FELIPE II, UNA VUELTA DE TUERCA MÁS






El reinado de Carlos I —Carlos V del Imperio Germánico— había supuesto un ligero respiro para los moriscos, pues, haciendo un enorme esfuerzo económico, éstos lograron comprar cierta tranquilidad alcanzando un acuerdo de suspensión de 40 años para aclimatarse a las exigencias de los edictos de 1524 y 1525. Pero en 1556, al subir al trono su hijo Felipe, el asunto cambió sustancialmente.
       Si Carlos I fue un rey “extranjero”, volcado en los negocios de su imperio desde una perspectiva más europea que española, su hijo Felipe II sería un monarca puramente español. Aunque durante su juventud había residido 12 años en varios países europeos, al hacerse cargo de la Corona de los reinos hispánicos se estableció aquí, ubicando en 1561 la Corte de manera permanente en Madrid. No fue un rey muy viajero. Sólo en contadas ocasiones visitó los territorios bajo su control fuera de la península.
       Felipe II era un hombre culto. Desde el principio mostró un carácter fanático en lo religioso y exhaustivo en los procedimientos de su gobierno. Quería estar informado de todo. Implantó un sofisticado sistema de información y espionaje, y una rápida red de caminos y postas que le permitía estar en constante comunicación con sus embajadores y virreyes. Existe consenso al señalar a Felipe II como el impulsor del sistema de gobierno más moderno de Occidente, asignando cuantiosos recursos al entramado administrativo y burocrático de sus territorios. Habilitó el castillo de Simancas para custodiar toda la documentación estatal. Creó la llamada Armada Invencible, una ingente flota con los mejores galeones y los mejores generales y almirantes, así como promovió el desarrollo de las más novedosas técnicas bélicas de la época. Todo esto, claro está, a cargo del contribuyente, pues durante su reinado cuadriplicó la presión fiscal, sumiendo a los españoles en una situación insostenible.
       Pues bien, en el asunto de los moriscos, que es el que nos ocupa, 1567 sería otro año clave. Ante el serio problema que le supuso el avance imparable del protestantismo en Europa Central, Felipe II no quería permitir que sucediera lo mismo con los descendientes de musulmanes, los moriscos, que a pesar de las prohibiciones oficiales seguían en secreto con su creencia y costumbres. Recordemos que desde 1502 todos los residentes en España eran cristianos por decreto, no obstante, por el concepto de limpieza de sangre, poco importaba que fingieran o no ser cristianos sinceros, ya que por el mero hecho de ser descendientes de musulmanes la sospecha de herejía pendía siempre sobre sus cabezas.
       Con el asesoramiento de sus dos hombres fuertes, el ministro Diego de Espinosa —nombrado cardenal en 1568 pese a haber recibido la orden sacerdotal en 1564, sólo 4 años antes—, presidente del Consejo Supremo y Real de Castilla e Inquisidor General de España, y de Pedro de Deza, presidente de la Audiencia de Granada, Felipe II promovió con vehemencia en 1567 un nuevo edicto contra los moriscos. En virtud de este edicto, mucho más severo que los anteriores, se prohibía bajo durísimas penas el uso hablado o escrito del árabe, la vestimenta morisca, los ritos y costumbres islámicos; les obligaba a aprender castellano en un plazo máximo de 3 años y se ordenaba la destrucción de todos los baños públicos —hammán—. Una vez más se dictaban leyes del máximo rango tendentes a exterminar la creencia y la cultura islámica de los reinos hispánicos.
       Contagiados del talante riguroso del monarca, los estamentos estatales afectados se volcaron en hacer cumplir a rajatabla las órdenes promulgadas, cayendo de nuevo en abusos y arbitrariedades que exasperaron al colectivo morisco, que no podía dar crédito a tanta desgracia. Hasta los que se habían convertido con sinceridad al catolicismo tenían dificultad para hacerse respetar, pues los cristianos viejos se afanaban en crear discordias, denunciándolos sin escrúpulos a la Inquisición como herejes o como aliados del Imperio Otomano o de piratas y corsarios africanos. Siempre se topaban con el estatuto de limpieza de sangre, que los convertía en traidores y conspiradores por definición.
