La Inquisición de los Reyes Católicos


César OLIVERA SERRANO
Instituto de Estudios Gallegos Padre Sarmiento
Doctor en Historia por la Universidad Autónoma de Madrid
Científico titular del CSIC

Artículo publicado en la revista Clio & Crimen: nº 2 (2005), pp. 175-205
ISSN: 1698-4374


Resumen: Explicación sobre los orígenes históricos de la Inquisición española durante el reinado de los Reyes Católicos. Incluye una breve exposición sobre los antecedentes medievales, la evolución del problema religioso con las minorías (judíos y conversos, musulmanes), la aparición del tribunal a finales del siglo XV, el sistema procesal y la burocracia, la extensión de la Inquisición a los reinos de la corona de Aragón y las consecuencias sociales del nuevo sistema, especialmente en relación con la nobleza y la cuestión de la limpieza de sangre.

1. Introducción
Cuando se habla o escribe sobre la Inquisición no es raro que se den todo tipo de explicaciones previas: basta echar un vistazo a lo que se publica para apreciar las distancias que suelen ponerse entre aquella lejana sociedad que la vio nacer y la actual. Esta actitud es, hasta cierto punto, una consecuencia indirecta del maremágnum de opiniones y juicios de valor —no siempre ecuánimes— que la gente normal y corriente expresa cuando se trata de opinar sobre el Santo Oficio. En el lenguaje coloquial, las palabras Inquisición o inquisitorial equivalen, casi siempre, a términos muy peyorativos. En ese mar un tanto encrespado no es fácil moverse con comodidad, porque el caudal de sentimientos viscerales deja poco margen para el raciocinio. Los prejuicios y precauciones disminuyen mucho cuando los que hablan son historiadores especializados. Cualquier profesional sabe de sobra que la Inquisición nacida en tiempos de los Reyes Católicos —el Tribunal del Santo Oficio— responde a unos parámetros intelectuales totalmente distintos de los nuestros; la labor investigadora, si quiere ser verdaderamente seria y científica, debe buscar explicaciones razonadas de por qué las cosas ocurrieron de tal manera, al margen de las simpatías o suspicacias de algunos lectores malévolos.
       De lo que se trata, por tanto, es de entender —no de juzgar— las circunstancias que hicieron posible la aparición y el desarrollo del Santo Oficio salvando el tremendo desfase temporal y mental que nos separa de aquella sociedad que alumbró uno de los tribunales más emblemáticos de la monarquía en los tiempos modernos. No es tarea fácil. En cada recodo del camino nos salen al paso ideas y conceptos que se forjaron al calor de una polémica doctrinal y política en la que siempre hubo un componente de propaganda muy importante; es necesario recordar que durante siglos existió toda una literatura anti-inquisitorial que respondía a diferentes estrategias de hostigamiento, y que esas estrategias tenían una finalidad claramente política: la erosión de la monarquía de los Habsburgo o de los Borbones. Todo aquel bagaje propagandístico se resume y condensa en la famosa Leyenda Negra que atravesó por distintas fases, desde los primeros estadios con Antonio Pérez (el secretario de Felipe II), hasta el norteamericano Henry Ch. Lea (el polemista que se enfrentó a Menéndez Pelayo), pasando por otros intermedios, como el célebre Llorente, entre otros2. Pero a pesar de los pesares, la investigación callada y paciente de los especialistas ha ido separando el argumento demostrable de la soflama, el dato contrastado de la tergiversación interesada, hasta alumbrar hoy día una visión mucho más cabal y realista de lo que pasó hace quinientos años. No hace falta insistir en que no se trata a estas alturas de montar la apología de lo que otros censuraron en los tiempos pretéritos, ni de justificar actitudes difícilmente justificables, sino de hacer un esfuerzo de entender los porqués.
       La investigación contemporánea sobre la Inquisición despertó durante los años sesenta y alcanzó un importante impulso en 1978, cuando se celebró en la ciudad de Cuenca el primer simposio sobre la Inquisición, organizado por Joaquín Pérez Villanueva en conmemoración del V Centenario de la aparición del primer tribunal inquisitorial. La verdad es que muchos de los autores recogidos en ese volumen ya llevaban bastantes años de avances y esfuerzos, pero desde ese instante el tema pasó a ser uno de los grandes campos de interés historiográfico. El propio editor de las actas reconocía por aquel entonces que la investigación sobre la Inquisición española se había centrado, tal vez en exceso, en una serie de asuntos preferentes, mientras que otras áreas habían quedado injustamente olvidadas. Entre los temas más tratados —decía Pérez Villanueva— figuraban los grandes protagonistas de la institución (los inquisidores Torquemada, Valdés y Salas), los grandes procesados (los arzobispos Talavera y Carranza), los casos más sonados de herejía (los judaizantes, los alumbrados, los protestantes) o los hechos más llamativos (la brujería); pero se habían quedado fuera un sinfín de problemas aún no resueltos, como la historia social de la Inquisición (léase, por ejemplo, el fenómeno de los familiares del Santo Oficio), la vigilancia de las costumbres cotidianas, el armazón institucional, el sostenimiento material de la burocracia, etcétera. Entre las numerosas conclusiones de aquel congreso, se señalaba la importancia de analizar con detenimiento el inmenso caudal de documentos que aún están sin explorar, especialmente las relaciones de causas que se conservaron en el Tribunal de la Suprema de Madrid, actualmente depositadas en el Archivo Histórico Nacional, que nos permiten conocer la información desaparecida que guardaban los tribunales de cada distrito. Pérez Villanueva también decía otra cosa bastante lógica: al ser una institución multisecular, el Tribunal del Santo Oficio atravesó períodos muy diferentes y cambiantes, de tal modo que las conclusiones generales son difíciles y arriesgadas; es preciso ajustar mucho el análisis en cada etapa histórico si se pretende evitar el uso de vulgarizaciones y lugares comunes. Esta observación es especialmente válida para el período formativo que vamos a tratar en estas páginas. Lo que Isabel y Fernando pusieron en pie no tiene tantas semejanzas con lo que las generaciones posteriores conocieron. El Santo Oficio de fines del XV sólo se entiende a partir de las circunstancias específicas de aquel tiempo. Algunas de las obras de conjunto y actas de reuniones científicas más recientes no han hecho sino profundizar en todos estos aspectos que se apuntaban en el coloquio conquense.
       No está de más recordar en este punto otro hecho evidente: la Inquisición nació, no como un tribunal eclesiástico, sino como un tribunal real, de modo que sus procedimientos se enmarcaron en los usos judiciales de la época; y esos usos eran, por lo general, bastante drásticos (al menos para nuestra mentalidad). Piénsese, por ejemplo, que el procedimiento habitualmente usado por la Hermandad —una de las grandes instituciones del reinado— consistía en procesar a los reos mediante un juicio sumarísimo en el que apenas había garantías para el procesado; en bastantes ocasiones, el método de ejecución consistía en asaetear al condenado en campo abierto, con la finalidad de que su muerte fuese un aviso sobrecogedor para potenciales delincuentes. También la Inquisición tuvo una faceta ejemplarizante e intimidatoria, como veremos más adelante, pero ese rasgo era compartido con los restantes ámbitos de la administración de justicia de la época.
       Pero antes de analizar la aparición del tribunal, conviene repasar algunos aspectos importantes relacionados con los orígenes medievales de la Inquisición, sobre todo para entender las razones que movieron a los reyes a poner en pie un sistema centralizado por la propia monarquía. La pregunta que nos asalta en este punto es inmediata: si tan importante era el problema que los reyes deseaban combatir ¿por qué no aprovecharon la experiencia medieval? ¿Por qué crearon un tribunal real si el sistema eclesiástico ya había sido utilizado en el pasado? En este punto merece la pena echar un rápido vistazo a la denominada Inquisición Pontificia, que funcionó de manera habitual en bastantes reinos a lo largo de los siglos XIII al XV.

