HISTORIA Y DOCUMENTACIÓN DEL SANTO OFICIO ESPAÑOL: EL PERIODO FUNDACIONAL



Dr. Juan Carlos Galende Díaz
Profesor Titular de “Paleografía y Diplomática”
Dra. Susana Cabezas Fontanilla
Profesora Asociada de “Paleografía y Diplomática”
Universidad Complutense de Madrid


Hace ya 15 años que Ricardo García Cárcel manifestaba que el tema de la Inquisición era uno de los que más páginas había generado entre historiadores y literatos, obsesionados por explicar cómo pudo mantenerse desde finales del siglo XV hasta el primer tercio del XIX. Entre otras razones, se había justificado su atención por el interés que suscitaba la descripción de sus procedimientos. Pero en la actualidad no puede limitarse a esto ni a una contabilidad de ajusticiados; por el contrario, el Santo Oficio es hoy una compleja problemática histórica, a la que se debe responder científicamente. Ahora, la Inquisición interesa a los etnólogos, a los lingüistas, a los economistas, a los sociólogos, a los historiadores del derecho, a los historiadores de las instituciones, a los archiveros, a los bibliotecarios, a los documentalistas, a los diplomatistas... En efecto, los archivos de la Inquisición, aún bastante inexplorados, ofrecen posibilidades inmensas: datos sociales, de expresiones lingüísticas, costumbres, modos de pensar, tipos documentales, etc.
        En consonancia con estas nuevas líneas de investigación y siguiendo el hilo conductor de la historia, el objetivo de esta intervención se manifiesta en el intento de dar a conocer los documentos que hicieron posible,  probaron, plasmaron y/o comunicaron los actos y actuaciones de las diversas partes o miembros relacionados con la Inquisición en su periodo fundacional, la época de los Reyes Católicos. De esta forma, se pretende aunar así dos ciencias fundamentales, Historia y Diplomática, que se necesitan mutuamente para comprenderse mejor.
        La Inquisición toma su nombre de un procedimiento penal específico, llamado la inquisitio, que se caracterizaba por la formulación de una acusación por iniciativa directa de la autoridad, es decir, sin necesidad de delaciones o acusaciones de testigos. Ya, en 1163, el papa Alejandro III estableció en el Concilio de Tours que las autoridades no esperasen que los herejes fuesen denunciados por el clero y el pueblo, sino que por sí mismas “inquiriesen” donde se hallasen, y aplicasen a los culpables las penas acostumbradas: confiscación de bienes, excomunión y cárcel. Tras la celebración de este Concilio se llevó a cabo una acción represiva contra los cátaros, encomendada a Pedro de San Crisógono. Luego, con el decreto del papa Lucio III Ad abolendam, promulgado en el concilio de Verona del año 1184, se desarrolla este procedimiento y se generalizan las disposiciones tomadas en Tours. La rápida difusión de herejías en Europa occidental como el valdeísmo, el maniqueísmo y el catarismo obligaron a la Iglesia cristiana a crear una estrategia defensiva. Desde el citado año se comienza a aplicar el castigo del destierro para los herejes, y desde 1199 se adicionan otras condenas como la muerte en la hoguera y la tortura, dispuestas en la decretal de Inocencio IIIVergentis in senium.
        El procedimiento inquisitorial se transforma a partir 1231 en una nueva institución que se crea en Francia para reprimir el catarismo o herejía albigense, siendo controlada inicialmente por el papa Gregorio IX, mediante la Constitución Excomunicamus et anathematizamus.
        Un antiguo cátaro, el dominico Roberto de Brougre está considerado como el primer inquisidor. El apogeo de esta Inquisición, que se puede denominar "medieval", tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XIII, aunque las últimas ejecuciones se llevaron a cabo en torno a 1321.
