CARLOS V: EL CONFLICTO POSTERGADO



Al fallecer el rey Fernando el Católico (enero de 1516) fue nombrado regente provisional de Castilla el cardenal Cisneros, mientras llegaba de Flandes el príncipe Carlos para hacerse cargo del trono. Por una serie de contrariedades climatológicas durante la travesía marítima, la llegada de éste se demoró, provocando esta circunstancia cierto descontrol, pues Cisneros, entretanto, falleció el 8 de noviembre de 1517, mientras se dirigía al encuentro del príncipe para hacer efectivo el traspaso de poderes.
       El príncipe Carlos, hijo de Felipe I de Habsburgo —llamado el Hermoso— y de la reina Juana de Trastámara —la Loca— había nacido y crecido en Flandes al calor de la Corte flamenca de su abuelo paterno el emperador del Imperio Germánico Maximiliano I. A pesar de los esfuerzos de su abuelo materno Fernando el Católico, quien le había enviado un profesor para enseñarle la lengua castellana, lo cierto es que cuando el joven llegó a España con 17 años desconocía el idioma e idiosincrasia del país cuyo mando venía a asumir: era un jovenzuelo extranjero y ajeno por completo a lo que aquí se cocía.
       En estas circunstancias, el joven rey se tomó su tiempo para aclimatarse. Instaló su corte en Valladolid rodeado de sus leales asesores flamencos y castellanos. Entabló una peculiar relación con su abuelastra Germana de Foix, segunda esposa y viuda de Fernando el Católico, que pronto pasó del cariño familiar al placer de la cama. Aquello iba in crescendo de manera escandalosa. De esa relación ilícita nació una hija, a quien la joven abuelastra, de 29 años y de muy buen ver, llamaba orgullosa la infanta Isabel. Cuando el escándalo tomó ya unos tintes peligrosos para el prestigio del trono, los asesores reales tomaron la determinación de casarla con el marqués de Brandeburgo, y apartarla de la Corte. Entretanto, la cuestión de los moriscos era un tema teórico y los asuntos de los reinos meridionales eran para el rey Carlos como leyendas exóticas ajenas en absoluto a su cotidianeidad.
       Fue coronado en las Cortes de Valladolid como rey de Castilla, y en Zaragoza, tras algunas dificultades, como rey de Aragón en 1518, tomando el nombre de Carlos I. Pero sucedió que el 12 de enero de 1519 falleció su abuelo Maximiliano I y, por tanto, la Corona del Imperio Germánico correspondía también al joven Carlos. Como ese trono le apetecía sobremanera, de inmediato derivó toda su energía a los preparativos de su coronación como emperador, distanciándose aún más de los asuntos españoles, y, en cuanto pudo, emprendió viaje rumbo a Aquisgrán. En octubre de 1520 fue jurado como Rey de Romanos y como Emperador del Sacrosanto Imperio Germánico, bajo el nombre de Carlos V, con lo que reunía en su persona el mayor poder de Europa.
       A su regreso a España en 1522 la cosa aquí se había complicado de manera notable. Las sublevaciones de los Comuneros en Castilla y de las Germanías —Agermanats— en Valencia habían sembrado todo el territorio de desconcierto. Los moriscos, por alinearse de parte de los nobles, sufrirían grandes penalidades y venganzas. En el reino de Valencia, las Germanías les obligaron de nuevo a bautizarse bajo torturas y amenazas. Una vez más se recrudeció la situación del colectivo morisco, elevando sus quejas, encauzadas a través de sus señores y líderes, hasta el propio Rey. Éste, ausente hasta ahora del conflicto, empezó a calibrarlo y a comprender que algo había que hacer al respecto. Encargó una encuesta a nivel nacional, mediante un cuestionario que debían rellenar todos los moriscos de España, al objeto de evaluar la situación. Al mismo tiempo convocó una comisión de expertos en todos los ámbitos sociales para decidir la validez o no de los bautizos bajo coacción. Curiosamente, el dictamen de esta comisión fue que sí eran válidos.
       Con estos precedentes, Carlos I firmó un edicto el 25 de noviembre de 1525 por el que se expulsaba a los musulmanes de Valencia, Aragón y Cataluña, declarando de nuevo —otra vez por decreto— a todos sus súbditos como cristianos por definición. Por ser todos cristianos en teoría, la Inquisición ya no tenía que hacer distingos, pues todos los residentes en España caían bajo su temible jurisdicción. Los nobles fueron informados por el Rey de que no consentiría en sus reinos la estancia de ningún musulmán, aunque esto supusiera gran quebranto económico para aquellos. De nuevo, igual que sucediera en 1502, se prohibió por decreto la creencia islámica, así como sus usos y costumbres, apercibiendo a la población con la muerte y duras penas para quienes persistieran a escondidas en las “cosas de los moros”. No obstante, lo que persistía era la confusión, porque, al igual que en 1502, la enseñanza de la nueva fe impuesta fue muy pobre o inexistente, por lo que nadie sabía cómo se materializaba el cambio ni quien era musulmán y quien cristiano.