2. La Inquisición medieval
La Inquisición pontificia o romana surgió formalmente en 1231, cuando el papa Gregorio XI estableció un procedimiento judicial para los delitos de herejía en toda la Cristiandad; la meta que se pretendía en ese instante era crear un mecanismo idóneo para resolver las desviaciones teológicas, morales o disciplinares, ya que los tribunales ordinarios de la justicia real carecían de la formación necesaria para entender tales cuestiones. Esto último demuestra que la práctica habitual en aquella Europa tan propensa a las herejías consistía en que los jueces ordinarios de cada reino entendiesen y sentenciasen contra los supuestos o auténticos herejes, sin que su celo —a veces excesivo— garantizase un mínimo de ecuanimidad. La santa sede, por tanto, pretendía poner orden en una situación heterogénea y variopinta, dominada por las peculiaridades locales de cada monarquía; el problema de las herejías de masas era demasiado serio como para dejar el asunto en manos de una justicia ordinaria.
       Antes de Gregorio IX habían funcionado otros sistemas alternativos para perseguir a los herejes. El más extendido, tal vez, fue el que denominamos como Inquisición episcopal, refrendada en el sínodo de Verona de 1184 por el papa Lucio III y el emperador Federico I Barbarroja, y ampliado en otros sínodos posteriores, como el de Aviñón (1209), Montpellier (1215), Narbona (1227) y Toulouse (1229). Este procedimiento se basaba en la intervención en primera instancia de los tribunales parroquiales, responsables de dictaminar la naturaleza del problema herético que se denunciaba, mientras que la autoridad civil debía aplicar la pena correspondiente, casi siempre la hoguera. Por su parte, las autoridades civiles de cada reino también legislaron sobre la materia; es conocida, por ejemplo, la decisión de Pedro II de Aragón en 1197, ordenando a todos los tribunales de sus reinos —civiles y eclesiásticos— que persiguiesen a los sospechosos de herejía, estableciendo que el denunciante percibiera un tercio de los bienes del condenado. Esta práctica era, por lo demás, bastante común en la Europa de aquel tiempo.
       Por consiguiente, cuando apareció en 1231 la Inquisición pontificia, se procedió a uniformizar el procedimiento ante los casos de herejía, siendo los tribunales eclesiásticos los responsables de las cuestiones de naturaleza doctrinal, ascética o moral. Gregorio IX encargó a Raimundo de Peñafort, canonista de la santa sede, la redacción de un código de procedimiento inquisitorial para que los obispos o los jueces locales expertos en materia de herejía supiesen cómo afrontar todas las fases de un proceso de esta naturaleza. El Papado también instituyó la figura de los inquisidores generales, responsables de la supervisión de las sentencias que en cada reino se dictaban contra los herejes. Por todo lo dicho, es fácil concluir que la Inquisición papal no fue nunca un organismo permanente o, si se prefiere, un tribunal constituido ad hoc, sino que fue un método, un procedimiento al que atenderse siempre que surgía un problema relacionado con la fe o con la moral. Los inquisidores papales eran en realidad legados investidos con poderes especiales que actuaban durante un tiempo limitado para solventar un problema concreto; una vez solucionado el problema desaparecían.
       Es importante recordar aquí que en Castilla y León no hubo legados papales con función inquisitorial antes de la instauración del Santo Oficio en tiempos de los Reyes Católicos. Esta ausencia de tradición es un factor a tener en cuenta, porque los reyes no tienen a su disposición un sustrato previo sobre el que apoyarse. En la Corona de Aragón, en cambio, sí existieron inquisidores papales, pero su actuación fue bastante esporádica y poco significativa durante los siglos XIV y XV. En Navarra la Inquisición fue organizada en 1328 por Pedro de Leodegaria sin que se sepa demasiado de su grado de funcionamiento. En cuanto a Portugal, sabemos que fue introducida en 1376, pero desapareció poco después.
       La mayor parte de los inquisidores medievales fueron dominicos o franciscanos, pues gozaban de una gran fama intelectual y además no dependían de los obispos. De entre los más conocidos podemos citar —siempre dentro de los reinos de la Corona de Aragón— a Pedro Eymerich (†1399), autor de un Directorium Inquisitorum. Los inquisidores como Eymerich eran la clave del correcto funcionamiento de esta institución y su competencia les facultaba para vigilar la integridad del dogma, la correcta transmisión de la doctrina cristiana y la observancia de la moral. Pero su intervención era ineficaz si fallaba la colaboración de los poderes seculares, cosa que ocurría con relativa facilidad. A lo largo del siglo XIII la Santa Sede fue perfilando otros aspectos del procedimiento inquisitorial: en 1252, por ejemplo, Inocencio IV aprobó la utilización del tormento para los reos que se resistían a confesar todos los detalles de su comportamiento herético; era una reminiscencia de la ordalía altomedieval en un mundo que empezaba a apoyarse en el romanismo jurídico. A comienzos del siglo XIV apareció un manual inquisitorial, la Practica officii inquisitionis heretice pravitatis, redactada por Bernard Gui, que creó un léxico especial que luego pervivió en tiempos de los Reyes Católicos.
       Los usos y procedimientos inquisitoriales del medievo crearon unos cauces procesales llamados a pervivir durante generaciones hasta la época moderna. El más llamativo de todos es, tal vez, el modus operandi seguido por los inquisidores para detectar la herejía. En este punto tuvieron gran relevancia las exhortaciones y predicas públicas, tanto para convencer al hereje de las ventajas de la confesión como para provocar la delación. La meta principal que buscaba el sistema inquisitorial era la reconciliación del reo, base de la restauración del orden; no era bueno ni deseable que se recurriese al tormento, porque en sí mismo era un síntoma de que el procesado no retornaba a la comunión con la Iglesia y con la sociedad civil y política. El fallo de este triple retorno explica por qué los reos contumaces eran entregados al brazo secular para el cumplimiento de la condena: la herejía era entendida, entre otras cosas, como un delito de lessa maiestatis. Las desviaciones heréticas o morales fueron entendidas, en última instancia, como una amenaza a la unidad de la fe y al orden social y político, tanto de la Cristiandad en su conjunto como de cada reino en particular, y sobre ese sustrato acabaría germinando en el siglo XV la idea de establecer un tribunal estatal encargado de velar por todos estos principios.