        Además de introducirse en territorio francés, la penetración de la herejía cátara en Italia supuso también la incorporación de inquisidores en Lombardía, en donde el inquisidor Pedro de Verona fue asesinado en 1252 y canonizado al año siguiente con el nombre de San Pedro Mártir por el papa Inocencio IV. Desde entonces está considerado como el patrono del Santo Oficio, quedando inscrita su festividad el 29 de abril, fecha en que todos los miembros del Santo Oficio le recordaban y homenajeaban; incluso la Hermandad o cofradía inquisitorial que conformaban recibía el nombre de este dominico mártir.
        A lo largo del siglo XIV existen tribunales inquisitoriales también en Polonia, Alemania, Bosnia, Bohemia y Portugal. Del mismo modo, poco a poco se multiplica la burocracia inquisitorial y se editan tratados procesales del Santo Oficio, como los de Raimundo de Peñafort (s. XIII), Bernardo Gui (s. XIV) y Nicolás Eymerich (s. XIV), en los que la Inquisición aparece como escudo y defensa de la fe cristiana. También se fueron ampliando las categorías delictivas y, además de juzgar en casos de herejías, se hizo en blasfemia, bigamia y brujería.
        En la Corona de Aragón la Inquisición venía funcionando casi desde sus inicios. Tanto el Sínodo de Tarragona como el consiguiente edicto de Jaime I (ambos de 1233), concedido a petición del papa Gregorio IX, sentaban las bases de la Inquisición en esta Corona. Se organización quedaba establecida bajo la jurisdicción de los obispos, y el dominio casi exclusivo de los dominicos, cuyo provincial nombraba a los inquisidores.
        Con la monarquía de los Reyes Católicos y la unión de la Corona castellana y aragonesa se produce un cambio radical en la situación. Deseosos de recibir la legitimación eclesiástica que su pretendido poder absoluto requería y conscientes de la problemática religioso-social que planteaba la cuestión judeoconversa, los monarcas exhortaron al Papa Sixto IV para que dotara de una Inquisición a la Corona de Castilla. El 1 de noviembre de 1478 el Pontífice, mediante la bula Exigit sincerae devotionis affectus, concedía a los Reyes Católicos el poder de nombrar obispos o sacerdotes seculares o regulares para desempeñar el oficio de inquisidores en las ciudades o diócesis de sus reinos. En el siguiente texto se transcribe un fragmento de la citada bula en la que se expresan también las condiciones y requisitos que los candidatos a dicho cargo debían reunir:
“Que tres obispos o superiores a ellos u otros probos varones presbíteros seculares o religiosos de órdenes mendicantes o no mendicantes, de 40 años cumplidos, de buena conciencia y laudable vida, maestros o bachilleres en Teología o doctores en Derecho Canónico o tras riguroso examen licenciados, temerosos de Dios, que vosotros creyereis en cada ocasión oportuno elegir en cada ciudad o diócesis de los dichos reinos, o al menos dos de ellos, detenten respecto e los reos de dichos crímenes, sus encubridores y fautores la misma completa jurisdicción, autoridad y dominio de que gozan por derecho y costumbre los ordinarios del lugar y los inquisidores de la maldad herética”.
        Este documento da inicio en Castilla un nuevo Santo Oficio con matices determinantes de carácter moderno alejados de la inquisición medieval. No obstante, también heredará características de la organización y procedimiento de su antecesora. El tipo documental de la bula será uno de estos rasgos de clara tradición. Se conforma como el instrumento fundamental de los pontífices para transmitir sus decisiones en relación con la institución, mostrando así la herencia claramente medieval de la Inquisición española. Su carácter preceptivo se puede contemplar a simple vista en cualquiera de ellas, como también la profusión de detalles y reflexiones del autor en torno al dispositivo. Es por ello por lo que el Papa, única autoridad capaz de expedir este tipo de documentos, empleaba este modelo documental con el objetivo de plasmar sus órdenes, así como comunicar todo tipo de determinaciones relativas al Santo Oficio, dotar de ciertas normas a la institución, otorgar preeminencias o privilegios, delegar poderes o acotar los límites de actuación de los miembros de la Inquisición, aunque en la mayoría de las ocasiones en este sentido el Pontífice sólo expresaba los deseos de los monarcas.
