1609: CUESTIONES DE REPUTACIÓN

Juan E. Gelabert
Universidad de Cambridge


Artículo publicado en CARTAS DE LA GOLETA, título con que se editaron las Actas del COLOQUIO INTERNACIONAL "LOS MORISCOS Y TÚNEZ", celebrado en Túnez en Abril de 2009.


En el año 1611, cuando todavía quedaban en tierras españolas no pocos moriscos a los que desde la primavera de 1609 se había obligado a dejar su patria, se publicaba en Madrid el “Tesoro de la Lengva Castellana, o Española” compuesto por el licenciado Sebastián de Covarrubias Orozco. La entrada “Reputar” del diccionario en cuestión se despachaba así: “Estimar”. Y luego, tanto para el sustantivo “Reputación” como para el adjetivo “Reputado”, se repetía idéntico significado, a saber: “estima”, “estimado”. Finalmente se aclaraba que reputación “puédese tomar en buena o mala parte34. La homología entre reputación y estima comparecía también en el lenguaje político al uso, como muestran las palabras dirigidas en 1625 por Olivares a Felipe IV: “Siempre he anhelado ver a Vuestra Majestad gozando en el mundo de una estima y una reputación comparables a vuestra grandeza35. Pero existía sin duda algo más que un mero sentido de aprecio cuando tanto estima como reputación —pero sobre todo ésta— se trufaban precisamente en el discurso político, razón por la cual tal vez el duque de Medina de las Torres se viera obligado a precisar en 1666 que: “La verdadera reputación de los estados no consiste en meras apariencias, sino en la permanente seguridad y conservación de sus territorios, en la protección y bienestar de sus súbditos, [y] en el respeto que los otros príncipes tengan por su autoridad y fuerza militar36. A esta clase de reputación era a la que también se refería don Diego de Saavedra Fajardo en la número treinta y uno de sus empresas, donde reputación formaba pareja desde el primer momento no con estima, sino con autoridad37. Y es en este contexto donde el ilustre diplomático murciano introduce frases que no dejan lugar a dudas respecto al verdadero significado que en el lenguaje político tomaba por entonces el vocablo reputación, como, por ejemplo, que:
Un acto sólo derriva la reputación, i muchos no la pueden restaurar, porque no ai mancha que se limpie sin dejar señales, ni opinión que se borre enteramente.
Otras frases de la misma empresa hacen circular el concepto por la misma senda: «¿Qué otra cosa es la reputación sino un ligero espíritu encendido en la opinión de todos que sustenta derecho el ceptro


Reputación o estimación se antojan, pues, “en buena o mala parte”, territorios situados, como el honor, “en la opinión agena” (Saavedra Fajardo), de tal suerte que se ganan o se pierden más por iniciativa del observador que por la del propio actor, a quien, desde luego, afectan, y mucho, de manera especial en tiempo de guerra. Es en tales ocasiones, añade Saavedra Fajardo, en las que “esta reputación obra mayores efectos”, pues, gracias a ella, “corta más el temor que la espada, i obra más la opinión que el valor. Y así no se a de procurar menos [la reputación], que la fuerza de las armas”. En fin :
En la Magestad Real no ai más fuerza que el respeto, el qual nace de la admiración, i del temor, i de ambos la obediencia; i si falta ésta, no se puede mantener por sí misma la Dignidad de Príncipe, fundada en la opinión agena, i queda la Púrpura real más como señal de burla que de grandeza.
Que la reputación constituía parte sustancial del bagaje ideológico que sustentaba la conservación de príncipes y estados es algo que difícilmente cabe poner en duda cuando se trata de aquellos tiempos. Vistas así las cosas, ¿cuál podía ser la altura por la que anduviera la reputación de la Monarquía Hispana por los años iniciales del siglo XVII? Ciertamente seguía impresionando su extensión, si bien lo que más parecía interesar a los observadores coetáneos se inclinaba hacia el análisis de su capacidad para mantenerse más o menos incólume tras los lejanos y gloriosos días de Fernando e Isabel. Una de las mentes más lúcidas de aquellos días, y de toda la historia de Europa, como sin duda lo era Francis Bacon, decía por entonces sentir admiración por cómo España era capaz de “abrazar y reunir tan grandes dominios con tan pocos españoles naturales”, muy por encima de lo que en sus días habían logrado Roma y Esparta38. Es verdad, en efecto, que la Monarquía Hispana no sufriría pérdidas territoriales significativas hasta mediados del siglo XVII. Con todo, desde el año de la muerte de Felipe II (1598) hasta el de 1609, habían tenido lugar determinados acontecimientos (militares, diplomáticos…) que parecían haber empañado un tanto la herencia del Rey Prudente, un monarca que, según el mismo Saavedra Fajardo, había sido “gran rey […] en las artes de conservar la reputación: con ella desde un retrete tuvo obedientes las riendas de dos Mundos”.