3. La evolución del problema judío: los orígenes del problema converso
Durante los últimos siglos medievales la Península no estuvo tan expuesta al contagio herético como otros reinos europeos de su entorno. Es verdad que en la Corona de Aragón se sintió la cercanía de las grandes herejías del ámbito francés, y que en Durango se desató el célebre problema de sus herejes en el siglo XV, pero en términos generales no hubo grandes problemas de contagio externo. Las desviaciones doctrinales o morales procedieron de otro terreno interno, directamente relacionado con la presencia judía, pues los contactos e influencias mutuas fueron constantes. No está de más recordar aquí que la gran reconquista de los siglos centrales de la Edad Media sirvió para que la sociedad cristiana acogiese en su solar a dos sociedades confesionalmente diferenciadas —la judía y la musulmana— que se vincularon estrechamente a las monarquías hispanas, y que de ese contacto estrecho surgieron algunos préstamos intelectuales muy relevantes. El más trascendental de todos fue el averroísmo y el racionalismo transmitido al campo cristiano a partir de las obras y glosas de Maimónides. Fue el miedo al “contagio” racionalista lo que propició la legislación segregacionista del IV Concilio Lateranense de 1215, aunque los monarcas hispanos del momento —Fernando III, Jaime I— se mostraron remisos a aplicarla y consiguieron sucesivas moratorias pontificias. Pero en 1240 Gregorio IX —el creador de la Inquisición— ratificó las disposiciones conciliares y ordenó extremar las medidas, incluyendo la orden de quemar ejemplares del Talmud. A fines del siglo XIII se endureció la legislación antijudía y empezó a producirse una animadversión popular que no parará de crecer con el paso de los años. También proliferaron los intentos cristianos de lograr la conversión voluntaria: la primera disputa cristiano-judía tuvo lugar en Barcelona (1263) entre Mosés ben Nahmán, Pablo Cristiano —converso del judaísmo— y Ramón Martínez, en presencia de Jaime I, Raimundo de Peñafort y el franciscano fray Pedro de Janua; aunque no hubo resultados tangibles, la teología cristiana entendió que era necesario un intento de comprensión de los textos doctrinales hebreos. De este proyecto nacerá la obra de Ramón Llul, cuyo influjo pervive a lo largo de la primera mitad del siglo XIV. Pero esta tradición benévola no pudo aguantar el tremendo empuje de los desastres del siglo.
       En efecto, el siglo XIV fue decisivo para el enquistamiento del problema judío. Entre la disputa de Barcelona y las persecuciones de los años noventa media una cadena de problemas añadidos. Por parte judía se constata la profunda división de las aljamas; la mayoría de los judíos, artesanos o campesinos, se inclinó por el pietismo irracionalista, mientras que las élites dirigentes de la Corte se orientaron hacia un subjetivismo racionalista. En el campo cristiano tuvo una gran importancia la endémica inestabilidad política derivada de los conflictos civiles en la Corona de Castilla (sobre todo la revolución Trastámara y también de la Corona de Aragón (Guerra de la Unión), porque dejaron a las comunidades hebreas en un difícil equilibrio que no siempre se tradujo en neutralidad. A todo lo anterior se añadió la recesión económica y los desastres demográficos de mediados de siglo, que salpicaron a los judíos de manera muy directa, como si hubiesen sido los responsables de tanta desgracia. La especialización de algunas familias en los negocios de préstamo, derivada de las prohibiciones profesionales que pesaban sobre las comunidades hebreas, provocó un rechazo creciente y difundieron una fama universal que no paró de crecer hasta la época de la expulsión. En esta atmósfera cargada tuvieron una especial incidencia las calumnias.
       La propaganda antijudía ya se había fraguado a mediados del siglo XIII de forma incipiente, pero desde comienzos del siglo XIV no paró de crecer. La expulsión de los judíos del sur de Francia en 1305 estimuló la circulación de leyendas sanguinarias a este lado de los Pirineos y el pietismo judío relacionado con la Qabala —con manifestaciones mesiánicas— favoreció la difusión de mensajes inquietantes dentro de una mentalidad popular muy propensa a las exageraciones; cuando en 1348 se difundió la gran mortandad, muchos se mostraron convencidos de la culpabilidad judía. La legislación antijudía del concilio de Letrán de 1215, que apenas se había aplicado en la Península, pasó a convertirse en la fuente de inspiración de leyes y ordenanzas de todo tipo. Pero a la larga tuvieron una mayor incidencia las opiniones de algunos conversos del judaísmo que prepararon algunas estrategias para lograr la conversión más o menos voluntaria. En 1321 el rabino de Burgos, Abner, decidió bautizarse con el nombre de Alfonso de Valladolid; sus escritos fueron un poderoso ariete contra la supervivencia del régimen de tolerancia, porque se empeñaba en demostrar que la conversión a la fe cristiana era la etapa final a la que debían llegar todos los judíos de buena voluntad; esta opinión dejaba entrever que los judíos fieles a su credo religioso eran unos malvados. En 1375, otro converso, Juan de Valladolid, protagonizó otra disputa con Mosés Cohen de Tordesillas sobre estas mismas cuestiones. Cundió así la convicción de que la obstinación de los judíos en rechazar el bautismo era consecuencia directa de su perversión intrínseca. De este modo, cuando llegaron a conocerse en 1390 las terribles predicaciones de Ferrán Martínez, arcediano de Écija, se desataron las persecuciones y matanzas que vaciaron las aljamas hispanas de sur a norte a partir del año siguiente.
       Los expertos actuales están de acuerdo a la hora de explicar la desaparición de juderías: aunque las matanzas influyeron mucho, fueron sobre todo las conversiones masivas las que justifican la casi total extinción de las antiguas aljamas bajomedievales. Pero la violencia no sólo no resolvió el problema judío, sino que creó otro peor: el de la convivencia, siempre difícil, entre cristianos viejos y nuevos. Rechazados por sus antiguos correligionarios que habían sido capaces de mantener su fidelidad a la fe, y vistos con recelo por los cristianos, los conversos aparecen pronto como un sector distinto, difícilmente asimilable, enquistado en el seno de una sociedad que no se siente satisfecha con la nueva situación. En la Corona de Aragón, Navarra y Portugal, los nuevos conversos quedarán sometidos a la vigilancia de la Inquisición pontificia; no así en la Corona de Castilla, donde el pontificado no era capaz de establecer el sistema de tribunales que ya conocemos. Desde comienzos del siglo XV los monarcas cristianos se vieron abocados a una disyuntiva: o permitir la reconstrucción de aljamas, dejando espacios de libertad a los judíos —con el subsiguiente retorno de los conversos a la sinagoga—, o fomentar la definitiva conversión de los escasos judíos que se habían mantenido firmes en su fe. En este contexto aparece la figura de san Vicente Ferrer, apoyado por Benedicto XIII. Su plan consistía en convencer a los judíos sin violencia, pero con presiones indirectas: se trataba de mantener separados a los rabinos de sus fieles y de exigir la separación en barrios especiales, vistiendo ropas distintivas, para que así comprendieran su estado miserable y dieran el paso definitivo hacia la conversión. Estuvieron de acuerdo con este plan algunos conversos de renombre, como don Pablo de Santa María, que pasó de ser rabino de Burgos a obispo de esta ciudad, además de tutor de Juan II de Castilla. En esta atmósfera tuvo lugar la célebre Disputa de Tortosa (1413-1414), pensada como una catequesis en la que los más célebres rabinos expondrían sus dudas ante los teólogos cristianos —entre ellos, el converso Jerónimo de Santa Fe— para provocar la conversión por vía deductiva. El plan de Ferrer dio algún que otro resultado, como la conversión del linaje de los Cavallería, pero en general se quedó en un intento fallido. A partir de 1415 se advierte en todas partes una lenta pero progresiva recuperación del judaísmo sefardita: para los que habían sabido permanecer fieles a la ley mosaica, el sufrimiento había sido como una prueba purificadora que empezaba a dar sus frutos.
        La recuperación de las aljamas en la Corona de Castilla fue posible gracias a la capacidad organizativa de los rabinos y a la protección de la Corona, que apreciaba mucho la ayuda económica que proporcionaban los judíos. Es cierto que la mayor parte de la población hebrea tenía un nivel de vida menor que antes de las matanzas, pero sus contribuciones fiscales fueron muy útiles para los gobernantes que se alternaban en el Consejo Real. Lo malo es que muchos linajes ricos se habían convertido al cristianismo y despertaban los recelos de la sociedad cristiana castellana, muy dominaba por el deseo de formar cerradas oligarquías en las ciudades y villas del reino. En las décadas centrales del siglo XV se extienden por doquier los calificativos despectivos hacia los conversos —marranos, lindos, alboraiques— al tiempo que se producen las primeras manifestaciones de violencia contra ellos. La sociedad de los cristianos viejos no hizo demasiados distingos, de modo que el rechazo hacia los conversos acabó afectando a los judíos: un converso era visto como una especie de judío en potencia, y viceversa; un judío podría convertirse en un converso si se veía demasiado hostigado por el entorno. A mediados de siglo, después de las primeras persecuciones violentas contra los conversos, ya era prácticamente imposible el retorno a los métodos de san Vicente Ferrer, porque algunos clérigos tenían miedo al contagio intelectual y religioso que unos y otros —judíos y conversos— podían provocar en la fe. Sobre todo preocupaba el relativismo moral y religioso de muchos conversos.
       Los recelos de los eclesiásticos se resumieron en una célebre obra, el Fortalitium fidei, una obra compuesta en 1461 por fray Alonso de Espina, un hombre que habría de ser años más tarde confesor de Isabel la Católica. A través de su obra, fray Alonso denunciaba la escasa sinceridad de las conversiones pasadas, acusando a muchos conversos de volver en secreto a sus viejas prácticas religiosas; el fraile concluía su alegato proponiendo la supresión del judaísmo para cerrar a los conversos la posibilidad de retornar a su primitiva fe. El prior de los Jerónimos, fray Alonso de Oropesa, se tomó en serio este libelo y aprovechó sus contactos cortesanos para intentar el establecimiento de la Inquisición pontificia en la Castilla de Enrique IV. De este modo, en Toledo —una ciudad llena de conversos— llegó a funcionar un tribunal inquisitorial bajo los auspicios de Pío II, aunque con escasa duración. El rey nunca fue partidario de la mano dura y de hecho algunos de sus colaboradores más próximos —los Arias Dávila, por ejemplo— fueron conversos, o incluso judíos —como su médico personal, llamado Samaya, o el arrendador Abraham Seneor—, de modo que este primer experimento acabó pasando al olvido. Por este motivo Enrique IV fue duramente criticado durante la guerra civil de 1465-1468, hasta el punto de que sus enemigos le acusaron de proteger a los judíos y a los conversos.