         A su vez las bulas también fueron empleadas con el fin de expresar los nombramientos de los inquisidores generales, una de las pocas preeminencias que en teoría consiguió reservarse el pontífice, aunque en la práctica, al igual que en el caso anterior, su designación estaba en manos de los monarcas (concedida posteriormente también a Fernando el Católico en 1482 para el territorio comprendido en la Corona de Aragón). El siguiente texto manifiesta el contenido fundamental de una de estas bulas:
“Y a ti, que eres conocido como hombre celoso de la fe de la salvación de las almas de los fieles e idóneo por la edad, costumbres y ciencia para el ejercicio del tal oficio, te hacemos, creamos, constituimos y designamos, especial y nominalmente por la dicha autoridad apostólica, inquisidor de dicha pravedad herética en dichas ciudad y diócesis de Barcelona a nuestro beneplácito y al de dicha Sede. Y con la misma autoridad, por el tenor de las presente te concedemos plena y libre facultad, potestad y también autoridad de hacer, mandar, ordenar y ejecutar por ti o por toro u otros, a los que decidieres encomendar para ello tu lugar, todas y cada una de las cosas que, por derecho o costumbre, en cualquier modo corresponden al libre ejercicio del tal oficio de la Inquisición”.
        En definitiva, al igual que el Santo Oficio medieval vio regida su actividad por medio de las bulas. Se puede decir que la inquisición llamada “moderna” comenzó su andadura con el permiso y beneplácito que transmitían estos instrumentos documentales pues en realidad, a través de ellas, el Pontificado reguló una parte de la actuación y competencias de la organización. Prueba de ello, es la cantidad de bulas que se expidieron durante los años que abarcan el reinado de los Reyes Católicos, en total 85 bulas desde 1478 hasta 1516, fecha del óbito de Fernando el Católico.
        Con el objeto de intentar reunir estos documentos, cuyo conocimiento se presenta como esencial para el funcionamiento de la propia institución y debido a la gran importancia del contenido de las mismas, se ha pretendido en diversas ocasiones y a lo largo del tiempo la elaboración de varias recopilaciones: la primera data del siglo XVI (1566), encargada por el propio inquisidor general Fernando Valdés. Este recopilatorio se presenta hoy en día como fundamental para conocer la historia de la institución, pues se incluyeron entonces numerosas bulas y breves cuyos originales faltan actualmente.
        La última recopilación data de 1998, en la que el citado Gonzalo Martínez compila las bulas y breves papales expedidos durante la inquisición medieval hasta la muerte de Fernando V, cada una de ellas con su correspondiente traducción al castellano.
        En poco tiempo, los monarcas Isabel y Fernando lograron concentrar para sí la capacidad de elección de inquisidores y el control de los recursos de la Inquisición, junto con el poder de decisión sobre pleitos jurisdiccionales, convirtiendo de esta manera al Santo Oficio en uno de los poderes del Estado que ya empezaba a disfrutar del apoyo real. El empleo de la Inquisición como instrumento político por parte de la monarquía, sobre todo en los siglos XVI y XVII, fue indiscutible, sin embargo, a través de las bulas el pontífice aseguró su posición como depositario de la legitimidad final del Santo Oficio, reivindicando así la base espiritual de su poder.
        El traspaso de poder desde la sede pontificia a la real y la incorporación de la institución al mundo estatal tuvieron que repercutir obligatoriamente en la documentación expedida en relación al Santo Oficio. Así, los Reyes Católicos solían comunicar sus preceptos y órdenes a sus oficiales por medio de la escrituración de cédulas reales, entre otros documentos, las cuales se caracterizan por su concisión gráfica y textual. En 1510, el rey Fernando el Católico, por poner un ejemplo, empleó este tipo documental a la hora de advertir a los receptores de las inquisiciones que nunca concediesen premios o ayudas pecuniarias sin haber pagado antes los correspondientes sueldos a cada uno de los miembros. Debido a su enorme importancia, se puede asegurar que la serie de cédulas reales conservadas en el AHN (Archivo Histórico Nacional) es una de las que menos incidencias sufrió, por ello es la más antigua de las colecciones de los fondos inquisitoriales iniciada en 1497, aunque no se conservan sus originales.