En las líneas que siguen trataré de mostrar que de 1598 a 1609 la reputación de la Monarquía Hispana conoció sucesivos traspiés, el más grave acaso precisamente en este último año; y que si “un acto sólo derriva la reputación”, como al principio se advirtió, la secuencia de alguno o algunos más podía ya resultar preocupante. Para el historiador atento no es difícil percibir esta mengua de reputación allí donde justamente aflora a la menor oportunidad, esto es, en las cortes y cancillerías de los países enemigos, competentes o émulos de la Casa de Austria; esto es, allí donde se fragua la “opinión agena”. Poco importan al caso las razones, certidumbres o fundamentos de dicha pérdida, pues ya se ha insistido bastante en que la reputación pertenece al territorio de la “opinión”. No se niega, sin embargo, que de puertas adentro pueda también percibirse e incluso vocearse la referida mengua ante hechos singulares, como si de puertas adentro acabara por hacerse propia la “opinión agena”. Es fácil entonces que esta asunción se haga por parte de los opositores políticos en el seno de la lucha faccional al uso, dejando a un lado al monarca y culpando a sus ministros... Pues bien: en el año 1609, en el año de la expulsión de los moriscos, “un acto sólo”, como lo fue la firma por parte de Felipe III de la llamada Tregua de Amberes alcanzada con las Provincias Unidas en el mes de abril, derribó la reputación de la Monarquía Hispana hasta simas nunca antes conocidas. Dicho “acto” constituyó el último de los eslabones de una infausta cadena iniciada en 1598, pero fue tal vez el más oprobioso de todos ellos, hasta el extremo de que se hizo preciso neutralizarlo so pena de que su rebufo pudiese llevarse por delante al mismísimo Duque de Lerma, políticamente ya muy tocado desde hacía un par de años. La extensión de la oposición al valido de Felipe III y la gravedad de los cargos contra él acumulados en los últimos tiempos podría quedar sintetizada en las palabras escritas por el embajador inglés Sir Charles Cornwallis en marzo de 1608, cuando todavía la Tregua de Amberes no había llegado a término :
Claman contra él [Lerma] en público por haber engrandecido su propio estado, y ahora, en estos últimos días, llegan a hacerlo con tanta desenvoltura como que, añadiéndole el tema del tratado con los Países Bajos, le llaman traidor, diciendo que acuerdos de paz tan deshonrosos no pueden proceder de otras entrañas que no sean las de un traidor y un cobarde39.
Ante semejante situación cabía en lo posible que el valido intentara contrarrestar las críticas a su política poniendo en bandeja del rey una medida que no sólo contara con su apoyo sino que le reconciliara también con sectores de opinión como los detectados por Cornwallis. Algunos historiadores no han vacilado a la hora de ver precisamente en la expulsión de los moriscos el golpe de efecto con el que el Duque de Lerma creyó poder sacudirse dos años y pico de un via crucis político difícilmente soportable. Rafael Benítez Sánchez-Blanco no se ha recatado en sostener que la expulsión debe ser observada como “una contrapartida a las cesiones hechas en materia de prestigio y de defensa de la religión ante los rebeldes40. Por su parte, Antonio Feros ha ido acaso más allá entregándonos la propia confesión de Lerma: tanto entonces, como de nuevo en 1617 (Paz de Asti), el valido se escudó en sendas maniobras de distracción para tapar vergüenzas en cuya gestación había tenido un papel más que relevante41. No lo ha visto así Patrick Williams, quien muestra a Lerma poco entusiasmado con el proyecto, y razones en tal sentido no le faltaban, por su condición de señor de vasallos en el reino de Valencia42. Con todo, ya en 1982, analizando los efectos de la Tregua, Jonathan I. Israel se percató de que, una vez el tratado se hubo firmado, “la principal ocupación” del valido residió en “neutralizar [offset] la pérdida de reputación” que de aquélla había sobrevenido. El historiador holandés percibe asimismo un cierto viraje de norte a sur en la agenda diplomática hispana de aquellas jornadas, llegando a citar, entre otras actuaciones propias de este nuevo contexto, la misma expulsión de los moriscos43.