4. El nacimiento de la Inquisición
Durante la Guerra de Sucesión, entre 1474 y 1476, Isabel y Juana se encontraron con un problema social muy enquistado. Isabel comenzó su andadura como gobernante granjeándose el apoyo masivo de los judíos castellanos, en parte por necesidades económicas, aunque también por la tradición que los monarcas anteriores habían preservado. Se llegó a decir incluso que Fernando el Católico era de ascendencia hebrea por línea materna. Pero en 1478 la política religiosa de los reyes dio un giro completo cuando se puso en marcha el primer tribunal inquisitorial; en realidad, no se hizo otra cosa que retomar el proyecto iniciado en Toledo por Enrique IV. En este punto conviene analizar las circunstancias que se tuvieron en cuenta en aquella coyuntura.
       El profesor Suárez Fernández, que ha estudiado con detalle la política religiosa de aquellos años, ha propuesto toda una serie de explicaciones para enmarcar la aparición del Santo Oficio. La unidad de la fe era —para Isabel y Fernando— el fundamento de la comunidad política; paralelamente, el monarca era el depositario de la soberanía, de modo que la identificación entre rey y reino excluía que el soberano amparase a las minorías confesionales hebrea y musulmana. De esta convicción deriva el concepto del máximo religioso, es decir, la noción de la monarquía católica, que implica el deber de custodiar la unidad de la fe frente a las amenazas que ponen en peligro su solidez. Por este motivo se funda el Santo Oficio en 1478 y se decreta la expulsión de los judíos en 1492. Los reyes eran conscientes de que la supresión del judaísmo iba a tener unas repercusiones económicas muy desfavorables, pero tomaron la doble decisión de acuerdo a unas convicciones que compartían con la práctica totalidad de los estamentos de aquella sociedad.
       La puesta en marcha del tribunal se tomó nada más concluir la guerra contra Portugal, cuando Sixto IV autorizó a los reyes mediante una célebre bula —la Exigit sincerae devotionis— para que nombraran dos o tres clérigos capacitados en el tema converso, al tiempo que algunos prelados de su confianza — el cardenal Mendoza, fray Hernando de Talavera— se dedicaban a hacer pesquisas sobre la situación del problema religioso. Aquello era el arranque de un nuevo tipo de Inquisición de naturaleza estatal, totalmente distinta a la pontificia, porque los reyes eran los impulsores y sostenedores del proyecto: la monarquía recibía, por delegación papal, la facultad de velar por la pureza de la fe. No es fácil saber si el pontífice era plenamente consciente de la transcendencia de esta decisión; probablemente pensaba en un tribunal temporal, limitado a corregir un problema coyuntural. Hasta 1480 no comenzó a funcionar en serio la nueva Inquisición, debido a los tanteos y recomendaciones previas. Parece que influyó mucho la convicción de que las buenas maneras no daban demasiados resultados; era preferible la mano dura. Por eso, en el mes de septiembre, los reyes ordenaron que el nuevo tribunal se instalara en la ciudad de Sevilla, donde el problema converso era acuciante: dos inquisidores dominicos —Miguel de Morillo y Juan de San Martín— y dos asistentes se pusieron manos a la obra. Su trabajo metódico provocó una ola de pánico: aunque no hay cifras seguras de procesos ni de sentencias, parece que el número de quemados se acercó a los quinientos. Muchos conversos —entre diez mil y quince mil— se acogieron a la reconciliación que se les ofrecía tras confesar sus culpas. El castillo de Triana fue la sede del tribunal, en Tablada se levantó un quemadero o brasero, y en el monasterio de san Pablo se celebraron los autos de fe. El ambiente infernal de la ciudad se propagó al interior de cada casa sevillana, donde sus aterrorizados moradores se consumían a la espera de la denuncia de cualquier vecino, pues el tribunal garantizaba el anonimato de los denunciantes. El rigor de las penas era escalofriante: además de las condenas a la hoguera, se prodigaron las humillaciones públicas y la pérdida de oficios. Es probable que los inquisidores quisieron mostrar resultados tangibles a los reyes, pero se extralimitaron en sus funciones: se incumplieron, por ejemplo, los preceptos canónicos que garantizaban al reo la posibilidad de apelación.
       Las protestas contra tales abusos no tardaron en llegar a Roma. Sixto IV censuró en 1482 el rigor de las sentencias, las irregularidades procesales y el expolio de los bienes confiscados, pero no se atrevió a destituir a los inquisidores; de hecho, autorizó a los reyes para nombrar otros siete inquisidores para el resto del territorio castellano: entre ellos aparece el nombre de Torquemada. El papa insistía en garantizar las apelaciones de los procesados tanto al ordinario como a la curia romana; probablemente intuía que el problema entre cristianos viejos y nuevos se estaba deslizando hacia una cuestión de linaje o de sangre, sin mayor relación con la cuestión esencial de las cualidades religiosas o morales de cada individuo. Sixto IV no supo o no pudo mantener su postura inicial ya que necesitaba la ayuda de los reyes para resolver los asuntos de la política italiana. Isabel y Fernando, por su parte, se mantuvieron firmes en sus demandas. Hubo finalmente una solución de compromiso en 1483, cuando el papa designó al arzobispo de Sevilla, Iñigo Manrique, como juez de apelaciones en nombre de la Santa Sede; de este modo se mantenía intacto el principio de apelación, aunque la persona escogida era un hombre de confianza de los monarcas. Por último, el pontífice autorizó el nombramiento de fray Tomás de Torquemada como inquisidor de Aragón.