        Además de estos fines, las cédulas fueron profusamente empleadas por los soberanos para la expedición de las libranzas concedidas a los miembros del Santo Oficio. A través de ellas, el monarca aprobaba el gasto a realizar. Iban dirigidas al contador y receptor general del Santo Oficio, por lo que su estructura documental no se diferencia en modo alguno de las expedidas para otros organismos.
        Ambos documentos, bulas y cédulas reales, expedidos por el poder eclesiástico y civil, orientaban, limitaban y dirigían gran parte del funcionamiento y de la práctica ejercida por el Santo Oficio. Su resultado demuestra, sin duda alguna, el carácter mixto de esta institución siempre a caballo entre la Iglesia y el Estado y que conformarán uno de los aspectos más sobresalientes e identificadores de esta institución comparados con el resto de la Administración de la época.
        Sin embargo, el aumento de inquisidores actuando en todo el territorio hispano y la instauración de un mayor número de tribunales estables hizo necesaria la designación de un inquisidor general para la corona de Castilla y Aragón que coordinase la actuación del organismo. En 1483 se nombró para este cargo al dominico fray Tomás de Torquemada. Con la creación de este puesto se centralizaba la dirección del Santo Oficio en una persona, de la que los reyes decidían su nombramiento y delegaban en él su autoridad; se convierte en un punto de engarce a través del cual el Santo Oficio pasa a formar parte del aparato estatal20. A partir de este momento se puede manifestar que verdaderamente comenzaría a andar la Inquisición moderna.
        En un principio, él y otros inquisidores tenían la misión de regular, normalizar y homogeneizar la práctica ejercida en los diversos tribunales inquisitoriales. Con este objetivo, en diversas ocasiones un número variable de inquisidores y letrados se reunieron en juntas en las que debatían la idoneidad o acierto de las resoluciones tomadas o bien, si se exponían casos futuribles, las posibles soluciones a adoptar. Asimismo procuraban dar respuesta a la multitud de preguntas o dudas sobre el procedimiento suscitadas durante el poco tiempo que llevaban ejerciendo los tribunales.
        Una vez aprobados todos los puntos expuestos en la reunión, las resoluciones se plasmaban por escrito en forma de capítulos o artículos. Cada uno trataba de temas diferentes abarcando una gran parte de la actuación de los tribunales: desde cómo se debía anunciar en cada pueblo el establecimiento de la Inquisición, pasando por la mecánica de las confiscaciones de bienes a la investidura de los sambenitos o zamarras a los condenados. El conjunto de estos capítulos son las llamadas instrucciones. Éstas significaban un complemento a los directorios y repertorios jurídicos medievales existentes hasta entonces y que en muchos aspectos se habían quedado inadaptados.
        La dinámica de la producción o génesis documental que se observa en las instrucciones indica rasgos de clara tradición medieval, anclada en la lentitud y parsimonia administrativa particular de esta etapa. Con estos mismos tintes se caracteriza también la estructura diplomática de las mismas, compuesta por un texto de naturaleza medieval: largo y extenso, repleto de fórmulas y cláusulas solemnes y ausentes de todo tipo de señas administrativas. De esta manera, la intitulación, profusa en títulos y cargos, se desarrolla durante numerosas líneas, al igual que la dirección. En las instrucciones, la data suele expresarse en diferentes cómputos, fórmula típica de los documentos solemnes y de la Edad Media.