       En mi modesta opinión, el rigor con que se quiso hacer cumplir el oprobioso edicto quizás tuvo algo que ver con el desabrimiento del carácter del propio rey, quien sufrió en 1568 su annus horribilis, debido, entre otras cuestiones, a la muerte en extrañas circunstancias de su hijo y heredero Carlos, con quien mantenía una relación muy peculiar marcada por los desencuentros entre ambos. Un detalle que colmó el vaso del odio padre-hijo fue que al enviudar Felipe II se casó con Isabel de Valois, una niña de 13 años, que estaba comprometida formalmente con su hijo. Del príncipe Carlos se cuenta que tenía un carácter desequilibrado y huraño, motivado por disfunciones de origen genético. Quizás la endogamia practicada por sus antepasados le pasó factura —tenía 4 bisabuelos en lugar de los 8 naturales, y 6 tatarabuelos en lugar de los 16 que solemos contar las personas comunes—. Su muerte a los 23 años de edad nunca fue aclarada. La versión oficial fue que falleció por inanición voluntaria durante el encierro en el castillo de Arévalo al que le forzó su padre. Pero otros hablan de envenenamiento, y otros dijeron haber visto su cuerpo decapitado: otro enigma de la Historia. Para más inri, el 3 de octubre de ese mismo año falleció de parto la propia Isabel de Valois, con 22 años, dejando a Felipe II viudo por tercera vez. Quienes le trataron de cerca afirmaron que el temperamento del rey se agrió notablemente a partir de 1568.
       En este clima de conmoción no resultó extraño que numerosos grupos aislados del Albayzín, el Valle de Lecrín y La Alpujarra, igual que sucediera en 1499-1500, mostraran su descontento de forma violenta hacia lo que consideraban un nuevo atropello de las autoridades y de la ciudadanía cristiana. Los moriscos se organizaron en torno a la figura de Hernando de Córdoba y de Válor, Caballero Veinticuatro (cargo similar al de concejal de hoy) de la ciudad de Granada y descendiente del linaje de los omeyas de Damasco que arribaron a Córdoba en el siglo VIII —Abderrahmán I y los “Abderrahmanes” posteriores—, a quien entronizaron como su rey con el nombre de Aben Humeya. Así, el 24 de diciembre de 1568, día de Nochebuena, tuvo lugar el inicio de una gran sublevación popular que ha pasado a la historia como Rebelión o Guerra de La Alpujarra. Este episodio, por su magnitud y sus repercusiones, marcó un antes y un después en la relación del Estado y el Islam en España, por ello he preferido escribir en los próximos días un artículo monográfico sobre el tema, al objeto de no alargar demasiado la extensión del presente.
       Pues bien, tras dos años de enfrentamientos entre un poderosísimo ejército profesional y una horda de civiles mal armados y ajenos a la actividad bélica, la sublevación fue cruelmente reprimida por las tropas del marqués de Mondéjar, en primer lugar, y finiquitada por don Juan de Austria —hermano ilegítimo del propio rey Felipe II—, quien fue enviado in extremis  ante los desmanes y excesos de las tropas de Mondéjar. Los moriscos granadinos que no murieron degollados en la contienda fueron malvendidos como esclavos o deportados a otras regiones españolas, sin permitírseles abandonar el territorio español, pues corrían rumores de que sus intenciones eran aliarse con los turcos de la Sublime Puerta para la reconquista de Al-Andalus.
       Una vez “solucionado” el problema, Felipe II enfocó su energía a los otros múltiples frentes que tenía abiertos: los Países Bajos, Inglaterra, Francia y el Imperio Otomano, con quien libraría la famosa Batalla de Lepanto en 1571,  así como continuar su expansión por América, África, Asia y Oceanía. En 1580 se anexionó Portugal y sus colonias a la soberanía española.
       Felipe II fue sin duda un rey emblemático. En su tiempo, el imperio español era el más grande del mundo, con posesiones en los cinco continentes —de ahí el dicho que en sus dominios “nunca se ponía el sol” —. No obstante, este colosal poderío militar no se correspondía, paradójicamente, con el estatus económico de España. Durante su reinado la Hacienda Pública se declaró en bancarrota legal en tres ocasiones —en 1557, 1575 y 1596—, lo que puso a la Corona en manos de banqueros y usureros sin escrúpulos que la sangraron a base de intereses abusivos; la inflación era desorbitada, como consecuencia en gran parte por la ingente entrada de oro del Nuevo Mundo; la carga fiscal de los españoles resultaba asfixiante, lo que desmotivó a los comerciantes y productores… Sólo un dato: Cuando Felipe II asumió el trono en 1556, España tenía una deuda de unos 20 millones de ducados, y al final de su reinado ésta se había quintuplicado. También existe consenso entre los historiadores en que la pobreza en que el monarca sumió a España estuvo motivada en gran medida por el rol que decidió representar de defensor a ultranza de la cristiandad universal.
       Debilitado por la gota, la artrosis, la hidropesía y las fiebres, Felipe II, llamado por muchos El Prudente, falleció el 13 de septiembre de 1598 con 71 años de edad. Murió y fue enterrado en El Escorial, la obra faraónica —el edificio más grande de la época en todo el mundo— que había ordenado construir en recuerdo de su victoria contra los franceses en la Batalla de San Quintín.
© José Urbano Priego

1 comentario:

  1. Que gratificante es empezar el dia desayunando uno de tus extensos y bien documentados articulos......enhorabuena.....muchacho...

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