JIMÉNEZ DE CISNEROS, EL IDEÓLOGO DEL GENOCIDIO


Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón no necesitaban el cognombre de "Reyes Católicos" —recibido mediante bula papal en 1496— para significarse como celosos custodios de la fe católica. Ya habían demostrado con creces su rechazo al Islam y su vocación de erradicarlo de los reinos hispánicos que ellos gobernaban con mano dura, en necesaria connivencia con el Papa de Roma, a la sazón el infame Alejandro VI —el valenciano Rodrigo Borja—. La máxima prioridad era homogeneizar sus territorios, y a ello se aplicaron con esmero.

Ya habían aplicado el método de conversión forzosa o exilio en las plazas que iban conquistando. Lo hicieron sin escrúpulos y con extrema dureza basándose en las capitulaciones de los derrotados, o, de no existir éstas, en cláusulas post-bélicas unilaterales. Cuando por fin llegaron a La Alhambra, último bastión islámico, tras largos meses de feroz asedio de la ciudad de Granada, se vieron obligados a firmar con Boabdil un documento en virtud del cual se comprometían a respetar la creencia, leyes y costumbres de los musulmanes que decidieran quedarse en su legítima tierra, al amparo de los monarcas, que velarían por su integridad individual y colectiva. Algunos historiadores sostienen que los Reyes Católicos se vieron forzados a aceptar esta "generosa" cláusula debido a que sus mermados recursos financieros no podían ya seguir costeando el ingente ejército acampado en los reales de El Gozco-Santa Fe. Se acercaba el invierno de 1491, y el descomunal contingente bélico desplegado necesitaba percibir sus soldadas, si no querían encontrarse con motines y sediciones que arruinarían todo el proyecto. Por ello, tras arduas negociaciones por una comisión de cada lado, tuvieron que firmar a regañadientes el texto alcanzado el 27 de noviembre. De todas formas, la prioridad en aquel momento era la rendición —la llave de La Alhambra—, luego ya se vería en qué terminaba todo.

Como buenos diplomáticos, en público los reyes siempre afirmaban su deseo de cumplir lo pactado. Y así lo parecía por el gran esfuerzo que hicieron en los años siguientes para adecuar el sistema legislativo de Granada a lo plasmado en aquel documento. Pero el sistema dual implantado en Granada y sus comarcas —único en el mundo— duró 8 años escasos. Durante la estancia de Isabel y Fernando en Granada, desde julio a noviembre de 1499, vieron que aquello no cuadraba con sus expectativas, y que, además, la permisividad hacia los mudéjares (término aplicado a los musulmanes que vivían bajo el vasallaje cristiano) degradaba su imagen de monarcas modernos en Europa. Pero no encontraban la fórmula de liberarse de aquella dichosa cláusula. Ahí entró en escena Francisco Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo. Éste fue llamado a Granada, y comenzaron a urdir la trama del engaño.

Los 8 años de coexistencia pacífica fueron en gran medida mérito personal de Fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada, quien había recibido el encargo real de cristianizar a los mudéjares. Este fraile era muy querido por los musulmanes —le llamaban "santo alfaquí"—, por su talante conciliador y respetuoso, llegando a introducir términos en árabe a la liturgia de la misa para atraerse a la población. Pero, claro, los métodos tolerantes de Fray Hernando no eran suficientemente expeditivos. La idea era otra: exterminar la huella islámica de manera fulminante. En cuanto llegó Cisneros a Granada ya se vio por dónde iban los tiros. Tomó de inmediato el mando de la situación, relegando al bueno de Talavera al ostracismo. Ahora iban a ver los moros cuál era la cuestión.

La biografía de Cisneros es curiosa. Tras tomar los hábitos franciscanos se había encerrado largas temporadas en varios conventos para mortificar su cuerpo y espíritu. Sus compañeros de retiro en el convento alcarreño de La Salceda ya habían manifestado el placer que experimentaba ante su propia mortificación. Se alimentaba de hierbas y raíces y pasaba los días y noches en oración. Sus compañeros de noviciado en el convento toledano de El Castañar habían dicho con anterioridad exactamente lo mismo. Se configuró un carácter tan rígido que le temían hasta sus propios colegas. Tras estos retiros recibió el encargo real de reformar la clase eclesiástica, considerada como tibia. Pero Cisneros no los tildaba de tibios, sino de holgazanes y corruptos. Cuando llegaba de inspección a un convento a lomos de su pollino, sus moradores querían salir corriendo, pues ya era conocida la naturaleza de sus reprimendas. Sus propios correligionarios le temían como al mismísimo diablo, lo que le granjeó gran cantidad de denuncias al más alto nivel. Y justo en esa reforma eclesiástica estaba el fraile cuando fue llamado a Granada.