5. La consolidación institucional: Torquemada
Torquemada acabó siendo en 1484 inquisidor de las dos Coronas —Castilla y Aragón— y hasta su muerte en 1498 levantó la primera estructura institucional del Santo Oficio. Acumuló todo tipo de poderes y autorizaciones para llevar a cabo su misión; en este terreno se advierte la eficacia de la diplomacia regia ante Roma. Inocencio VIII concedió en 1486 que todos los inquisidores nombrados antes de aparecer el cargo de Inquisidor general fuesen confirmados por fray Tomás. En 1487 el reino de Portugal quedó obligado a entregarle todos los fugitivos pendientes de proceso. En ese mismo año Roma le concedió la potestad de apelación reservada al papa. En 1488 los Reyes Católicos obtuvieron permiso papal para nombrar al sustituto de Torquemada.
       Durante aquellos años de máximo poder, Torquemada desarrolló una intensa labor organizativa; llegó a elaborar un total de cinco instrucciones generales, nombró inquisidores, creó nuevos tribunales y preparó los recursos para el sostenimiento de la institución. La primera instrucción general data de 1484. Se redactó en Sevilla durante una reunión a la que asistieron —además de los reyes y del propio Torquemada— los inquisidores de los cuatro tribunales que ya venían funcionando en los dos últimos años (Sevilla, Córdoba, Ciudad Real y Jaén). Desde ese momento se detecta un rasgo importante que determinará el futuro de la institución: las decisiones se toman de manera colegiada, con lo que se camina hacia la formación de un consejo especializado. Este modus operandi encajaba con el sistema polisinodial creado por Isabel y Fernando. Parece que el origen inmediato del Consejo de Inquisición se remonta a la reunión de Valladolid de 1488, cuando se elaboró la tercera instrucción.
       Las segundas instrucciones se elaboraron en 1485 y en ellas se diseñó el fundamento económico del tribunal. Hasta ese momento la confiscación de bienes a los condenados había puesto en manos del Santo Oficio un volumen muy considerable de riquezas, pero después de los grandes procesos era preciso normalizar de alguna manera la percepción estable de ingresos para mantener el complicado sistema administrativo. La reserva de canonicatos y prebendas en las catedrales acabará siendo el fundamento más sólido y duradero.

6. El procedimiento inquisitorial
El modo de proceder de los tribunales inquisitoriales debe mucho a la tradición procesal civil medieval y muy poco a la pontificia. En este punto conviene recalcar que el Santo Oficio fue una institución perteneciente a la monarquía y no a la jerarquía de la Iglesia, aunque los inquisidores principales fuesen clérigos: una cosa era la vigilancia de la fe que éstos desarrollaban y otra distinta el aparato institucional —perteneciente al estado— que hacía posible esa labor.
       Los tribunales actuaban por dos vías principales: por oficio o por denuncia. En este punto no se diferenciaban de la justicia ordinaria. Los súbditos del rey sabían de sobra —especialmente gracias a los sermones— que existía obligación grave de denunciar posibles delitos de herejía, aunque se tratara de un familiar en primer grado; silenciar un delito suponía la inmediata excomunión. Era preciso denunciar los casos conocidos de herejía a toda costa, sin que en este momento tuviesen excesivo interés los pecados contra lo moral o las buenas costumbres: tiempos vendrán en que suceda justo lo contrario, de tal modo que la Inquisición acabará siendo una especie de tribunal de costumbres, pero por el momento urgía la pureza de la ortodoxia frente a las contaminaciones procedentes del judaísmo. Los procesos contra los judaizantes fueron muy numerosos durante el reinado de Isabel y Fernando, aunque también los hubo contra apóstatas, blasfemos, bígamos, homosexuales, brujos o traficantes de libros prohibidos.
       Siempre que un tribunal empezaba a operar en una villa o ciudad promulgaba un edicto de gracia, es decir, un plazo de tiempo en el que voluntariamente todos los judaizantes se podían acusar sin que por ello se les procesase; se les aplicaba una pena eclesiástica y así salvaban la vida y el patrimonio. Los tribunales no admitían a trámite denuncias anónimas, pero aseguraban al denunciante el secreto y la discreción. Ni siquiera el reo llegaba a conocer la identidad de la persona que le había delatado. Una denuncia tenía que estar corroborada por el testimonio de varios testigos —generalmente tres— y, para evitar venganzas personales, se imponían graves penas contra los que se aprovechaban injustamente del anonimato: cuando se procedía a la detención de un sospechoso, lo primero que se hacía era pedirle una lista de sus enemigos; si en ella aparecía el denunciante, quedaba invalidada la acusación. En ningún caso se admitía el careo entre reo y denunciante.
       Desde la detención hasta la comparecencia ante el tribunal no podía transcurrir un plazo superior a los ocho días. A partir de ese instante, comenzaba la primera fase del proceso, bastante simple. Primero se tomaba juramento al detenido y después se le formulaban las preguntas generales sobre linaje, costumbres, creencias, oraciones, etcétera; a renglón seguido se le interrogaba sobre los motivos de la denuncia, haciendo hincapié en si conocía o no los motivos de su procesamiento. En este instante muchos confesaban sus culpas —reales o inventadas— y eran admitidos a la reconciliación. Esta declaración bastaba para cerrar el expediente. Al final de esta primera fase había una exhortación al reo para que examinase a fondo su conciencia por si encontraba algo más de qué arrepentirse.
       El siguiente paso —en caso de no existir confesión de culpas— consistía en formular una primera acusación general en la que se pedían penas severas con el fin de amedrentar al procesado, al que se le dejaba responder por escrito. Si éste seguía sin admitir sus culpas, se redactaba una segunda acusación más concreta con las declaraciones de los testigos, que también era respondida por escrito. El reo tenía derecho a pedir un abogado o dos, pero no de su elección; también podía redactar una lista de testigos de abono, es decir, de personas favorables que eran interrogadas por el tribunal. Aquí terminaba la parte probatoria del proceso. En cualquiera de las fases anteriores el tribunal podía solicitar la colaboración de un calificador, es decir, un experto que dictaminaba sobre la materia del proceso, aunque su informe pericial no era vinculante para los jueces. Tratándose de delitos de herejía, los calificadores solían ser teólogos de prestigio; no eran en realidad miembros del Santo Oficio, sino simples peritos.
       Si el tribunal albergaba dudas sobre la inocencia del acusado, a pesar de que faltasen pruebas concluyentes, se admitía la práctica del tormento, una prueba valiosa por sí misma, dado el convencimiento de la época en la eficacia del dolor físico intenso. Las normas de Torquemada establecían que el reo jamás debería sufrir la muerte o la mutilación, y por ello se exigía la presencia de un médico para interrumpir el tormento si era preciso. Los métodos más usados fueron los cordeles, el agua combinada con el burro y la garrucha. Con esta fase el proceso quedaba cerrado y visto para sentencia.
        Las sentencias se hacían públicas en los célebres Autos de Fe, es decir, las ceremonias que congregaban a la sociedad del lugar. Todo el espectro social aparecía en este tipo de actos, perfectamente ordenada y jerarquizada para la ocasión. En realidad, las sentencias sólo podían ser de dos tipos: absolutorias, que declaraban la inocencia del reo, o condenatorias, si quedaba probada su culpabilidad, aunque a veces las había de compurgación, llamadas así porque no estaba clara del todo la inocencia. La sentencia condenatoria podía darse en diversos grados a tenor de la gravedad del delito probado. La herética pravedad —la herejía— o la apostasía merecían la pena máxima: muerte en la hoguera. El tribunal no ejecutaba la sentencia, sino que relajaba a los reos entregándolos al brazo secular, que era el encargado de la ejecución: si el condenado se arrepentía en el último momento, moría estrangulado antes de ser quemado. Pero si el reo —una vez conocida la sentencia— confesaba su culpa abiertamente, la Iglesia admitía la reconciliación, se le levantaba la excomunión y la sentencia de muerte era conmutada por la de cadena perpetua y confiscación de bienes. La prisión se podía cumplir en las cárceles inquisitoriales, en la propia casa o en un monasterio. Además existía la obligación de llevar el sambenito —prenda pectoral con una cruz— que indicaba, según los colores, la naturaleza de la penitencia. Todas las sentencias condenatorias llevaban aparejada la inhabilitación para un cargo público, no ya sólo para el condenado, sino para su familia de sangre. Por consiguiente, la duración real de una pena podía afectar a varias generaciones; en los expedientes de limpieza de sangre que aparecerán en el siglo XVI, pesarán mucho los recuerdos de estos onerosos sambenitos. La mayor parte de las sentencias eran de carácter leve y se materializaban en penas pecuniarias o espirituales (asistencia a sermones, peregrinaciones, procesiones, etc.), pero siempre se hacía presente su vertiente pública.