        Durante los quince años de gobierno del inquisidor general Tomás de Torquemada se promulgaron cuatro instrucciones. En 1500 el inquisidor general fray Diego Deza publicará también otro suplemento. Entre éstas y las últimas elaboradas por Fernando Valdés, sesenta años más tarde, no se volverá a escribir ninguna instrucción nueva. La expedición de este tipo documental cayó en desuso a principios del siglo XVI para desaparecer por completo a mediados de esta misma centuria. La causa se debe, precisamente, tanto a su génesis, ya que aparecía como demasiado lenta ante la necesidad de resolver con rapidez los múltiples problemas diarios a los que se debían enfrentar los tribunales en relación al funcionamiento y procedimiento inquisitorial, como a que se presentaba incapaz de responder las diversas cuestiones jurídicas sin tener que paralizar la marcha del Santo Oficio, pues para ello debían juntarse varios miembros que residían en lugares distintos.
        La citada congregación, que en un principio únicamente se reunía durante determinados períodos de tiempo con el fin de coordinar las directrices de la institución, se transformó poco después, en torno a 1488, en un órgano permanente llamado “Consejo de la Suprema Inquisición”. Estaba compuesto por un número variable de consejeros, aunque la cifra habitual era entre seis y diez, y presidido por el inquisidor general. Los consejeros eran nombrados directamente por el monarca, de una terna propuesta por el inquisidor general, pero en sus curricula se advierte una larga trayectoria al servicio del Santo Oficio.
        A pesar de que las relaciones entre el inquisidor general y el resto de los consejeros nunca se regularon de forma adecuada, en la práctica no hubo excesivas fricciones y los criterios de aquél se impusieron normalmente a éstos.
        La inserción del Consejo de la Inquisición en el sistema político de Consejos de la monarquía española fue total. Incluso dos miembros del Consejo de Castilla asistían de forma regular a las sesiones del Consejo Inquisitorial, inspirado en la estructura del anterior.
        La Suprema se constituyó entonces como organismo coordinador de las líneas de acción de los tribunales de distrito, con el objetivo de controlar la actuación de los inquisidores locales, que al principio se mostraron excesivamente independientes en sus resoluciones. La centralización administrativa impuesta fue férrea, como se puede comprobar a tenor de las múltiples visitas a los distritos y el severo control financiero. No se puede olvidar que muchos de los consejeros habían sido antes inquisidores locales y, en consecuencia, conocían impecablemente el funcionamiento interno del Santo Oficio. Entre las funciones de este órgano estaban resolver las apelaciones de causas, arbitrar en situaciones discordantes, juzgar los delitos cometidos por los funcionarios del Santo Oficio, etc. Las reuniones del Consejo se hicieron habitualmente en la Corte.
        Con el objeto de ejercer su función rectora y cumplir con sus deberes la Suprema Inquisición se relacionaba con los tribunales y sus numerosos oficiales a través de tres tipos documentales principalmente. El Consejo de la Inquisición hacía uso de ellos dependiendo de la finalidad del escrito, es decir, en consonancia con el tenor documental y la intención del autor a la hora de comunicar su voluntad.
            El primer tipo documental a comentar es la misiva. Destaca por la relevancia de su contenido, debido a la trascendencia que tienen para la investigación histórica y su heterogeneidad, así como también resaltan por su cantidad, pues se han conservados miles de ellas. La correspondencia escrita entre la Suprema y los inquisidores y demás oficiales fue fundamental para el funcionamiento de la organización, pues mantenía informado al órgano rector de todos los asuntos, incidentes y tramas de los diversos tribunales. Por otro lado, para los propios miembros de la institución, una asidua relación escrita con la Suprema les hacía sentirse integrados en la institución, formando parte de ella y les permitían una vía directa de comunicación con el poder. Gracias a las misivas, se hacía posible la unión de los diversos tribunales a lo largo del gran territorio que abarcaba la Inquisición española.
        En estas cartas se expresa información muy dispar relativa a cada uno de los tribunales, desde la situación económica de las arcas hasta la el estado de todos los juicios. Ésta suponía prácticamente la base del poder centralizador de la Suprema. Por ello, la Suprema imponía a los tribunales la obligación de transmitir toda la información posible con el fin de intentar controlar la resolución de las sentencias.
        Igual de heterogéneas se presentan las cartas enviadas por el propio Consejo a los tribunales en las que comunican su parecer sobre un determinado asunto, dan consejos de cómo se debe actuar o ejercer o solicita informes sobre un candidato.