Su trayectoria política fue espectacular. Fue nombrado arzobispo de Toledo, el cargo de mayor poder de la época. Como confesor de la reina Isabel, Cisneros gozaba de amplias prerrogativas y gran influencia en las decisiones reales. Usaba sus armas con maestría. Lo malo es que esas armas eran el engaño, la cizaña, la intriga, la instigación...: malas artes en definitiva. Pero el perfil de éste venía como anillo al dedo a los planes de los monarcas. Sólo había que dejarle hacer. Una de cal y otra de arena, y de seguro llegaría la fórmula de liberarse de la maldita cláusula que les tenía amordazados. Y así fue. Provocó tanto a los infortunados mudéjares granadinos a base de humillaciones de todo tipo, que éstos, de carne y hueso, cayeron en la trampa: cometieron la torpeza de sublevarse en el Albayzín. Las revueltas duraron tres días escasos. Las huestes del conde de Tendilla no podían reducir a unos centenares de levantiscos avasallados, siendo finalmente el bueno de Talavera quien tuvo que mediar en el asunto para pacificar la situación. Eso ocurrió durante los días 18, 19 y 20 de diciembre de 1499. Y esa era la respuesta esperada, la que convenía al binomio Estado-Iglesia, pues ya tenían la excusa perfecta: puesto que había existido sublevación contra la autoridad de los reyes, éstos ya estaban legitimados para abolir la dichosa cláusula.

Los disturbios se extendieron de inmediato a Güejar, al Valle de Lecrín y a La Alpujarra, siendo reprimidos con desproporcionada dureza. El descontento creció y el germen de las revueltas se trasladó a la zona oriental de Níjar y Sierra de Velefique, y más tarde a la Serranía de Ronda y Sierra Bermeja, donde las tropas castellanas sufrieron un notable desastre. Pero, claro, la desproporción de fuerzas era tan abismal a favor de los ejércitos castellanos, que poco tardaron en ahogar cualquier signo de descontento. Miles de muertos, heridos y prisioneros no bastaron para aplacar la ira castellana. La ocasión, como estaba previsto, ya había llegado.

La labia del ideólogo Jiménez de Cisneros convenció fácilmente a los Reyes Católicos de la necesidad de una medida ejemplar contra los musulmanes. Así, en febrero de 1502, la reina Isabel I firmó una pragmática, en virtud de la cual no se permitía la estancia de musulmanes en sus reinos. O se cristianizaban, o se exiliaban, sin medias tintas. Así de claro. Pero tampoco les iba a resultar tan fácil. Ni con todo el aparato represor trabajando para la causa iban a conseguir borrar la huella de siglos de coexistencia. El esplendor que el Islam aportó a Al-Andalus, los siglos de paciente trabajo en todos los ámbitos vitales no iban a desaparecer en días, ni en años. No obstante, el proceso formal ya había comenzado. Ahora ya existía un edicto oficial del más alto nivel tendente al exterminio de una cultura. A los pocos días de la promulgación de la mencionada pragmática, Cisneros cometió la osadía de quemar en una hoguera pública en la plaza de Bib-Rambla de Granada todos los libros y manuscritos en lengua árabe. El genocidio iniciado no iba a quedar sólo en la eliminación de las personas. ¡Todo el conocimiento acumulado también debía ser exterminado!

Los antiguos musulmanes que quedaron en España a partir de 1502, aunque ya cristianizados por decreto-ley, empezaron a ser llamados "moriscos", con un matiz, claro está, denigrante y vejatorio. Como ya dijimos, no sería una cuestión inmediata. En realidad el proceso de exclusión duró más de 110 años. Rey tras Rey, y Papa tras Papa se fueron aplicando a la misma causa, cada uno con su peculiar estilo y en función de las circunstancias de cada época, hasta que la puntilla final se firmó en 1609 por Felipe III


El arzobispo Jiménez de Cisneros, como pago de los servicios prestados, fue promovido a Cardenal, ejerció como Regente de España en dos ocasiones, y diseñó y financió de su bolsillo varias operaciones de conquista militar en el norte de África. El fraile de Torrelaguna, el de los ayunos y penitencias conventuales acumuló tanto poder que incluso murió con poderes de rey, pues falleció pocas horas antes de ceder formalmente el trono al joven príncipe Carlos tras la muerte de Fernando el Católico. Personajes dignos como el arzobispo Hernando de Talavera y Gonzalo Fernández de CórdobaEl Gran Capitán— fueron finalmente ninguneados por el ala dura del aparato católico-castellano, y apartados con desdén de sus áreas de influencia. Una vez más, el fanatismo sin escrúpulos se impuso como modelo social.


© José Urbano Priego



2 comentarios:

  1. ¡Buen artículo, José! Hay que llamar a las cosas por su nombre, y aquello fue un genocidio en toda regla. Tienez razón en que el ideólogo fue Cisneros. Todos los demás fueron continuadores de la labor de este personaje, que fue quien fijó la línea a seguir sirviéndose de las leyes de Estado. Los monarcas de hoy deberían pedir perdón por la parte que les toca. Saludos.

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  2. Estamos ante uno de los mayores tabúes de la historia. Quienes de verdad ordenan y mandan en el mundo no van a permitir que se modifique un ápice la versión oficial. Ya conocemos sus métodos. Los musulmanos seguirán estando en el punto de mira del aparato. Que nadie espere un gesto de disculpa. Los seguidores del becerro de oro ya se encargan del asunto...
    Felicito a José Urbano Priego por su artículo.

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