Sea como fuere, el año 1609 golpeó las conciencias y una cierta sensación de agotamiento, de fracaso, de vuelta de hoja, de cambio de tercio, asoma por aquí y por allá a poco que se escarbe. No es casual que don Francisco de Quevedo fechara precisamente a 20 de septiembre (tras la ratificación por Felipe III el 7 de julio del tratado de Tregua) su “España defendida”, donde, entre otras cosas, el autor “avisa a Lerma y a Felipe III de la decadencia de las costumbres que trajeron a Roma los periodos de paz”44; o que fray Gerónimo Gracián de la Madre de Dios creyera por su parte que el fracaso religioso, militar y político del que también él estaba siendo testigo desde Bruselas podía preludiar nada menos que la “caída” de España, “que es la que más se ha sustentado y sustenta en la fe45 .
Las cosas, sin embargo, habían empezado a torcerse ya en 1598. Con tres frentes de guerra abiertos (Francia, Inglaterra, Provincias Unidas) hasta pocos meses antes de abandonar este mundo, Felipe II había decidido cancelar alguno de ellos y creyó que acaso el de Francia resultaría tanto más sencillo de liquidar como más remunerador a medio plazo. Así que, dando por buena la intermediación del Papa Clemente VIII entre él y el recién convertido en 1595 rey de Francia Enrique IV, delegados de ambos países comenzaron a explorar posibilidades para una paz hacia el otoño de 1596. No resultaba asunto fácil para el rey de Francia, que poco antes había formado con los otros dos enemigos de Felipe II una llamada Triple Alianza. Para entonces España no estaba saliendo mal parada de las operaciones militares en curso, a pesar de la bancarrota sobrevenida en noviembre de 1596. Retenía una importante base naval en Bretaña (Blavet), en abril de 1596 había conquistado Calais, inmejorable cabeza de puente para combatir tanto a Inglaterra como a las Provincias Unidas, y en una sorprendente operación, tan audaz como rápida, Amiens era tomada por tropas españolas que se colocaban de este modo en el camino hacia París.


Mientras tanto Felipe II no descuidaba el particular tratamiento de los asuntos de Flandes. A tal fin, en abril de 1595, el rey había nombrado a su sobrino el Archiduque Alberto de Austria gobernador de los Países Bajos, a los que éste llegó a fin de año. Iba el nuevo gobernador pertrechado “con poderes y facultades tan estendidas y grandes que ninguno las tuvo tales”, habida cuenta de la “superioridad del grado, alteza de la sangre y mucha satisfacción que [Felipe II] tenía de su religión, valor y prudencia y de la obediencia que le tuvo siempre”. No poca trascendencia habrían de tener tan extendidos poderes en los acontecimientos de los años por venir, incluidos los de 1609. A mayores, Felipe II prometió también entonces a su sobrino “casar [lo] con la infanta doña Isabel, con dote de los Estados Bajos de Flandes”, aunque la publicidad de la promesa no llegaría hasta el 6 de mayo de 159846.