7. La Inquisición en la corona de Aragón
La implantación del Santo Oficio en los reinos de la Corona de Aragón fue un empeño personal de Fernando el Católico. Ya hemos citado antes el nombramiento de Torquemada como Inquisidor general en 1483. Los problemas de la puesta en marcha del tribunal fueron muy notables, porque en los reinos orientales ya existía desde antaño la figura jurídica del tribunal pontificio. Además, la tradición foral limitaba las posibilidades a la monarquía; naturalmente, también influyeron mucho los crudos relatos que llegaban desde Castilla sobre los excesos cometidos. Los conversos aragoneses tenían cierta cohesión e influencia, sobre todo en Zaragoza, de modo que utilizaron todos sus medios para frenar la iniciativa regia.
        El nombramiento de Torquemada como inquisidor de Aragón suponía la sustitución del antiguo inquisidor papal, Gaspar Jutglar. Durante las Cortes de Tarazona de 1484 Fernando nombró una comisión para estudiar la creación de sendos tribunales en Zaragoza, Valencia y Barcelona, es decir, las capitales de los reinos orientales. En Zaragoza se organizó entonces una conspiración de los conversos capitaneados por Luis de Santángel, Jaime de Montesa y Juan de Pero Sánchez. En Teruel ocurrió algo parecido: además de oponerse a la entrada del inquisidor en la ciudad, los conversos organizaron junto con los zaragozanos un recurso de contrafuero. Los términos del expediente se redactaron de forma bastante hábil, porque se desgranaron los distintos argumentos a lo largo del tiempo, con el fin de alargar en lo posible el proceso. Los primeros argumentos de la protesta fueron dos: la confiscación de bienes y el secreto de los testigos de la acusación. Aquello no encajaba con la antigua tradición foral. Acto seguido, plantearon la duplicidad de las jurisdicciones inquisitoriales, por que el papa no había decretado la supresión de la antigua Inquisición. La diplomacia de los reyes tuvo que emplearse a fondo en Roma, pero finalmente consiguió una bula que anulaba la Inquisición medieval.
         La siguiente ofensiva jurídica de los conversos aragoneses consistió en plantear un recurso a través de la Diputación del General —diputación permanente de las Cortes aragonesas— para evitar que un “extranjero” (Torquemada) sustituyese al inquisidor papal. Pero Fernando logró imponer su voluntad a fines de 1484 y, de ese modo, el sistema foral aragonés quedó seriamente dañado. Mientras tanto, los conversos trataron de aprovechar la autoridad del Justicia de Aragón, pero tampoco consiguieron resultados. Estas fallidas iniciativas forales explican los orígenes del complot que se organizó en el verano de 1485 para asesinar al inquisidor Pedro de Arbués. El plan consistía en provocar un levantamiento popular al calor del asesinato; pero cuando Arbués fue apuñalado en la catedral de Zaragoza el 15 de septiembre por unos esbirros que contrató el converso Juan de Pero Sánchez, el motín popular se volvió contra los conversos. La Inquisición tenía un mártir y una excusa suficiente para emplear la mano dura. En 1486 fueron procesados y condenados en Zaragoza los organizadores de la trama, aunque el principal cabecilla, Juan de Pero Sánchez, logró escapar a Francia; años más tarde se establecerá en Florencia como banquero de los Médicis.
       Mientras se producían estos violentos episodios en el reino de Aragón, la Inquisición logró establecerse en Valencia y Cataluña. Juan de Épila y Martí de Íñigo fueron los primeros inquisidores valencianos. También tuvieron que vencer la resistencia foralista a fines de 1484, pero sus problemas no fueron tan difíciles. No hay demasiada información sobre el tribunal valenciano, pero no parece —a la vista de los abundantes edictos de gracia— que emplearan demasiado rigor. En Barcelona se observa un panorama parecido. La oposición manifestada por los consellers se explica, sobre todo, por razones económicas: la destrucción de los linajes de conversos podía desencadenar una fuga de capitales indispensables para el saneamiento financiero de la ciudad y del Principado, amenazando la viabilidad de la recuperación —el célebre redreç— que el propio Fernando había puesto en marcha. También en Cataluña se escucharon los argumentos que ya conocemos por la experiencia aragonesa. El forcejeo entre la Corona y las instituciones catalanas duró hasta 1487. La ciudad de Barcelona llegó a mandar embajadores a Roma, pero las buenas relaciones entre Fernando e Inocencio VIII no dejaron resquicio alguno. Finalmente se estableció en la ciudad condal fray Alonso de Espina. Tampoco hubo en este caso un rigor excesivo, a pesar de la fama de Barcelona. En Lérida hubo un conflicto jurisdiccional, porque fue agregado al tribunal de Huesca; la ciudad protestó ante Fernando, porque no querían depender de un tribunal aragonés. Mallorca también conoció el establecimiento del tribunal en 1488. Al filo del año 1500, la totalidad de los reinos de las coronas de Castilla y Aragón estaba sometida a la vigilancia de la fe.