       Durante los seis meses de estancia de Carlos I en Granada, entre junio y diciembre de 1526, fue cuando tomó conciencia de la complejidad del problema. En cuanto entró en la ciudad vio que aquello era otra cosa, nada que ver con Flandes ni con Valladolid. La suntuosidad de los palacios nazaríes, el trazado de las callejuelas del Albayzín y la estética que allí encontró le provocaban emociones diferentes. Y su posicionamiento al respecto no podía ser ya el mismo que había mantenido hasta ahora, influenciado por el criterio partidista de los responsables de los estamentos del poder. En Granada comprendió la envergadura de la civilización islámica, y, por tanto, la dificultad de borrar su huella de forma inmediata.
       Los moriscos granadinos organizaron un comité de representantes entre sus notables —entre los que se encontraban Francisco Núñez Muley, Fernando de Venegas, Miguel de Aragón y Diego López de Benjara—, que fue recibido por Carlos I para escuchar sus quejas y propuestas. Los notables moriscos ofrecieron un pacto secreto por el que donaban a las arcas reales 50.000 ducados, a modo de tregua, como contrapartida a dejar en suspensión durante 40 años las oprobiosas cláusulas de los edictos emitidos contra su colectivo. Carlos I aceptó, ordenando organizar apropiadas redes parroquiales y establecer un buen sistema para la evangelización de los nuevos conversos.
       A pesar de la aceptación del Rey la cosa no iba a resultar fácil. El recelo de los cristianos viejos seguía latente. El pacto secreto fue desvelado en 1528 y la Santa Inquisición hizo su propia interpretación del asunto. Entre 1528 y 1540 existe constancia de algunos cientos de sumarios acusatorios por herejía, de los cuales una buena parte de los encausados acabó en la hoguera. Pero, no obstante, la situación hubiera podido ser muchísimo peor sin cierta connivencia con el joven emperador, más preocupado por sus negocios europeos: atajar el avance del luteranismo y sus otras guerras, especialmente con los franceses.
       Conforme fueron pasando los años, el emperador Carlos V fue entrando en un proceso de reflexión. Hizo balance de su labor política y, de alguna manera, le embargó la desilusión por no haber alcanzado del todo sus objetivos de unificar sus territorios bajo el manto católico: el asunto de los protestantes en Centroeuropa había tomado demasiada fuerza y el conflicto de los moriscos se le escapaba de las manos. Enfermo y cansado de batallar, determinó dejar los negocios de Estado en Europa en manos de su hermano Fernando y los de España y el Nuevo Mundo a su hijo Felipe, y recluirse en la comarca extremeña de La Vera, que, por su clima benigno, le habían recomendado para aliviar el mal de la gota que lo tenía mortificado.
       Arribó a Jarandilla de la Vera en noviembre de 1556, hospedándose en el castillo de los condes de Oropesa, mientras concluían las obras de adecuación de la casa-palacio que ordenó construir junto al monasterio de Yuste. Allí permaneció en vida contemplativa durante un año y medio, hasta su fallecimiento el 21 de septiembre de 1558, tras un mes de terribles fiebres. Durante su agonía conoció y reconoció a su hijo ilegítimo Juan de Austria —fruto de su relación extraconyugal con Bárbara Blomberg en 1545—, personaje determinante en el aplastamiento de la rebelión de los moriscos de la Alpujarra diez años después.
       En conclusión, se puede afirmar que el reinado de Carlos I de España y V del Imperio Germánico —nominado por muchos como hombre del siglo— fue una etapa de transición en el conflicto de los moriscos, y que, deliberadamente, no quiso adoptar más medidas traumáticas para este colectivo, ya de por sí bastante estigmatizado. Su talante, influenciado por las corrientes humanistas de Erasmo de Rotterdam, sirvió para tender un puente entre dos reinados caracterizados por su beligerancia hacia la cuestión morisca. Carlos I dejó que fuera su hijo y sucesor, el futuro Felipe II, quien asumiera las riendas de la represión, aligerando en algo el pesar de los agraviados moriscos españoles.
© José Urbano Priego

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