Por el momento el
archiduque Alberto debía hacer frente a las operaciones militares en curso, sirviéndose al propio tiempo de ellas de tal manera que le permitiesen acomodar el mejor de los escenarios posibles de cara a las conversaciones de paz. La práctica al uso consistía, en tales circunstancias, en acelerar las conquistas de plazas a fin de presentarse en la mesa en posición ventajosa. A este fin había respondido la importante toma de Calais. Sin embargo, el abandono del socorro a Amiens, que finalmente hubo de capitular ante el rey de Francia en septiembre de 1597, parecía que estuviese conduciendo las cosas por camino opuesto. En aquellos días se criticó desde varios frentes esta decisión de Alberto. La “opinión agena” construyó una explicación que el cronista real Cabrera de Córdoba incluye en su Historia, si bien, de modo tan sutil, que la responsabilidad en ella del Archiduque se diluye por entero47. Lo cierto fue que cuando Enrique IV puso sobre la mesa como condición para entrar a negociar la devolución de todas las plazas en manos de los españoles, Alberto se vio obligado a ponderar el alcance de esta precisa exigencia junto a su futura condición de soberano de los Países Bajos. Dicho de otro modo: su pacífica instalación en ellos pasaba por hacer las paces con su poderoso vecino, al igual que con la reina de Inglaterra… Alberto, hijo del emperador Maximiliano II, debía entonces sopesar, por un lado, los límites de su fidelidad a la rama madrileña de la Casa de Austria y, por otro, su ascendencia austriaca, imperial, que le impelía —o le obligaba— a buscar el acuerdo con sus rebeldes súbditos de las Provincias Unidas, objetivo a largo plazo para cuya consecución se hacía necesario hacer primero las paces con Francia e Inglaterra. Y si para ello era preciso devolver Calais, Amiens y Blavet, entre otras, pues así se haría.


La paz alcanzada en Vervins entre España y Francia el 2 de mayo de 1598 entregaba a ésta las conquistas españolas de la pasada guerra. A muchos observadores pareció que España concedía demasiado. De la entrega de Calais se dijo, por ejemplo, que no era tanto un asunto del valor intrínseco de la plaza como, precisamente, de reputación (“it is not of that wourthe as it is of reputacion48). Alberto parecía estar anteponiendo sus propios intereses como soberano de los Países Bajos a los de quien acababa de concederle tal título. El embajador Agostino Nani transmitió a Venecia el tono de los comentarios en Madrid: la paz era necesaria, pero sus términos resultaban tan dudosamente honorables para Felipe II que no cabía augurarle mucha vigencia. Luego venían otros detalles, como que acaso hubiera sido más pertinente un acuerdo con Inglaterra o con las mismísimas Provincias Unidas49. Meses más tarde era Francisco Soranzo el sorprendido de que, llegado julio, todavía no se hubiera publicado la paz. Tampoco se percibía síntoma alguno de alegría. Algunos argumentaban que tal vez pudiera excusarse la celebración dado que por parte de España nunca se había declarado la guerra… “Parece que la paz no goza aquí de una gran popularidad” —comentaba—. Entrando más al meollo del asunto salían otras vergüenzas. “La entrega de tantas plazas fuertes —añadía— es considerada como algo impropio de la dignidad de esta corona”. A modo de consuelo se advertía, no obstante, que “los más avisados se dan cuenta, sin embargo, de que en 1559 se tomó el mismo curso, aunque entonces España había ganado muchas más victorias que las que ha obtenido en esta guerra”. Soranzo apuntaba finalmente a los inconformistas: los grandes, quienes consideran los términos del acuerdo “en exceso desfavorables para España”. El conde de Fuentes habría dicho: “No va a ser publicada en absoluto; ni solemnemente ni en ninguna otra manera, pues estamos avergonzados de ella, y fue acordada por quienes no entienden el manejo de las armas50. No era ilógico que quienes habían peleado en los campos de batalla de Francia (el Conde de Fuentes, el Condestable de Castilla, etcétera) se sintieran hasta cierto punto traicionados por el curso que habían tomado las cosas. El Archiduque Alberto estaba, obviamente, en su punto de mira.


Una paz con tales condiciones tampoco fue fácil de digerir para el heredero de la corona, el futuro Felipe III, quien hasta 1601 no ratificó lo firmado por su padre, actitud que hasta entonces mantuvo en vilo a Enrique IV y constituyó el punto capital en la agenda de los embajadores del rey de Francia en la corte de Madrid. Además, el joven rey tenía también razones para sentirse dolido con la herencia recibida, por cuanto la paz con Francia había estado acompañada de la cesión de los Países Bajos a su tío Alberto y a su hermana Isabel Clara Eugenia, operación que asimismo se vio como poco decorosa para el nuevo rey, e incluso dudosamente “constitucional”.


