultó al estado,
Cogí de la garganta al perro circuncidado
Y le atravesé así.
(Se apuñala).

Como también adelantaba más arriba, Shakespeare modificó algunas de las características del relato de Cinthio (como solía hacer con todas las fuentes de sus obras). Tanto la peripecia de Othello (aquella que le acerca a ese morisco histórico, Leo Africanus) como la compleja división de su personalidad que acabamos de percibir (también compartida, en cierto modo, por los moriscos, expulsados de España y en algunos casos difícilmente aceptados en las ciudades musulmanas a las que arribaban,) difieren de forma muy notable del relato original, y no podemos sino suponer que esto obedecía a la complejidad temática, semiótica e ideológica que el autor quiso proporcionar a su tragedia. Pero, de forma incluso más notable, Shakespeare significativamente proporcionó nombres a personajes que en el original no lo tenían: Othello, Iago y Roderigo. En un trabajo seminal, Barbara Everett hizo notar en 1982 lo extraordinariamente peculiar de estos nombres, de claras resonancias españolas que conviene analizar con cierto detalle.

Para empezar, tanto el nombre de Roderigo como el de Iago no son italianos, como cabría esperar, sino marcadamente españoles. Tanto Roderigo, o Rodrigo, como Iago, o Santiago y Jacobo, eran nombres no sólo clara sino inequívocamente españoles para la Inglaterra de la época. Resulta sorprendente en el contexto de la obra shakesperiana, pues si bien ésta no se caracteriza por una extremada fidelidad social, cultural e histórica (al menos desde la perspectiva actual) sí se respetaba una cierta coherencia que estos nombres extrañamente españoles parecen romper. La extrañeza es mayor si consideramos que Shakespeare, trabajando bajo el patronazgo del rey Jacobo en su The King’s Men (‘Los hombres del Rey’, su compañía teatral) había decidido dar a su villano, de todos los nombres posibles, el nombre del rey. Hay que hacer notar que esta obra fue estrenada en el palacio real de Whitehall, el 1 de noviembre de 1604, ante el propio rey Jacobo, que contempló cómo el villano de la obra portaba su propio nombre, Iago. Que el autor se arriesgara no ya a incurrir en el disgusto del rey, sino a ser censurado por el Master of the Revels (institución que velaba por la corrección de todas las obras que se estrenaban) indica que la elección del nombre del villano no era fortuita. Efectivamente, Iago se llama así porque es el que destruye al Morisco Othello, igual que Sant Iago Matamoros (Saint Jakes the Moor Killer) era conocido en Inglaterra por su papel en la reconquista española. Iago así nos remite a Santiago. Y de la misma forma, Roderigo es el otro famoso héroe cristiano conocido en Inglaterra por su supuesta lucha contra los musulmanes en la península: Rodrigo Díaz, el Cid.

En resumen, Iago y Roderigo tienen nombres españoles porque Othello es un personaje con resonancias españolas. Esto no quiere decir, ni aquí se sugiere, que Othello fuera español, morisco o andalusí, ni que Shakespeare quisiera emitir un juicio sobre la situación de los moriscos de España, que estaban a punto de ser expulsados pero ya habían huido del país, en las décadas anteriores, de forma significativa. Pero lo que sí quiero sugerir con esta interpretación de la obra es que, primero: la tragedia morisca era bien conocida en Inglaterra, donde probablemente habían llegado algunos exiliados buscando asilo; segundo, que eran conocidos —al menos en ciertos niveles— los problemas de asimilación que esta comunidad podía encontrar y en cierta medida producir, y que se les temía en cuanto potenciales enemigos interiores; tercero, que en la construcción simbólica de los estados modernos, las identidades nacionales comenzaban a construirse a base de reprimir la diferencia, tanto la religiosa como la lingüística y cultural y muy especialmente la étnica o racial, tal y como Iago y Venecia hacen con Othello. En Othello Shakespeare consciente o inconscientemente reprodujo la tragedia morisca, la del rechazo y la discriminación a causa del color de piel o las creencias, y para ello dramatizó el conflicto irresoluble del individuo moderno atrapado entre dos mundos, ninguno de los cuales es suyo.

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