8. El sistema burocrático
La intensa actividad del Santo Oficio obligó a poner en pie un costoso aparato burocrático que perduró en las décadas posteriores. Los rasgos generales de la institución y su funcionamiento quedaron perfilados bajo Isabel y Fernando gracias a las ordenanzas y acuerdos de los primeros inquisidores. El número de tribunales fue variando según las necesidades y las circunstancias; algunos fueron bastante estables desde el comienzo, como el de Sevilla, pero otros tuvieron una vida efímera, como Jerez o Medina del Campo. Durante los primeros años algunos tribunales no tenían sede fija, sino que circulaban por el interior de los obispados, aunque con los años se tendió a encontrar una residencia definitiva. Cuando la reina falleció en 1504 había nueve tribunales en la Corona de Castilla: Sevilla, Córdoba, Jaén, Cádiz-Jerez, Granada, Toledo, Ciudad Real, Cuenca, Llerena y Murcia-Cartagena. Al margen de esta distribución aparecían de vez en cuando inquisidores en lugares en los que después no habrá ningún tipo de tribunal estable, como por ejemplo Guadalupe (1485), Valladolid (1485) o Ávila (1490-1500). Se ha discutido bastante sobre los criterios que se tuvieron en cuenta para decidir la ubicación de los tribunales; en algunos casos, como Toledo o Sevilla, parece claro que la abundancia de conversos justifica la residencia estable, pero en Medina del Campo —donde nunca hubo tribunal estable— sólo aparece una actuación coyuntural de algunos jueces a pesar de la abundancia de conversos en sus célebres ferias.
        Los funcionarios que servían en el Santo Oficio rondaban el centenar hacia 1504. En la cúspide estaba el Inquisidor general, que acumulaba todos los poderes de la institución: aunque su autoridad espiritual procedía del papa, el nombramiento se hacía por mediación de los monarcas. Estaba capacitado para nombrar coadjutores y representantes, es decir, inquisidores de los diferentes tribunales. Estaba auxiliado por el Consejo de la Suprema y General Inquisición (desde 1484), que contaba con un nutrido cuerpo de letrados. Los reyes no intervenían en el nombramiento de estos oficiales, si bien es verdad que estas personas solían ser de la más estricta confianza regia. Hubo una cierta duplicidad de mando en los primeros años porque junto al Inquisidor general estaba el arzobispo Íñigo Manrique como juez de apelaciones; cuando éste falleció en 1496 desapareció el cargo. Otros oficiales importantes eran los fiscales, que tenían la misión de incoar los expedientes de las causas, en colaboración con los secretarios del secreto. Por debajo aparecían otros funcionarios menores, como los alcaides de cárcel, alguaciles, porteros, el nuncio, el receptor, el secretario de secuestros, el físico, el barbero y los despenseros.
       La creciente burocracia exigía la disposición de suficientes medios económicos. Este punto ha sido muy discutido entre los historiadores, sobre todo por la “fama” confiscatoria que siempre se le atribuyó al Santo Oficio. El norteamericano Henry Charles Lea llegó a decir, hace más de un siglo, que la verdadera finalidad del tribunal era procurar la ruina de los conversos. Actualmente ya no se acepta este viejo tópico, sobre todo después de las investigaciones que ha llevado a cabo José Martínez Millán sobre las finanzas de la institución. La Inquisición siempre resultó costosa para la Corona, hasta el punto de que Isabel llegó a temer por su misma supervivencia. Durante los primeros años la mayor parte de los bienes procedían de lo que se confiscaba a los condenados —la hacienda inquisitorial percibía un tercio del total— y de las penas pecuniarias. Como en aquellos años iniciales hubo abundantes procesos y muchos conversos disponían de un estatus acomodado, las arcas del tribunal gozaron de una relativa solvencia. Pero cuando pasó la primera oleada contra los judaizantes las cosas cambiaron de signo y fue preciso buscar fuentes alternativas. La mejor y más segura se fijó en 1495: en cada catedral se reservó una canonjía para los inquisidores  en 1501 se añadió una prebenda. De forma paralela, se hizo lo mismo que otras instituciones de la época: comprar juros. En los primeros tiempos se cometieron algunos abusos, como el que sucedió en 1487 con el receptor Juan de Uría, que fue acusado de fraude, o del receptor Juan de Duero, algo más tarde.