Sea como fuere, los nuevos soberanos de los Países Bajos comenzaron pronto a desplegar una acción exterior que no siempre fue acorde con las directrices y deseos de Madrid. El acercamiento a Inglaterra formaba parte, por ejemplo, de la tradicional política de los duques de Borgoña, dignidad que ahora ostentaban Alberto e Isabel. Y así, mientras Felipe III parecía empeñado en seguir lanzando armadas contra Isabel, o invasiones sobre Irlanda, los archiduques no cejaban en tender puentes y escudriñar la menor oportunidad de acercamiento que se presentase. Entre las dos Isabeles de ambos lados del Canal parecía haber surgido una corriente de simpatía que la hija favorita de Felipe II no se recató en manifestar por escrito. En una carta escrita al duque de Lerma en la primavera de 1600 quiso hacer tabla rasa con el pasado con estas palabras:
Espero que Dios nos ha de ayudar, pues sólo llevamos la mira en ençalzar su fe y vamos con diferente voluntad de los que ha habido aquí hasta aora; pues cierto lo que yo juzgo por lo que veo, no tenían gana de que se acabase esta guerra.
Y luego, en relación con la reina Tudor, comentó al Duque:
Yo he llegado a tal privanza con ella, que hace una reverencia cuando me nombra, y creo que es para obligarme a que la hiciese yo cuando la nombrase; pero yo me escuso con que no se usa en mi tierra. Allá gana diz tienen de la pax, pero queriéndola a su salvo y todo: diz que es de miedo de la grandeza de Francia, que si fuese la que el Rey desea, no es nada el mundo, y así es muy bien estar sobre aviso en todas partes51.
La Archiduquesa Isabel se había contagiado de la tradicional política borgoñona de alianza con Inglaterra como contrapeso a la “grandeza” de Francia, justamente lo que su padre no había hecho en 1598, por más que entonces hubiese voces que así lo sugerían. Desde Bruselas se alentaron por aquellos días las fallidas conversaciones de Boulogne entre representantes españoles y flamencos, de una parte, e ingleses de la otra. No se trata de un episodio muy conocido, habitualmente despachado con el soniquete de que las partes no llegaron siquiera a entrar en materia por cuestiones iniciales de “precedencia”. Sospecho que hubo algo más, pues en un carta de 1603 del Condestable de Castilla a Felipe III se hace mención de ciertos “capítulos desauentajados” como principal argumento contrario al acuerdo, capítulos con los que don Baltasar de Zúñiga y don Fernando Carrillo se habrían a su vez mostrado en desacuerdo con sus socios flamencos52.


Nuevo episodio de dudosa reputación fue el trámite inicial de la paz con Inglaterra alcanzada en el verano de 1604 tras la muerte de Isabel Tudor en la primavera del año anterior y el acceso al trono de Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra. Ya resulta sintomático que fueran enviados del Archiduque Alberto los que primero tuvieron ocasión de cumplimentar al nuevo monarca incluso antes de que éste hubiese salido de Escocia… En cualquier caso, ni Madrid ni Bruselas podían desaprovechar un minuto en trabar relaciones de amistad con Jacobo. Éste, por su parte, parecía de igual modo bien dispuesto, de manera que pronto se abrió la posibilidad de llegar a un tratado de paz. Los problemas de “reputación” surgieron por la elección del lugar para las conversaciones. El precedente de Boulogne aconsejaba que se hiciesen sobre terreno neutral. Jacobo argumentó, sin embargo, que, puesto que buena parte de la opinión pública inglesa no veía con buenos ojos la paz con España, la única manera de que ésta saliese adelante pasaba porque los españoles se acercasen a Londres, movimiento que, naturalmente, colocaba a la delegación española en una posición poco airosa, quasi mendicante. Muy poco reputada, en suma. Se decidió entonces, por parte española, que su primer espada, el Condestable de Castilla, don Juan Fernández de Velasco, no cruzaría el Canal salvo cuando toda la negociación estuviese ya concluida. La delegación en Londres estaría presidida por el Conde de Villamediana, al cual don Juan, con una carta tras otra, iba aleccionando desde esta orilla del Canal mientras las conversaciones progresaban. Las reuniones tuvieron lugar en Somerset House, palacio a la sazón utilizado por la católica esposa del rey de Inglaterra.