        Por otro lado, durante el periodo fundacional que aquí se analiza son también abundantes las cartas escritas por el inquisidor general hacia la Suprema y viceversa, a efectos de mantenerse informados mutuamente, pues en estos primeros años no siempre ambos permanecían en la misma localidad.
        Cuando la Suprema sentía la necesidad de comunicar ciertas órdenes a los tribunales con carácter urgente no podía emplear el sistema de las instrucciones, ya que como se ha explicado la lentitud era su gran desventaja. Por eso, pronto empezó su andadura otro tipo documental diferente en su forma externa pero que satisfacía las necesidades emergentes del Consejo. El nuevo documento era la llamada carta acordada. Se expedían tras el acuerdo de la Suprema y el inquisidor general sobre un asunto concreto, de ahí su nombre. La resolución tomada solía afectar a la práctica de todos los tribunales, por ello se expedían con igual tenor tantas como tribunales, a modo de ejemplares múltiples.
        Las cartas acordadas significaron desde el principio un instrumento fundamental para el funcionamiento del organismo, ya que mediante ellas el Consejo comunicaba rápidamente a los tribunales toda clase de órdenes que debían ser cumplidas. De hecho, este tipo documental se convirtió en el instrumento más eficaz contra la herejía escrita, puesto que fue frecuentemente empleado para informar a los inquisidores y comisarios de los libros prohibidos que diariamente salían al mercado y que éstos debían retirar. Su contenido debía asimismo permanecer reservado pues sólo podía ser leído por miembros de la institución, de ahí que el historiador Gustav Henningsen las clasifique como “legislación secreta”.
        Se caracterizaban por su rápida expedición, facultad imitada de las misivas, así como por su carácter preceptivo, del que por el contrario las cartas carecían y adoptaban de las provisiones. La estructura diplomática de las cartas acordadas fue conformándose paulatinamente, pues en realidad hasta la segunda mitad del siglo XVI no terminó de configurarse. Posteriormente siguieron modificándose para adaptarse a las nuevas circunstancias administrativas típicas de la Edad Moderna.
        De manera genérica en cuanto a su forma externa se puede decir que adopta rasgos importantes de las misivas, incluyendo en ellas además una breve y concisa disposición que se inicia generalmente con el verbo “acordar”, así como diversas cláusulas finales de variado género. En los primeros tiempos, el texto solía comenzar por una dirección genérica que indicaba el destino múltiple de su orden (todos los tribunales inquisitoriales): “Venerados Señores”, “Reverendos Señores”. Esta fórmula, herencia de las cartas misivas, fue poco a poco cayendo en desuso de manera que ya para el último tercio del siglo XVI prácticamente no se emplea. En estos momentos, el texto suele comenzar directamente con una breve exposición o bien con la disposición.
        El tercer tipo documental más empleado por el Consejo y el inquisidor general para expresar sus decisiones fueron las provisiones. Se expedían para asuntos particulares, como por ejemplo la concesión de prebendas, el nombramiento de cargos, comisiones, pasaportes, receptorías, citatorias y provisión de oficios.
        A diferencia de las cartas misivas, las provisiones tenían un alto grado de mandato incorporando en ellas abundantes cláusulas sancionadoras, preceptivas y penales, lo que conforma una estructura documental más compleja y solemne.
        Las distinciones con respecto a las cartas acordadas también son evidentes. Las provisiones podían ir dirigidas a personas u organismos ajenos a la institución (por lo que carecen del carácter secreto de las otras), así como también podían ser expedidas por los diversos tribunales inquisitoriales menores y no sólo por la Suprema. Por otro lado, su mandato solía dirigirse a una dirección concreta (un tribunal determinado por ejemplo) y no a todas las inquisiciones.
        Por último, comparadas con las cartas acordadas, el texto de las provisiones se presenta más rico y ampuloso, apareciendo en ellas una forma de intitulación solemne y una más o menos amplia exposición, ambas partes expresadas de manera muy concisa en las cartas acordadas.