9. Fray Diego de Deza y la desaparición del Islam    
En 1487 la Inquisición había alcanzado madurez y estabilidad, coincidiendo con el apogeo de Torquemada. Pero a partir de aquel año empezó a declinar el prestigio del inquisidor a raíz de las acusaciones de rigor excesivo y de mala administración de los recursos. En 1489 Inocencio VIII concedió facultad a los reyes para designar uno o dos inquisidores generales para que actuasen con Torquemada, de tal modo que a la muerte de éste no hubiese mayores problemas con la sucesión en el cargo. Los monarcas no hicieron uso de la bula, pero en 1494 Alejandro VI nombró cuatro inquisidores generales: Martín Ponce de León, Íñigo Manrique de Lara, Alfonso de Fuentelsaz y Francisco Sánchez de la Fuente; a éste se le otorgó, además, el cargo de juez de apelaciones. Dos años más tarde, en 1496, Torquemada se retiró al monasterio de santo Tomás de Ávila. Cuando el viejo inquisidor finalmente falleció en 1498, sólo dos inquisidores estaban vivos: Martín Ponce y Alonso de Fuentelsaz. En ese momento Fernando solicitó al papa que nombrara inquisidor a fray Diego de Deza, un prestigioso dominico que había enseñado como catedrático en Salamanca. Fue necesario esperar hasta el año 1500 para que Roma concediera este nombramiento que hacía extensivo a los reinos de la corona de Aragón.
        Deza ejerció el cargo hasta 1507, fecha en que dimitió por haber ordenado el procesamiento del arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, al que acusaba de haber entorpecido la actuación del inquisidor de Córdoba, Diego Rodríguez de Lucero. Éste último había juzgado con excesivo rigor  unos judaizantes cordobeses haciendo caso omiso de las instrucciones que le habían ordenado seguir. El choque entre Deza y Talavera fue inevitable, pero el mayor de los errores lo cometió el primero de ambos por atreverse a procesar a todo un arzobispo que gozaba además de fama de santidad. Tarsicio de Azcona ve en este conflicto un aviso de decadencia política de la monarquía de Isabel y Fernando. Hubo además otro enfrentamiento paralelo entre estos dos grandes eclesiásticos de la corte: la cuestión musulmana.
        Tras la instauración del Santo Oficio en 1478 y la expulsión de los judíos en 1492, quedaba todavía un importante problema que afectaba a la unidad religiosa: la supervivencia del Islam en el antiguo reino de Granada y en Levante, donde los mudéjares seguían practicando sus costumbres y creencias gracias a los pactos de capitulación firmados por los reyes. Tenían tres grandes derechos que la Corona reconocía y amparaba: posibilidad de vivir en territorio cristiano, libertad personal y capacidad para ser propietarios. En tales circunstancias sólo era posible alcanzar la unidad religiosa mediante las predicaciones y la conversión voluntaria.
       En los años posteriores a la capitulación de Granada los reyes hicieron todo lo posible por facilitar la integración. La aristocracia granadina, por ejemplo, fue invitada a la conversión bajo promesa de engrandecimiento, cosa que efectivamente sucedió con bastantes casos. De forma paralela, fray Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, se tomó muy en serio la tarea de predicar con santa paciencia a sus oyentes mudéjares, haciendo gala de una mansedumbre inusual. Tras aprender el árabe para entenderse con sus vecinos, fray Hernando desplegó toda una labor verdaderamente encomiable, traduciendo un catecismo para los que libremente deseasen conocer e incluso adoptar la fe cristiana. Se le acabó conociendo en Granada como el alfaquí santo. Lo malo de su método —para los reyes, se entiende— era que daba unos resultados escasos y lentos. Y mientras tanto extensas zonas del reino granadino seguían expuestas al contacto permanente con las costas norteafricanas. Isabel y Fernando llegaron a la conclusión de que los métodos de Talavera podrían tardar una eternidad en rendir los frutos deseados. En este marco apareció el plan de acción propuesto por Cisneros —y apoyado por Deza—, que se puso en práctica después del viaje real a Granada, en 1499: en primer término, se proponía recuperar para la fe a los hijos de los elches —convertidos al Islam— y continuar después con la conversión de todos los nobles mudéjares, para concluir después con el resto de la población. Cisneros llegó a garantizar que la Inquisición jamás actuaría contra ellos. Paralelamente hubo predicaciones generalizadas y promesas diversas de compensaciones y beneficios. Los remisos, en cambio, sufrían coacciones y amenazas de los agentes de Cisneros. Los primeros resultados fueron esperanzadores, porque hubo conversiones abundantes, aunque poco meditadas. Pero muy pronto surgieron los desengaños, porque los nuevos cristianos apenas conocían la fe cristiana y se sintieron defraudados al comprobar que las promesas no se cumplían. A comienzos de 1500 estalló una gran revuelta popular en el Albaicín. El conde de Tendilla logró contener la situación en la ciudad de Granada aplicando mano dura, pero la llamarada prendió por todo el reino, especialmente en Las Alpujarras. La guerra fue muy dura, debido a la débil presencia cristiana en el viejo reino granadino. La rebelión fue finalmente aplastada y los mudéjares quedaron sometidos a la obligación de convertirse si deseaban permanecer en el territorio. El proyecto de conversión auspiciado por Cisneros quedó definitivamente superado por los acontecimientos y la Inquisición desplegó su actividad en el reino. De este modo, el viejo problema mudéjar se transformó en otro mayor, el morisco, que generará un sinfín de tensiones hasta culminar en la revuelta de 1568.

10. Conclusión
Cuando la reina Isabel falleció en el otoño de 1504 la unidad religiosa de los reinos y territorios de su Corona era ya un hecho consumado; algo semejante puede decirse de los reinos de la Corona de Aragón. Es evidente que los reyes pusieron en este empeño un extraordinario interés: la política religiosa forma parte del núcleo principal de su proyecto como gobernantes. En este campo, como en otros muchos, los monarcas no fueron los creadores de la institución inquisitorial sino que, más bien, adaptaron los tanteos y experiencias anteriores dentro de un régimen político que se caracterizó ante todo por su estabilidad y continuidad. El tribunal del Santo Oficio pretendió, bajo el impulso de la Corona, reforzar un común denominador entre todos los súbditos: la profesión de una misma fe religiosa. Y ese nexo de unión será en los tiempos modernos uno de los rasgos más sobresalientes de la estructura de reinos que hoy conocemos como Monarquía Hispánica. No se trataba de encontrar un mínimo común denominador entre todos ellos, sino de un máximo —en este caso, religioso— común denominador, por debajo del cual subsistían las peculiaridades jurídicas y culturales de los dominios y territorios. Es evidente que, dentro de este empeño, el resultado final que se obtuvo fue la constitución de una iglesia nacional hispana; algo muy semejante, aunque con otros matices, se estaba empezando a levantar al otro lado de los Pirineos o en las islas británicas. De este modo Europa occidental —la que en el Medievo se denominó Cristiandad Latina— se empezaba a definir como un conjunto de naciones-estado, aunque todavía pervivía una antigua noción de “universitas christiana”.
        Pero la Inquisición no se agota en sus límites estrictamente políticos. La sociedad hispana que conoció la puesta en marcha de aquel sistema de tribunales vio ante todo una solución definitiva a uno de los problemas sociales más espinosos del siglo XV: la cuestión de los conversos, que fue especialmente complicada en las ciudades y villas de la Corona de Castilla. Entre las matanzas y persecuciones de finales del siglo XIV y la expulsión de los judíos a fines del XV, transcurre todo un siglo de experimentos y fracasos en lo tocante a la convivencia religiosa. El intento de supresión violenta del judaísmo en 1391 no sólo no resolvió nada, sino que creó las bases de una contienda mucho peor, porque instaló la desconfianza en cada uno de los núcleos importantes de población. Es cierto que bastantes regiones peninsulares —sobre todo del tercio norte— no padecieron este problema con el grado de virulencia que las del centro o sur, pero en conjunto hay que reconocer que el problema converso fue el conflicto que más alteró la convivencia cotidiana en las décadas centrales del siglo XV. No se trata, como decíamos al principio, de justificar decisiones de hace quinientos años, sino de entender por qué se tomaron. Y los contemporáneos de Isabel y Fernando llegaron a pensar que la convivencia diaria no se podía cimentar sin una base común de valores: los del catolicismo. No bastaban los viejos conceptos de naturaleza o de vasallaje, ni tampoco eran suficientes los marcos jurídicos forales de cada localidad, o los que proporcionaba el ordenamiento jurídico general: era preciso un sustrato más profundo y extenso, un cimiento que podríamos calificar como “constitucional”. Para los hombres de fines del siglo XV era evidente que el marco jurídico —aun siendo indispensable— no era suficiente para garantizar la convivencia: era preciso que todos ellos compartiesen unos mismos principios intelectuales, morales y religiosas. Por todo esto, el estudio de este tribunal nos conduce a una serie de temas y cuestiones que tienen validez e interés universales, porque tocan la esencia misma del orden social en cualquier tiempo y lugar. En este ámbito se entiende el papel que desempeño en aquellos años el Santo Oficio, un tribunal de la Corona que desplazó al antiguo procedimiento inquisitorial de inspiración pontificia.

[Texto íntegro del artículo de su autor, aunque se han omitido las notas bibliográficas]



1 comentario:

  1. Dice el autor: "Para los hombres de fines del siglo XV era evidente que el marco jurídico (..) no era suficiente para garantizar la convivencia: era preciso que todos ellos compartiesen unos mismos principios intelectuales, morales y religiosas". Pues a mi esto me sugiere una sociedad que hoy llamariamos totalitaria o fascistizada

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