Al año siguiente (1605) acudió a Valladolid una delegación inglesa para ratificar el tratado, a la que poco después siguió la presencia del primer embajador (Sir Charles Cornwallis) tras varias décadas de vacío diplomático. La sede de la embajada fue pronto vista como un lugar poco recomendable, escandaloso nido de herejes en la corte del rey católico. Pronto surgieron denuncias y conflictos entre el personal de la delegación y las justicias ordinarias, amén de la Inquisición, naturalmente… El 28 de abril de 1608 tomó cartas en el asunto el Patriarca de Valencia, Juan de Ribera, con petición al Duque de Lerma de que el embajador reformase “sus criados y gente de su casa en las cosas escandalosas, porque, de no lo haçer assí —decía—, pondrá la justiçia el rremedio acostumbrado en semejantes subçessos53. Las “cosas escandalosas” iban desde el supuesto amparo a delincuentes a las “prédicas” que el embajador “y los de su secta” frecuentaban. Ribera, en cualquier caso, no desaprovechó la ocasión para disparar por elevación contra la misma presencia de herejes en suelo hispano y, de rebote, contra una paz suscrita con tales sujetos. El destinatario del mensaje de Ribera no era otro que el propio Felipe III, razón por la cual, teniendo en cuenta las fechas en las que estos sucesos tuvieron lugar, su escrito ayudará a entender un aspecto del ambiente en el cual se estaban desenvolviendo las conversaciones para la Tregua de 1609 y el coetáneo decreto de expulsión de los moriscos.


El Patriarca confesaba que, “desde que se publicó la jornada del Condestable de Castilla a Inglaterra y la causa y fin della”, habían comenzado también sus aflicciones, seguro como estaba de que “se hauría de ofender Nuestro Señor con estas pazes”. Ribera estaba persuadido de que “el hazer pazes con los infieles [sic] en las diuinas letras está prohibido tantas vezes que no se hallará cosa más repetida assí en el Testamento Viejo como en el Nuebo”. El discurso continuaba, y, de modo, a mi entender, harto expresivo, trocando la paz ya firmada con la tregua en curso, el arzobispo proseguía:
Dos causas puede auer para que lícitamente se hagan treguas y se admita trato con los hereges: la una es, quando de hazerlas, se pudiese esperar provecho espiritual en la conversión dellos. La segunda quando las fuerças de los hereges fuesen tan superiores a las de los católicos que moralmente se juzgasse que auían de ser superados por ellos.
Luego, tras referir los diversos concilios en los que se decretó “contra los reyes que hiziesen pazes con infieles y permitiessen que biuiessen en su reyno”, invocó para el caso el ejemplo de Fernando el Católicohechando todos los judios de España, por lo qual mereció ser el primero a quien la sede apostólica honró con título de católico”. ¿Cabía ahora expulsar a los herejes (ingleses, daneses, acaso franceses también, siendo hugonote), a los “infieles”, a quienes estuvieran más a mano y cayeran bajo una u otra etiqueta? El Patriarca cancelaba su exhorto con una apelación a Felipe III que no me resisto a transcribir en su integridad:
El mundo espera alguna gran demostración de la grandeza de Vuestra Majestad en el principio de su felicíssimo reynado. Y con gran razón la espera, pues, aliende de auérsela dado Nuestro Señor sobre todos los reyes de la tierra, ha dado juntamente con ella a Vuestra Majestad singular discreçión y prudençia, acompañada con hedad florida y firme salud. Y ninguna podría auer que satisfiziese tan entera y abundantemente a la expectación universal como acudir al remedio de los daños que se pueden temer desta comunicaçión de hereges.
En 1608, tras casi una década de reinado, Felipe III no podía ofrecer gran cosa en su haber: una paz con Francia no sólo heredada sino, además, poco honrosa; un patrimonio amputado en una de sus partes más valiosas (Flandes); una bancarrota el año anterior; acusaciones de corrupción hacia los colaboradores más estrechos de su principal ministro; una paz —la de Inglaterra— cuyos réditos no se veían por parte alguna… Y ahora, precisamente ahora, unas negociaciones de paz con sus rebeldes súbditos de las Provincias Unidas para las cuales, antes de sentarse a negociar, habían éstas exigido —y obtenido— su reconocimiento como países “libres”.