        En resumen, éstos son los tipos documentales principales expedidos por o en relación con la Inquisición cuyo conjunto podría denominarse “documentación institucional”, en tanto en cuanto ésta hace mención al modo de gobierno, reglamentación de las actuaciones y comportamientos de sus miembros, normativa a seguir por los Tribunales en materia hacendística y causas procesales, etc. Sin embargo, cabría señalar otro grupo documental expedido también por el Santo Oficio que se podría calificar como “documentación procesal”. Sobre ella la legislación inquisitorial es más compleja que la anterior, ya que engloba tanto la reglamentación del juicio como el concepto de herejía o de ideología heterodoxa, las fuentes del Derecho y la clasificación de los herejes. Entre los autores de los que se sirvió el Santo Oficio para configurar su legislación procesal se pueden seleccionar a: Adriano VI, Diego de Cobarruvias, Hurtado de Mendoza, Ledesma, Peña, Simancas, etc.
        La documentación producida en el transcurso de los procesos inquisitoriales es francamente abundante y diversa. En el periodo que aquí nos ocupa, la actividad inquisitorial solía comenzar con la llegada de los inquisidores a los pueblos y ciudades y la consiguiente lectura del edicto de fe. Este documento, uno de los más célebres del Santo Oficio y de más larga vida, se leía al público que acudía a oír misa en las diferentes iglesias para luego colgarlo en sus puertas con el objetivo de que todo el mundo se enterara de su contenido. En el edicto se conminaba a la población a confesar las posibles herejías que ellos mismos hubieran hecho o dicho, así como pretendían que delatasen a otras personas, incluso familiares, a las que hubieran visto cometer herejías u oído decir palabras heréticas o narraciones relativas a ellas. En un principio, hasta el año 1500, este edicto recibía el nombre de “edicto de gracia”, pues a las personas que acudían tras su lectura dispuestas a la confesión se les reducía la pena por el delito. Posteriormente, este periodo de gracia desapareció y se convirtió en el citado “edicto de fe”. A continuación del edicto se leía la Carta de Anatema, en donde se recordaba a los fieles la pena de excomunión que les esperaba a aquéllos que no acudiesen a denunciar a los herejes.
        De esta manera, los edictos eran la fórmula del Santo Oficio para dar a conocer a la población los delitos pugnados por la institución y de captar acusaciones o confesiones que abrían el camino de procesos o búsquedas de delitos de fe. Puesto que en la mayoría de las ocasiones se citaban en ellos largas listas de herejías u obras prohibidas, los edictos solían ser extensos, razón por la que solían estar escritos en bifolios de forma apaisada o incluso adoptaban la forma de cuadernillo.
        La estructura diplomática de los edictos inquisitoriales apenas evoluciona a lo largo del tiempo, tampoco se distingue especialmente de aquellos expedidos por otros organismos. En todos ellos destaca la dirección genérica, como la más habitual, así como las cláusulas de emplazamiento, en las que se establecía un plazo de tiempo para obedecer la disposición, cláusulas penales, por las que se intentaba persuadir a su cumplimiento y cláusulas de pregón, a través de las cuales se obligaba a los secretarios a leerlos en voz alta y colocar los documentos de forma visible para su conocimiento general.
        Una vez comenzado la inquisitio o denuncia de la herejía, el procedimiento debía llevarse a cabo por los inquisidores, ayudados éstos por el resto de los miembros de la organización (notarios, comisarios y familiares).
        Su actuación se realizaba siempre respetando las normas establecidas previa y firmemente por los decretales, las instrucciones y las cartas acordadas. Para asegurarse de su cumplimiento, la Suprema estableció un rígido sistema de visitas en las que se consultaba la documentación conservada. A través de ella el inquisidor visitante podía reconocer si el proceso había sido llevado a cabo de forma correcta o no. Esto es debido a que todos los pasos realizados durante el procedimiento debían certificarse mediante documentos escritos por los secretarios de los tribunales inquisitoriales, quienes estaban autorizados a presenciar todos los actos procedimentales (incluso las votaciones del tribunal) en los que debían de tomar nota de cuanto ocurría y se decía.