Desde el momento en que la noticia sobre la ronda de conversaciones se conoció en las cancillerías y cortes de toda Europa, las opiniones sobre el estado presente de la Monarquía de España no pudieron ser más negativas, tras un momento de inicial incredulidad. Ésta fue la actitud de Robert Cecil, quien sostuvo que lo de “libres” debía entenderse sólo para la negociación, pero nunca a perpetuidad54. Un Sommaire de la négociation redactado poco después de que ésta hubiese concluido señalaba que no era concebible:
qu’un si grand Prince, et une nation si ambitieuse, et qui aspire à la monarchie de la Chrétienté (quoiqu’avec une vaine présomption plutôt qu’avec vrais et solides fondemens), voulût jamais consentir à un traité si honteux que celui qu’on leur offroit, lequel feroit connoitre leur foiblesse, lâche et mauvaise conduite, défauts qui sont bientôt suivis de mépris, et d’autres plus grands dangers et inconvéniens55.
No fue muy distinta la opinión del rey de Inglaterra cuando tuvo delante el documento inicial que abría la posibilidad de negociar: él nunca hubiera creído que un rey de España pudiese dar su acuerdo a cosa “si indigne, si honteuse et de si dangereux éxemple pour tous ses autres sujets56 . Según el embajador francés en Londres, Jacobo I se hallaba “merveillesement scandalisé”. Como es natural, don Pedro de Zúñiga, representante diplomático de Felipe III en Londres, se apresuró a culpar al Archiduque Alberto de maniobra tan poco lucida.
Pero la realidad se mostró tozuda: Felipe III fue ratificando cuantas decisiones Alberto se adelantaba a tomar en Bruselas, desde el documento que sirvió para abrir la negociación hasta el Tratado del 9 de abril de 1609. “La force d’Espagne ne consiste plus qu’en mines, bravades et réputation du passé”, sentenció el Duque de Sully en septiembre de 1608(57), a la vista de cómo se iba desenvolviendo el proceso. “Réputation du passé” era, al parecer, todo lo que quedaba a la altura de aquellos años. La tregua en aquellas condiciones fue vista en toda Europa como un asunto declaradamente vergonzoso, no imaginado pocos años antes, pero indicativo también de que muy mal tenían que estar las cosas para el gobierno de Madrid. En el plano de las consideraciones religiosas, Felipe debía sentirse francamente incómodo no habiendo sido capaz de arrancar un mínimo estatuto de tolerancia para los católicos residentes en las Provincias Unidas. Difícilmente podía la real conciencia sobrevivir a tales ahogos. Así que la expulsión de los moriscos podía significar, en este sentido, el paliativo necesario para superar la crisis. Una crisis que lo era tanto en lo político como en lo religioso, tanto del rey como de su principal ministro. En este sentido, y según Patrick Williams, mientras que Lerma procuró desvincularse de la ratificación del tratado dejando solo en Segovia a Felipe III aquel 7 de julio de 1609, éste no le consintió que se ausentara del proceso que llevaría a la expulsión de los moriscos, asunto en el que el valido mantenía, al parecer, una posición “ambivalente” (Williams)58. Ambos, sin embargo, la explotaron bien a fondo para intentar tapar sus respectivas vergüenzas.


Una victoria histórica contra el infiel, la principal gloria de su reinado, como al parecer opinaba de ella Felipe III, la verdad es que rey y ministro se las ingeniaron para compartir los beneficios propagandísticos de la medida: “El Duque de Lerma persuadió a Su Magestad desta expulsión, y la executó, y assí es el que mayor parte tiene en ella después del Rey nuestro señor59. Tras una década de más que dudosas actuaciones, ambos, en efecto, necesitaban de un soplo que les mantuviera vivos. Aunque fuera a costa de la desgracia ajena.