        Consecuencia de la ejecución de todos estos actos surge otro de los documentos más característicos de la Edad Moderna y de esta clase de instituciones, el acta.
         En ellas se revelan todos los pasos a seguir por los inquisidores, así como las denuncias y confesiones de los reos, testimonios de testigos, etc. Las actas componen la mayor parte de la masa documental perteneciente a los expedientes inquisitoriales y se convierten en el documento por excelencia de los notarios.
        Su lectura resulta farragosa y pesada debido a la obligación de los secretarios de anotar todos los aspectos, datos y cláusulas por entero, sin abreviar nada, no obstante su contenido puede y es muy útil para los historiadores. Su estructura diplomática es similar al resto de las actas notariales del momento, aunque no termina de conformarse hasta el siglo XVI. Rasgos diplomáticos singulares de este documento son su comienzo constante mediante la data y su finalización a través de la suscripción del notario dando fe del acto, antecedida generalmente por la fórmula: “Ante mí”.
        Por último, en este sencillo abanico de ejemplos documentales expedidos durante el procedimiento inquisitorial, cabría destacar la escrituración de la resolución final por la que el reo es condenado o absuelto. Ésta se lleva a cabo por medio de la sentencia. En consecuencia, reproduce por escrito la votación y posterior resolución de un pleito, si éste no se escriturara el acto sería declarado nulo. La sentencia debía ser votada de forma mayoritaria, todos los inquisidores asistentes estaban obligados a firmar el documento, aunque alguno de ellos estuviera en desacuerdo con la condena establecida sin añadir información alguna sobre esta discrepancia. Evidentemente, los tipos de sentencias son muy numerosos en cuanto a su contenido interno, aunque lo cierto es que su estructura formal apenas varió a lo largo de los siglos, diferenciándose asimismo en muy poco de las sentencias expedidas por las audiencias y demás organismos de la época.
        El funcionamiento eficaz de la Inquisición dependía, en gran parte, de esta producción de documentos y de su capacidad para ordenarlos y conservarlos de una manera adecuada. Por ello, los funcionarios inquisitoriales ponían extremo cuidado en anotar todos los detalles referentes al desarrollo de la actividad inquisitorial, tanto los momentos trascendentales como las prácticas rutinarias de la actividad cotidiana. Ese es uno de los motivos que han permitido reconstruir la historia de esta Institución.
         Desde los primeros momentos, con la finalidad de conservar sus documentos, se crearon archivos, consistentes al principio en algunas arcas que se trasladaban de junto con los inquisidores por toda la Península. Así, en 1500, está documentado que el Consejo pagó el transporte de las tres cajas del archivo desde Granada a Sevilla, y que en 1509 había en la sala, donde el Consejo celebraba sus sesiones, cinco arcas. Al poco tiempo, cuando los tribunales fueron estableciéndose de forma permanente, estos arcones fueron sustituyéndose por una habitación donde se guardaba la documentación relativa al Santo Oficio.
        También disponían de una pequeña biblioteca, para la consulta urgente, en la que tenían depositadas obras tales como: el Decreto de Graciano, las Decretales de Gregorio IX, el Sexto de las Decretales, las Clementinas, Pragmáticas del reino con las Leyes de Toro, los tratados inquisitoriales publicados con anterioridad y los Memoriales, que sistematizaban, entre otros documentos, las cédulas reales, los decretos y cartas acordadas de los inquisidores y del Consejo.
        A modo de valoración final, hay que recalcar que el Santo Oficio fue un gran productor de documentación a lo largo de su existencia. Tanto su desarrollo burocrático y el ámbito territorial de su actuación, como la gran variedad de temas y problemas a los que hizo frente, la convirtieron en esa máquina de producción de papeles que hoy son valiosos documentos históricos.

[Texto íntegro del artículo de sus autores. He omitido las 54 notas bibliográficas y el Apéndice Documental, para que la extensión de lo publicado no resulte excesiva]


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