Notas
34.      Cito por la ed. de Martín DE RIQUER, Editorial Alta Fulla, Barcelona, 1993.
35.      H. ELLIOTT, John, Spain and its World, 1500-1700, New Haven-Londres, 1989, pág. 123.
36.      Ibid., pág. 135 (cursiva mía).
37.      Idea de un Príncipe Político-Cristiano representada en Cien Empresas, ed. de la Real Academia Alfonso X el Sabio, Murcia, 1994, empresa 31.
38.      The Essayes or Counsels, Civill and Morall..., XXIX ("Of the True Greatness of Kingdoms and Estates"), en The Works of Francis Bacon..., James Spedding, Robert Leslie Ellis y Douglas Denon (eds.), 12 vols., Londres, 1879, en concreto vol. VI, part. II, pág. 448.
39.      WILLIAMS, Patrick, The great favourite. The Duke of Lerma and the court and government of Philip III of Spain, 1598-1621, Manchester-Nueva York, 2006, pág. 149.
40.      Heroicas decisiones. La Monarquía Católica y los moriscos valencianos, Valencia, 2001, pág. 377.
41.      Kingship and Favoritism in the Spain of Philip III, 1598-1621, Cambridge, 2000, pág. 204. Hay traducción al castellano (Madrid, 2002).
42.      The great favourite, pág. 157.
43.      The Dutch Republic and the Hispanic World, 1606-1661, Oxford, 1982, págs. 12-13.
44.      RONCERO LÓPEZ, Victoriano, Aproximaciones al estudio y edición de la España defendida”, La Perinola: revista de investigación quevediana, I (1997), págs. 215-236.
45.      Diez lamentaciones del miserable estado de los ateístas de nuestros tiempos…, con estudio preliminar del P. OTGER STEGGINK, O. C., Madrid, 1959, pág. 67. La carta está fechada a 26 de julio de 1609.
46.      CABRERA DE CÓRDOBA, Luis, Historia de Felipe II, rey de España, 3 vols., Valladolid, 1998, MARTÍNEZ MILLÁN, José y DE CARLOS MORALES, Carlos Javier (eds.), pág. 1.544.
47.      Op. cit., pág. 1.618
48.      G. BUTLER, Geoffrey, The Edmondes Papers, a selection from the correspondence of Sir Thomas Edmondes, envoy from Queen Elizabeth at the French Court, (ed.), Londres, 1913, pág. 308
49.      Calendar of State Papers, Venecia, IX (1592-1603), Londres, 1897, pág. 325, (25 de mayo de 1598).
50.      Ibid., págs. 331-332.
51.      Correspondencia de la Infanta Archiduquesa Doña Isabel Clara Eugenia de Austria con el Duque de Lerma y otros personajes, RODRÍGUEZ VILLA, Antonio (ed.), Madrid, 1906, pág. 12, (7 de abril de 1600).
52.       Archivo General de Simancas, Estado, legajo 2.511 (“Sobre lo que escriue el Señor Archiduque Alberto en cosas de Escocia”; 31, mayo, 1603). “Assí porque siendo S. A. interessado en ella [la paz] por tan diferentes respetos, que V. M. y sus ministros flamencos poco seguros, podría ser que admitiese capítulos desauentajados, como se hizo en la paz de Berbín y se hiziera en el tratado de Calés [Boulogne] si don Baltasar de Çúñiga y don Fernando Carrillo no se hallaran presentes”.
53.      Archivo General de Simancas, Estado, legajo 212.
54.      ALLEN, Paul. C., Felipe III y la pax hispánica, 1598-1621. El fracaso de la gran estrategia, Madrid, 2002, pág. 249.
55.      Les négociations du Président Jeannin, MICHAUD y POUJOLAT (eds.), París, 1837, págs. 16-17.
56.      Ambassades de M. de La Boderie en Angleterre sous le règne de Henri IV et la minorité de Louis XIII depuis les années 1606 jusqu’en1611…, BURTIN, P.-D. (ed.), 5 vols., París, 1750, II, pág. 170.
57.      Négociations, pág. 419.
58.      The Great Favourite, pág. 157.
59.      GARCÍA GARCÍA, Bernardo. J, Política e imagen de un valido. El duque de Lerma (1598- 1625)”, Primeras Jornadas de Historia de la villa de Lerma, Lerma, 1998, págs. 63-104.

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